Las cuentas que no se han hecho
El procés ha dividido a la población catalana
Para cerrar una operación es obligado hacer cuentas. Si la operación es de comercio, hacerlas ha sido una costumbre en la cultura tradicional de los tenderos catalanes, los de aquel tipo de gente que Jordi Pujol encomiaba, porque la mañana del 12 de septiembre de 1711 ya levantaron la persiana en las calles desoladas de la Barcelona rendida el 11, se non è vero, è ben trovato.
Pero, si la operación es política con pérdidas ruinosas, como ha sido el procés, hacer cuentas por la deuda contraída con la gente estafada es doblemente obligado: por una razón política y una razón moral.
Los dirigentes del secesionismo pretendieron embarcar la población de Cataluña -comparto la preferencia de Bertolt Brecht por población en vez de pueblo- en una operación altamente arriesgada para todo el mundo, de éxito imposible.
Con la distancia uno se pregunta cómo llegaron a creer en algún momento -y, más grave todavía, lo hicieron creer a mucha gente- que la secesión de Cataluña no solo era posible, sino que era a un paso.
Los largos preparativos dividieron la población de Cataluña como no lo había estado desde la Guerra civil: posiciones políticas radicalmente enfrentadas, familias y amistades rotas, empresas y depósitos bancarios deslocalizados, inversiones fallidas, proliferación de anticatalanismo en el resto de España (lo de Vox es solo una manifestación agresiva de anticatalanismo), etc. Las pérdidas fueron como las de una guerra (fría).
Todo aquello que se había construido pacientemente de manera transversal para cohesionar alrededor de una catalanidad recuperada, una población de procedencia dispar, de identidades diversas, de lenguas maternas diferentes, se fue a pique. Lo puso en evidencia la multitudinaria manifestación del 8 de octubre en Barcelona, que no había que haber provocado, pero que fue significativa, puesto que mostró de manera abrumadora la división del cuerpo social.
Los dirigentes secesionistas no hicieron caso y continuaron con la operación política. Quien hoy es tan codiciado decidió abocarse al precipicio en lugar de optar por la gobernabilidad de Cataluña. Y todavía menos le importa la gobernabilidad de España, que es solo una pieza (una peseta) en la mesa de cambio para resolver su situación personal de expatriado voluntario, sin sentido alguno.
Perdimos hasta la camisa por culpa de malos tenderos, que no solo se niegan a hacer cuentas por su operación ruinosa, sino que todavía pretenden que se les debe una reparación: enjugar la deuda por medio de un finiquito, que no otra cosa es la amnistía que exigen.
Incluso, les defienden el finiquito analistas poco sospechosos de comulgar con sus descabelladas ideas, como Iván Redondo, ex jefe de gabinete del presidente Pedro Sánchez, que les regala un imaginativo artículo en La Vanguardia del 14 de agosto: “Por qué la amnistía sí”. Redondo justifica un finiquito político con argumentos que, simplificando mucho, se resumen en el más que generoso, pródigo “pasar página” sin hacer cuentas.
Desde que la política marcha descaradamente desacoplada de la ética, lo aguanta todo: una amnistía y la añadidura que haga falta. Tal vez sí que el finiquito político merezca la pena para ganar estabilidad institucional y porque quizás permitirá la repetición de un gobierno progresista, que tanto necesitan muchos catalanes para suplir las escandalosas ausencias sociales del gobierno de la Generalitat.
Pero el finiquito plantea dos grandes reservas que lo lastran: la deuda moral no pagada pasará a la historia como una ignominiosa estafa cometida contra los catalanes por dirigentes catalanes que presumían de superioridad moral y de sabiduría política, pero que no tenían ni la una ni la otra. Y será un clavo más en el ataúd de la ética en la práctica política.
En todo caso, algunos les recordarán la deuda hasta que la reconozcan y la paguen pidiendo perdón por la división y los daños causados. Sin reconocer el error y el engaño continuarán teniendo “razón”: “no nos salió bien por culpa de la represión del Estado, no porque no tuviéramos razón”; luego, se sentirán libres para intentarlo de nuevo. Tanto más cuanto que sale gratis.
Pueden parecer reservas de tiquismiquis, pero sin señales de moralidad la política deviene un mercadeo deshumanizado.
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