Azaña y Macià, con el general Batet, en Barcelona tras la aprobación del Estatuto

OPINIÓN

Azaña y el catalanismo

Tan intelectual como político, tan audaz como sibilino, tan inteligente como arrogante, tan brillante como sombrío, tan buen orador como magnífico escritor

Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

Manuel Azaña

Un 10 de enero, como el día de hoy, pero de 1880, nació, en Alcalá de Henares, Manuel Azaña. Tan intelectual como político, tan audaz como sibilino, tan inteligente como arrogante, tan brillante como sombrío, tan buen orador como magnífico escritor. Hombre de muchas luces y algunas sombras, como todos los personajes que sobresalieron entre sus contemporáneos. Tuvo tantos detractores como feroces críticos, pero no se puede negar que su elocuencia era admirada por los suyos, reverenciada por sus aliados políticos y respetada por sus adversarios. 

Desde el ministerio de la Guerra, su primer sillón en los pasos iniciales de la Segunda República, se granjeó no pocas críticas entre los que vestían el uniforme y se vieron directamente perjudicados con algunas de sus medidas. Entre ellos, el propio Francisco Franco, a quien reprendió tras el último discurso de este como director de la Academia General Militar en el que se mostró, en palabras de Azaña, “completamente desafecto al Gobierno, reticentes ataques al mando, caso de destitución inmediata si no cesase hoy en el mando”. 

Las relaciones entre ambos, que llegaron a ser jefes de dos estados paralelos durante la más cruenta de las numerosas guerras civiles españolas, está más que documentada en la serie “Hacia la Guerra Civil”, que dedica tres episodios a estos hechos. 

Fotografía en primer plano de Manuel Azaña con otros hombres a su alrededor

Emilio Mola, el director de la sublevación en 1936, le dedicó un libro titulado “El pasado, Azaña y el porvenir” en el que describía la historia del Ejército y el negro presente, desde el punto de vista del general, que ofrecían las reformas militares del alcalaíno. 

Azaña nos dejó sus diarios, una obra con un valor histórico incalculable, ya que se trata de una excelente fuente primaria para comprender los primeros años de la República, algunos días de la Guerra Civil y sus últimas reflexiones sobre la Guerra de España. Su inagotable afición por la escritura permite hacer una cercana inmersión en su día a día, especialmente entre 1931 y 1933.

Hoy, en el 144 aniversario de su nacimiento, haremos válido aquello de que cualquier excusa es buena y, mediante sus reflexiones sobre los catalanistas entre 1931 y 1939, trataremos de construir un artículo que nos lleve un siglo atrás y nos acerque a su figura. Espero perdonen ustedes el plural mayestático, pero esto es un artículo de un periódico y no un texto con encorsetadas exigencias académicas, así que alguna licencia hay que tomarse.

El estatuto 

La aprobación del añorado Estatuto, que con tanta prisa impulsaron los catalanistas en los inicios de la Segunda República, trajo consigo no pocos quebraderos de cabeza. La presentación de este, cuando aún se discutía la Constitución, fue, una vez más, un órdago a grande del veterano Francesc Macià, conocedor de las dificultades que entrañaba y amigo de desafíos. Las prisas también correspondían a la propia energía vital del “president”, habida cuenta que era un septuagenario de los de 1931.

Uno de los primeros problemas, antes incluso de la aprobación del texto catalán, era el orden público. Los anarquistas vieron desde el principio a la República como un poco más de lo mismo, pero sin tanto uniforme de por medio. Para ellos el nuevo régimen volvía a ser manejado por la burguesía, de modo que no cesaron las huelgas revolucionarias con pueblos que un día se levantaban bajo la proclamación del comunismo libertario. Estas insurrecciones de ámbito local solían durar hasta la llegada de la Guardia Civil o los Guardias de Seguridad y Asalto. Cataluña era el epicentro del anarquismo español y Miguel Maura, primer ministro de Gobernación de la República, se desesperaba porque Macià no quería que se tomaran medidas de excepción. Azaña conocía bien esa falta de determinación desde la Generalitat y sostenía que Macià no quería “indisponerse con los sindicatos, de quienes esperaba votos para el referéndum del Estatuto”.

Azaña y Macià, con el general Batet, en Barcelona tras la aprobación del Estatuto

Precisamente, la presentación del Estatuto en las Cortes era la parte del Pacto de San Sebastián que se había acordado en agosto de 1930 con los catalanistas. Según Azaña, los partidos catalanes se habían comprometido a no dar paso alguno hasta presentar el documento y consideraba, tanto él como Prieto, que con la declaración de la República Catalana el 14 de abril se había cometido una deslealtad. 

La República tenía muchos enemigos y, en sus comienzos, estos venían más por la izquierda que por la derecha monárquica, aún descolocada y sin capacidad de reacción tras el terremoto del 14 de abril. 

Estos coqueteos con la Federación Anarquista Ibérica, la vertiente más activa y violenta del anarquismo, mostraban la realidad de la debilidad del Gobierno Catalán que estaba necesitado de cierta convivencia con el movimiento sindical más importante de España. Los partidos proletarios rezarán a Marx, Stalin o Bakunin, no tenían simpatía alguna por los nacionalismos que se apoyaban en la etnicidad como principal argumento de sus tesis. 

