Final de trayecto
Casi seis años después de la efervescencia soberanista, resulta evidente que el independentismo no ha hecho otra cosa que recibir reveses de las instituciones europeas
La semana pasada, el independentismo catalán encajo un nuevo revés jurídico. En esa ocasión, fue a cuenta del Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) con sede en Luxemburgo, que retiró la inmunidad parlamentaria del expresidente Carles Puigdemont y dos de sus exconsejeros en la Generalitat, Toni Comín y Clara Ponsatí.
La decisión da vía libre al juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, para volver a emitir una orden de detención europea reclamando la entrega a España de los tres políticos independentistas, que permanecen fugados desde octubre de 2017.
Desde que, en el otoño de 2019, se hicieron públicas las sentencias a los líderes del “procés”, las cabezas pensantes del independentismo han basado toda su estrategia en la internacionalización del conflicto. Estaban convencidos --decían--que las instituciones internacionales les darían la razón en todo aquello que el Estado represor se la negaba.
Sin embargo, el tiempo pasa y atempera situaciones. Casi seis años después de la efervescencia soberanista, resulta evidente que el independentismo no ha hecho otra cosa que recibir reveses de las instituciones europeas, tanto políticas como jurídicas.
Así, por ejemplo, el 26 de noviembre de 2020, el Parlamento europeo votó una iniciativa, presentada por la diputada Diana Riba (ERC), que proponía el reconocimiento de la autodeterminación a los territorios que reivindican su identidad nacional diferenciada, como puede ser el caso de Cataluña, Flandes, El País Vasco o el Tirol.
La propuesta fue rechazada por 487 votos en contra, 170 a favor y 37 abstenciones. Es decir, los representantes, de los casi 450 millones de ciudadanos de los 27 estados miembros de la UE, legítimamente escogidos, entendieron que la autodeterminación, o sea, la independencia no tiene cabida en el ámbito comunitario.
Poco tiempo después, el Tribunal Supremo del Reino Unido vetaba el segundo referéndum de independencia de Escocia. Los cinco jueces que componen el Tribunal rechazaron el plebiscito que sería consultivo y sin consecuencias prácticas efectivas en la unidad del Estado. Con esa decisión jurídica, se desmoronaba como un castillo de naipes la “vía escocesa”, principal referente del independentismo catalán en los últimos años.
Ahora, la sentencia del TGUE abre, para el independentismo, una situación tan inédita como sombría. Más allá de las proclamas que puedan hacer los partidos para consumo de su parroquia y con la vista puesta en el 23 J, la realidad es que el movimiento político soberanista cada vez está más tocado y con menos referentes.
De hecho, fue el propio Puigdemont que, tras conocer la sentencia, en una comparecencia ante los medios dijo que recurrirá el fallo ante el Tribunal de Justicia de la UE, “Nada se acaba, al contrario, todo continúa. Presentaremos recuerdo ante el TGUE y defenderemos hasta el final nuestros derechos fundamentales”, y que seguiría trabajando “con el mismo espíritu” que el primer día “para ganar la libertad”. Pero a renglón seguido, Clara Ponsatí pidió acabar con “ficciones” y dejar de “alimentar ilusiones que no se materializarán”. Creo que sobran los comentarios.
La lista de políticos que se han abrasado en la pira dl fuego fatuo procesista es larga. Ahora se ha iniciado la fase del sálvese quien pueda. Por eso y para corroborarlo, Carles Puigdemont y Toni Comín ya han anunciado que no asistirán al pleno del Parlamento europeo que se celebra esta semana en Estrasburgo, por temor a ser detenidos; mientras, Clara Ponsatí se muestra dispuesta a formar un nuevo partido con gente que reactive la independencia. Quizás la exconsejera está pensando en personas como Silvia Orriols, actual alcaldesa ultra de Ripoll.
Si el “procés” fuera un servicio de transporte, podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que ha llegado al final de trayecto, al menos, como lo hemos conocido hasta ahora. Eso no significa, ni de lejos, que el independentismo vaya a dejar de existir, ni mucho menos. Pero la unidad del movimiento es una entelequia; quien más y quien menos intenta ponerse a resguardo y cualquier intento de aglutinar a las fuerzas soberanistas, a día de hoy, está condenado al fracaso; como le ocurrió a Xavier Trias en su intento de concentrar en torno a la alcaldía de Barcelona al soberanismo moderado y pragmático.
Por si todo eso fuera poco, según el barómetro del Centre d'Estudis d'Opinió (CEO) de la Generalitat hecho público en vísperas del inicio de la campaña electoral, el PSC volvería a ganar unas elecciones al Parlament y se impondría claramente en las elecciones al Congreso si se celebrasen ahora.
Pues bien, con ese contexto tan poco esperanzador como telón de fondo, no se entiende la miopía política del sector duro de Junts. Primero, hicieron oídos sordos a las sugerencias de Trias y no negociaron la gobernabilidad de la Diputación de Barcelona con el PSC, aunque con esa actitud han perdido uno de los pocos bastiones de poder que les quedaban.
Después, tras la sentencia del TGUE la candidata de Junts al Congreso, Miriam Noguera dijo que: no se presentan para investir a un presidente español, que les da exactamente lo mismo quién sea. Ya me disculparán el exabrupto, pero hay que ser un auténtico zoquete para no ver las diferencias entre Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo o entre el PSOE y el PP.
A veces pienso que, si no fuera porque el país no se puede permitir perder el tren del progreso y el bienestar ni retroceder en libertades, y la sociedad no se merece semejante correctivo, no iría mal una temporadita de un gobierno con la ultraderecha dentro, para que esos procesistas descerebrados se enteren de lo que vale un peine, --que diría un castizo--. Es decir, sabrían esos hooligans lo que es la represión de Estado y el exilio, pero de verdad, no la performance que vienen representando en los últimos años.
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