Sant Josep Oriol: luz bondadosa y milagrosa que brilló hace siglos
Nacido en Barcelona el 23 de noviembre de 1650, murió en la misma ciudad el 23 de marzo de 1702. La vida de Sant Jose Oriol fue un cúmulo de tragedias y extraños, cuando no paranormales, sucesos...
Ver los informativos en los últimos tiempos, y especialmente los nacionales, puede provocar en ocasiones el deseo de cortarte las venas con los propios dientes. Sin contar ese “aroma” a Tercera Guerra Mundial que muchos parecen ya oler.
Corrupción, cainismo, violencia, graves atentados ecológicos—no necesariamente los que siempre denuncian ya por vicio o afición en el mundo woke—, el reciente "koldonismo"—que tantas sorpresas promete ofrecernos— y demás canalladas humanas hacen que muchos nos planteemos apostatar de nuestra especie. Quien esto escribe, el primero.
Quizá por eso es necesario, en ocasiones, aunque tengamos que viajar en el tiempo, buscar a alguien, otro ser humano como nosotros, que, al contrario de los muchos—con cargo o sin él— que vemos y escuchamos a diario, nos devuelva las ganas de seguir perteneciendo a la especie humana.
Uno de estos ejemplos de bondad, solidaridad y amor al prójimo fue, sin duda, el sacerdote Josep Oriol.
Nacido en Barcelona el 23 de noviembre de 1650, murió en la misma ciudad el 23 de marzo de 1702. Su vida fue un cúmulo de tragedias y extraños, cuando no paranormales, sucesos.
Hijo menor del matrimonio formado por Joan Oriol y Gertrudis Bugunyá, perdió a su padre teniendo solo un año, así como a sus siete hermanos mayores. Estas muertes se debieron principalmente a la terrible peste que asolaba tierras catalanas a mediados del siglo XVII.
Quedó solo con su madre, de veintiséis años —casó muy joven—, en un sombrío piso de la antigua calle del Cuc, actualmente Mare de Déu del Pilar.
Su madre, intentando sacar adelante a su único hijo vivo, casó con un bondadoso zapatero de nombre Domingo Pujolá, que adoptó a Josep Oriol como si fuera su propio hijo.
Ya desde pequeñito, mientras los demás niños jugaban por la plaza de Las Puelles, antiguo enclave comercial de los templarios—de los que ya hablamos en un artículo anterior— que habían tenido en dicho enclave, puestos de venta de carne y verduras, Josep Oriol parecía ensimismado en rezar fervientemente o entrar en estados místicos. Con solo tres años, le decía a su madre que cuando se encerraba a rezar en su habitación notaba cómo “la fuerza de Dios entraba en su interior”.
A los cinco años tuvo un hermanito, bautizado como Domingo o Dominguet, por el que sentía verdadera pasión.
Es a esa edad cuando, estando en el interior de la iglesia gótica de Santa María del Mar, rezando delante de una imagen de la Virgen, escucha una voz misteriosa que, dulce y a la vez segura, le dice: “Ven, sígueme; te haré pescador de hombres”.
Ese mismo día decidió hacerse sacerdote.
Su padrastro y su madre, contentos con aquella decisión, lo enviaron a estudiar para que más tarde pudiera seguir la carrera religiosa. Se dedicó a estudiar y, en sus ratos libres, intentaba ayudar a su nuevo padre en la zapatería.
A los trece años, la vida le volvió de nuevo a dar la espalda, ya que aquel hombre al que había querido como a un verdadero padre murió tras una breve y cruel enfermedad. Muy poco tiempo después, y mientras Josep Oriol volvía a los habituales retiros místicos en su habitación, cayó gravemente enfermo de los huesos de una pierna.
Los diversos médicos que lo visitaron le recomendaron reposo absoluto, con la sola compañía de su querido hermanito Dominguet. Los médicos no veían esperanza de recuperación, y le dijeron a su madre que casi con toda seguridad quedaría inválido.
Una mañana, sin explicación posible, sintió que sus huesos ya no dolían; se levantó y pudo caminar. Aquello fue considerado por sus vecinos y conocidos como un milagro, el primero de muchos que Josep Oriol protagonizaría.
Pero la vida aún le reservaba un nuevo golpe. El hermanito al que adoraba también murió, y se quedó nuevamente solo con su madre. Josep Oriol ya había anticipado la inesperada y prematura muerte de Dominguet. A partir de entonces, se ordenó sacerdote.
Tras obtener el grado de doctor en Teología, dedicó su vida a ayudar a los demás, y principalmente a practicar extrañas curaciones que no tenían explicación posible, así como a estudiar la vida de los antiguos eremitas del desierto y, principalmente, la de María Magdalena, quien, pese a no ser reconocida en su tiempo por una vida ‘ejemplar’ y eremítica, generó controversia que persiste hasta hoy.
