El estado de la educación del Estado
Los alumnos saben que repetir es imposible y que si suspenden, el que será llamado al orden será el profesor, no ellos
Esta semana nuestros políticos han recibido el informe PISA con la habitual mezcla de lamentos vacíos, excusas vacías y promesas vacías. Los responsables del desaguisado (que deberían ser colgados por los pulgares y puestos a secar como los salchichones que son) se dan golpes en el pecho y prometen redoblar esfuerzos, lo cual, vista la experiencia de estos años, no supondrá más que redoblar los laberintos administrativos luciferinos, las iniciativas pedagógicas de una estupidez infrahumana y la putrefacción general del sistema.
Digamos, entonces, por una vez, la verdad.
Un profesor cualquiera, en un instituto cualquiera, tiene que lidiar con enemigos formidables de manera insoportablemente cotidiana.
La legislación ya no es legislación, sino un aberrante tutti fruti de normas de distinto rango, a cuál más espantosa, que impiden cosas como explicar contenidos, evaluar al alumno por sus conocimientos, o mantener un espacio mínimo libre de las cambiantes ideologías de turno.
Los alumnos saben que repetir es imposible y que si suspenden, el que será llamado al orden será el profesor, no ellos
El trabajo burocrático del profesor lo ha devorado todo y no se puede ni estornudar en clase sin tener que realizar un informe para orientación, una adaptación curricular individualizada, un informe para los padres, un excel para el jefe de estudios y una felicitación de navidad para la madre del director.
El término “plaga bíblica” se queda corto: el Faraón hubiera pagado a los israelitas, de su propio bolsillo, unas vacaciones en Punta Cana con todos los gastos pagados, si le hubieran obligado a asistir a quince juntas de evaluación cada dos meses, un claustro cada quince días, diez reuniones de coordinación pedagógica a la semana, un sinfín de reuniones de departamento en horarios enloquecidos y tutorías con los padres en horas extralaborales. Cada uno de estos truculentos aquelarres incesantes, requiere papeleo previo y papeleo posterior, así como consignar todo tipo de ítems en programas informáticos que funcionan como el culo de un mono de Borneo.
La “autoridad del profesor” en estos momentos cotiza en algún lugar entre la autoridad de un animador de hotel y la autoridad de un poste de teléfonos. Los alumnos saben que repetir es imposible y que si suspenden, el que será llamado al orden será el profesor, no ellos, bajo cargos de “no saber motivar”, “emplear metodologías anticuadas” o “necesitar reciclaje”.
Los padres, que no entienden nada porque viven en el mundo real, ya no quieren ni asomarse a los documentos enmarañados que produce el sistema, con docenas de criterios de evaluación, ítems competenciales, valoraciones emocionales y proyecciones socio-pedagógicas. Los boletines de notas se han convertido en abismos de una oscuridad jeroglífica desesperante, que podrían ser sustituidos por un simple SMS trimestral que dijera a las familias: “Sin novedad, pasan los meses y todo se hunde”.
El ideal de transmisión de conocimiento ha sido sustituido por la cursilería, el sentimentalismo y las manías asamblearias. El niño no sabe sumar, ni localizar Europa en un mapa de Europa, pero llora por los delfines y por las lesbianas saharauis, y cuanto más llora más se le anima a llorar más, hasta que acaba convertido en un buñuelo de ignorancia y miedos, un inválido intelectual, medicado hasta el infinito, pero eso sí, sabedor de que existen cuerpos equivocados, micromachismos y apocalipsis climáticos.
Un servidor, con experiencia de años en estos cenagales, no cree que el sistema funcione mal: al contrario, funciona como un reloj de precisión y logra una y otra vez su cometido, que no es más que aniquilar todo rastro de pensamiento libre y crítico y crear masas aborregadas de posteadores de Instagram y espectadores de Telecinco. En ese sentido, deberíamos celebrar que el informe PISA nos confirma que vamos por el buen camino.
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