Contra el Estatuto se mostraban reticentes los republicanos radicales de Alejandro Lerroux y los socialistas, ambos eran los partidos con mayor número de diputados en la Cámara, y Manuel Azaña, presidente del Consejo de Ministros, estaba por la labor de, aun mutilando mucho de su texto porque contravenía la base fundamental en la que se iba a sustentar la Constitución, respaldar al catalanismo que tan importante había sido en el advenimiento de la República.

La visión política de Azaña, comprendiendo la necesidad de otorgar una autonomía a Cataluña, contradecía su propia opinión personal sobre los catalanistas. 

En sus diarios, en los que no deja títere con cabeza, es irónico con Macià, aunque no especialmente cruel. Sin embargo, se mofa de la mentalidad catalanista, incluida la del arzobispo de Tarragona, el cardenal Vidal i Barraquer. Este, que fue de los pocos que vistiendo la púrpura “comulgó” con la República, en pleno debate sobre la expulsión de los jesuitas, no veía aquello con malos ojos, si bien, estimaba que se había podido hacer una excepción con los jesuitas de Cataluña porque “eran de otra manera y por supuesto, mejores”.  Azaña decía que “el catalanismo llegaba a extremos muy chistosos”.

Fotografía en primer plano de Lluís Companys de perfil con traje

Companys y Tarradellas 

Tras la muerte de Macià en diciembre de 1933, Companys heredó por defunción la presidencia de la Generalitat. La Sublevación de 1934 acabó con todo el Gobierno Catalán en prisión, siendo liberado con la Amnistía promulgada por el Gobierno del Frente Popular tras la victoria de este en las elecciones de febrero de 1936.

Fue durante la Guerra Civil, iniciada en julio de aquel año, cuando una serie de decisiones y atribuciones asumidas por la Generalitat sacaron de quicio a Manuel Azaña. El caos reinante en las primeras semanas facilitó que Cataluña se hiciera con el orden público, que aún no había recuperado después de 1934. Se creó una Consejería de Defensa con un Ejército Catalán y, durante meses, no se coordinó operación alguna con el Gobierno Central. Esto derivó en el desastre del intento de invasión de Baleares y otros episodios bélicos con escasísimo éxito. Mención aparte merece la famosa columna Durruti que acabó defendiendo edificios en la Ciudad Universitaria.

Todo esto motivaba que la industria bélica no tuviera un esfuerzo centralizado, por lo que cada uno hacía un poco la guerra por su cuenta. Por fin, tras la insistencia de los asesores soviéticos, desesperados ante aquel maremágnum y el ruego de los militares profesionales españoles, como Miaja o Vicente Rojo; en mayo de 1937 se decidió crear un Ejército Popular completamente militarizado que reconstruyera un lógico orden jerárquico y que tuviera las mínimas garantías para defenderse de lo que tenía en frente. 

Esta decisión demostró la debilidad manifiesta de la Generalitat, incapaz de cumplir las premisas del Gobierno Central y con el propio presidente de la República, Manuel Azaña, encerrado en su residencia barcelonesa durante cuatro días sin apenas tener comunicación con el exterior. 

El caos entre julio de 1936 y mayo de 1937 queda recogido en los diarios. En una conversación con Pi i Suñer, alcalde de la Ciudad Condal, Azaña se quejaba de que se habían pasado el Estatuto por el Arc de Triomf . “Que se había usurpado al propio presidente de la República el derecho de indulto, sin privarse de ninguna transgresión, de ninguna invasión de funciones. Asaltaron la frontera, las aduanas, el Banco de España, Montjuic, los cuarteles, el parque, la Telefónica, la Campsa, el puerto, las minas de potasa ¡Para qué enumerar! Crearon la Consejería de Defensa, se pusieron a dirigir la guerra, que fue un modo de impedirla, quisieron conquistar Aragón, decretaron la insensata expedición a Baleares, para construir la Gran Cataluña de Prat de la Riba…”

Azaña con el jefe del Estado Mayor Central, el general Vicente Rojo, durante la Guerra Civil

Tras los hechos de mayo de 1937 que derivaron en una pequeña Guerra Civil en plena Ciudad Condal, el Gobierno privó a la Generalitat del orden público y nombró al general Sebastián Pozas Perea como jefe del Ejército de Cataluña, que no del Ejército Catalán, dependiendo del Estado Mayor Central.

Las palabras de Azaña se van haciendo más groseras con respecto a la Generalitat y, sobre todo, contra Companys. De él dice, refiriéndose a su actitud en la sublevación de 1934: “Procedente de las filas republicanas, Companys no era más catalanista que cualquier catalán, y lo era mucho menos que las personas y los grupos que han hecho de aquella palabra su apellido político. Era republicano, sencillamente. Ni siquiera sabía hablar el catalán lo bastante bien para pronunciar discursos correctos en esa lengua. De su nacionalismo nuca se había oído hablar.”

Desde mayo de 1937 apenas se pueden encontrar palabras amables con Companys y sus correligionarios. Es más, en algunos párrafos se le acusa de estar loco de remate, pero “loco para encerrar”. 

Lo cierto es que la desazón de Azaña con respecto a lo que él consideró una auténtica deslealtad y un prejuicio grave para las posibilidades del Bando Republicano durante la Guerra, le acompañó hasta su prematura muerte en 1940. En el libro “Causas de la Guerra de España” que recoge once artículos escritos por el ya exiliado presidente en Francia, se aprecia esa especial protesta contra el nacionalismo vasco y, sobre todo, contra el catalán. Pero esa es otra historia digna de ser contada…