Varios migrantes viajando en un cayuco con chalecos salvavidas en el Mar Mediterráneo

OPINIÓN

Hablemos de la inmigración: ¿Migrantes welcome?

Llegan a Europa miles de emigrantes a pesar de que las fronteras permanecen administrativamente cerradas para ellos

Llegan a Europa miles de emigrantes a pesar de que las fronteras permanecen administrativamente cerradas para ellos. Con “puertas abiertas” llegarían millones hasta que, destruidos los sistemas sociales, desestabilizadas las instituciones y perdida la eficacia de los servicios públicos de las sociedades receptoras, Europa dejaría de ser atractiva. Con las puertas entornadas, ocurriría lo mismo uno o dos grados menos y con las consecuencias diferidas un tiempo.

¿Qué hacer con los llegados irregulares, dicho sin tapujos “no deseados”, o deseados solo por los que explotan la mano de obra inmigrante sin papeles?  La superestructura jurídica de los Estados europeos, tratados, constituciones y leyes, exige tratarlos respetando sus derechos fundamentales. De no hacerlo, además del daño causado al inmigrante, la vulneración se contagiaría a todo el sistema y una degradación moral afectaría a toda la sociedad. 

Decenas de inmigrantes después de saltar la valla de Melilla sentados en el suelo y de pie

Para empezar, a los inmigrantes irregulares que consiguen poner pies vivos en Europa hay que alojarlos y darles asistencia sanitaria; si se quedan, darles trabajo, vivienda, enseñanza y formación. Y, además, integrarlos en espacios urbanos de diferentes contextos culturales, Barcelona, Lyon, Ámsterdam, Múnich, Milán…

Todo eso a cargo de las sociedades receptoras, algo organizativamente difícil y de elevado coste para los presupuestos públicos. 

Por su parte, los inmigrantes iniciaron su aventura emigratoria, la inmensa mayoría sin saber nada de las sociedades receptoras. Quieren llegar a Europa como sea, si pueden, a los países más ricos, y si no dónde puedan quedarse. No conocen el idioma del lugar, salvo los que proceden de países que tengan el inglés, el francés o el español como idiomas oficiales y quieran recalar dónde también los tengan. 

Emigrar no es solo cambiar de país, sino también de cultura, algo así como mudar de piel. Pero esa muda en la mayoría de los casos no se produce, al contrario, muchos inmigrantes quieren vivir en las sociedades receptoras, con los beneficios de estas y con su propia tradición, aunque choque frontalmente con las leyes y las tradiciones propias de aquellas, por ejemplo, la sumisión de la mujer al varón, el matrimonio forzoso, el uso de prendas que denotan la procedencia religiosa o cultural del inmigrante o, en determinados casos, la ablación del clítoris a las niñas. 

No se les pide que abandonen su religión, solo que respeten la laicidad dominante en las sociedades receptoras y las libertades individuales y colectivas y, si no pueden por razones ideológicas, mejor para ellos y para los autóctonos que se vuelvan.

Los inmigrantes queriendo vivir según sus costumbres acaban viviendo juntos, obligados también por el abusivo mercado inmobiliario. Barrios enteros se convierten en guetos culturales, ocurre en poblaciones europeas con más del 20% de inmigración, que ya son muchas. 

Una aglomeración de personas de espaladas cruzando un paso de cebra con las caras difuminadas

Nadie habla de ello, mejor dicho, solo hablan los que nada tienen que proponer sobre el fenómeno porque lo aceptan todo: la izquierda, que paradójicamente se define como “transformadora”, o porque lo rechazan todo: la ultraderecha que ha hecho de la lucha sectaria contra la inmigración su principal seña de identidad. 

Vivimos tiempos de polarizaciones ideológicas y la cuestión de la inmigración no escapa a semejante reducción. Sin embargo, el fenómeno de las migraciones, que será uno de los grandes problemas de humanidad de este siglo, no es de los que se pueden resolver con categóricos, sí o no. 

Para empezar, hay que desideologizar la cuestión migratoria, racionalizarla, recuperarla de los extremos. En Europa, las llegadas irregulares masivas tienen que impedirse por la Unión Europea, ninguno de los Estados miembros puede contenerlas con un cierre a cal y canto de sus fronteras nacionales, invalidaría el espacio Schengen, supondría la pérdida de la libertad fundamental de la libre circulación de los europeos. 

También es la Unión la que tiene que actuar en las causas de la emigración en los países de origen de los flujos; lo está haciendo, pero criticada por los extremos: unos la acusan de comprar voluntades para que se impida por la fuerza la salida de los emigrantes, otros la acusan de dilapidar un dinero que acaba aspirado por la corrupción local.

Y compete a la Unión reforzar el control de las fronteras exteriores, recabando la cooperación de los Estados miembros cuando resulte necesaria. Hay que pedir a la Unión más intervención, pero desde el apoyo. 

En el orden interno, habrá que establecer la necesidad real de trabajadores inmigrantes y, en su caso, proceder a la contratación en origen. Y, habrá que reconocer de una vez por todas que la inmigración masiva provoca problemas en las sociedades receptoras, cuya solución requiere inteligencia, recursos y sensibilidad política y humana en lugar de diatribas de unos y otros.