Europa y el choque de civilizaciones
Francia es el primer campo de batalla de dos civilizaciones de raíces y valores contrapuestos.
Cuando finalizaba el mundo bipolar surgido tras la Segunda Guerra Mundial, en el que se enfrentaban dos concepciones ideológicas, varios expertos en seguridad internacional trataron de inferir como evolucionarían las amenazas en el futuro reciente.
Samuel Huntington escribió un artículo que posteriormente se publicó como libro en 1996: "El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial". En esta obra, el autor plantea un nuevo escenario tras el colapso del bloque soviético y el fin de la Guerra Fría.
Dejando de lado otras tendencias, como la disputa por los recursos naturales, Huntington esgrimía que los conflictos se basan en diferencias culturales y religiosas entre diferentes civilizaciones, identificando nueve de ellas como principales:
• Civilización Ortodoxa: que abarca los países de Europa del Este y Rusia.
• Civilización Islámica: que se extiende desde el norte de África hasta Oriente Medio y Asia Central.
• Civilización China: que incluye China, Hong Kong, Macao y Taiwán.
• Civilización Hindú: que abarca principalmente India y Nepal.
• Civilización Budista: que engloba países del sureste asiático como Tailandia, Myanmar, Camboya y Sri Lanka.
• Civilización Africana: que comprende la mayoría de los países africanos.
• Civilización Latinoamericana: que incluye América Latina y partes del Caribe.
• Civilización Japonesa: que se refiere a Japón y su cultura única.
Estas divisiones genéricas, muy anglosajonas, adolecen de profundidad, pero, en este caso, la civilización, como unidad fundamental de análisis, demuestra ser más que válida.
Según el autor, el declive del poder de Occidente, la creciente influencia islámica, la importancia de la identidad cultural, la resistencia a la occidentalización y los vínculos entre religión y política serán las causas fundamentales en los conflictos del futuro entre Estados o alianzas.
Lo que Huntington no pudo inferir es la posibilidad del choque civilizacional en las propias fronteras europeas y no entre Estados, sino entre ciudadanos de un mismo país que tienen procedencias distintas.
Basta con dar una vuelta por barrios periféricos de París, Lyon, Burdeos, Nantes o Marsella; por el Bulevar del Midi en Bruselas, por algunos barrios de Róterdam e incluso algunas zonas en Suecia, para darse cuenta de cómo se han transformado los barrios europeos en los últimos años. Se han creado auténticos guetos étnicos, culturales y religiosos, donde la población autóctona ha ido abandonando sus hogares y se ha desplazado a otras áreas. Lugares en los que la Policía evita intervenir y donde las teterías, supermercados y otros comercios apenas cumplen con los estándares mínimos de higiene y salud.
Quien se siente extranjero, incluso habiendo nacido en Europa, desarrolla un fuerte sentimiento de pertenencia al país de sus progenitores o abuelos. Manifiesta un orgullo visceral de ser distinto y un rechazo a los valores culturales europeos que considera dañinos, impuestos y contrarios a sus creencias. Los líderes religiosos más radicales aprovechan esto para fomentar esos sentimientos e imponer un comportamiento amparado por las tesis religiosas más ortodoxas, contrarias a los derechos fundamentales y a las más básicas políticas de igualdad. La situación, sin embargo, no es comparable con la que se vive en España.
España ha recibido inmigración hispanoamericana durante años, y la integración de estos inmigrantes en la sociedad y cultura europea ha sido mucho más exitosa, incluso en la primera generación. Esto no solo ocurre en España, también sucede en aquellos estados europeos en los que viven y trabajan. Las raíces culturales grecorromanas exportadas por España y Portugal siguen muy presentes en la población americana y su integración en Europa, salvando pequeños detalles, se realiza con éxito.
La población marroquí en España no es, ni mucho menos, tan significativa como en otras naciones europeas. Es cierto que ciertas iniciativas políticas de los últimos años han generado fisionomías distintas entre Cataluña y la Comunidad de Madrid. Si en la primera el número de marroquíes comprende, según el Instituto de Estadística de Cataluña, el 18,5% del total de población extranjera en la Comunidad, en el caso de Madrid, este porcentaje, según el Observatorio de Inmigración de la Comunidad, tan solo llega al 8,82%, lo que constituye menos de la mitad. Cataluña será, por tanto, el primer lugar de España donde se ponga a prueba la capacidad de integración de la población extranjera con creencias musulmanas en las próximas generaciones.
La típica ingenuidad europea y el famoso “soft power”, pensando que nuestros valores, cultura y sistema político son exportables al resto del mundo como baluartes de desarrollo, modernidad y progreso, chocan con la realidad vivida en las propias fronteras del viejo continente y esto, nada tiene que ver con la política, sino con la presente realidad.
Francia es presa ahora de los herederos de su colonización pasada. Jóvenes educados en los valores de la democracia liberal, de la libertad y de la justicia social que, sin embargo, se reafirman en las creencias de sus padres y abuelos e, incluso, unos pocos llegan a radicalizarse espoleados por otros pocos líderes religiosos que llaman a la islamización de Occidente.
El problema ya está ahí y no tiene soluciones milagrosas. Quien crea que sí las hay, evidentemente, peca de ingenuo. Lo que está claro es que ni la conmiseración ni la rígida represión son soluciones válidas.
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