Aunque se cree que desde muy pequeño tuvo premoniciones y experimentaba estados de “felicidad mística”, fue a partir de su ordenación el 30 de mayo de 1676, cuando su vida tomó un giro ‘paranormal’. Se cuenta que personas sanaban solo con ser tocadas por él. Vivió dedicado a cuidar de su madre enferma hasta su muerte, momento en el cual decidió entregarse completamente al servicio de los demás.
Inició su labor como ‘sanador milagroso’, que alcanzaría su apogeo en los últimos años de su vida. Comenzaba tratando las dolencias con agua bendecida por él y, frecuentemente, imponiendo sus manos sobre los enfermos, marcando con ellas la señal de la cruz.
Las curaciones inexplicables se multiplicaron hasta el punto de que, en las puertas de la iglesia gótica de Santa María del Pi, se formaban grandes colas de gente que venía de lugares lejanos a ser curada por aquel hombre que llevaba años alimentándose principalmente de pan y agua, razón por la cual empezó a ser conocido cariñosamente como “Doctor Pan y Agua”.
Desde infecciones graves hasta presuntas cegueras fueron curadas por el sacerdote. Uno de los casos más notorios fue la curación de la esposa de un pescador, quien acudió a él totalmente ciega y recuperó la visión tras su visita a la iglesia del Pi. Otro caso sin explicación médica fue la recuperación de un joven que sufría de una gravísima gangrena en la pierna, la cual sanó después de que el santo rezara por él y le impusiera las manos. También se documentaron casos de personas sordas que recobraron la audición tras escuchar la voz del santo.
Curiosamente, la mayoría de las curaciones paranormales o milagrosas se realizaban después de las tres de la tarde. Su generosidad era tal que, tras dar todo lo que poseía a los pobres, se vio obligado a mudarse a un pequeño y oscuro cuarto en el callejón de las Flors, donde solo dormía un par de horas sobre el suelo, dedicando el resto del tiempo a la oración, la ayuda desinteresada a los demás y a realizar algún que otro viaje por razones espirituales.
Estando en Marsella durante su época de peregrino, comenzó a sentirse mal, por lo que decidió regresar a Barcelona por mar en un barco propiedad de un experimentado capitán de Blanes. Durante la travesía, se desató una inesperada tempestad que asustó a todo el pasaje. El santo, sin inmutarse, comenzó a levitar y, de pronto, viendo el temor de la gente embarcada, conjuró al mar y al viento. Inmediatamente, y de forma casi milagrosa, una calma sorprendentemente serena se adueñó del mar. El capitán del navío y el santo conservarían una buena amistad durante años.
Se dice que, algún tiempo antes, en un viaje a Roma, se encontró con que un conocido suyo debía pagar una comida en la posada en que se encontraban y no tenía dinero. Ante la agresividad del hostelero, el santo cogió un rábano, lo cortó en pequeñas rodajas y, con el poder de su mente y una oración, aquellos trozos de verdura se convirtieron en monedas ante los asombrados ojos de los presentes. Dejamos a criterio de cada quien creerlo o no.
Aunque se destaca posiblemente su facultad paranormal más famosa, junto a las curaciones, por la gran cantidad de bilocaciones atestiguadas por mucha gente. Se le veía en distintas iglesias dando o escuchando misa, o bien estar sentado en dos lugares distantes casi cuarenta km al mismo tiempo. El caso más conocido fue, siendo beneficiario de Santa María del Pi, donde realizó la mayor parte de sus milagros, cuando una soleada mañana el poderoso Marqués de Barberá, que iba en su carroza acompañada de sus lacayos hacia Mataró, se encontró al santo justo a la puerta de la iglesia de Santa Anna de Barcelona.
Al preguntarle adónde iba, Josep Oriol le dijo que se dirigía también a Mataró, situada por aquel entonces a unas ocho horas de viaje si se hacía a pie, como él normalmente viajaba. El aristócrata lo invitó a subir y llevarlo más cómodamente, a lo que gentilmente se negó el sacerdote. Cuando el marqués llegó pocas horas después a la capital del Maresme, se encontró que el santo ya estaba cómodamente sentado, leyendo y rezando junto a una cruz que había en aquel término.
Igual sucedió en otras ocasiones cuando se le veía al mismo tiempo en el convento de los carmelitas de la Villa de Gracia —más tarde barrio de Barcelona— y en su iglesia de Santa María del Pi o en Sant Felip Neri, a unas dos horas de camino. En una ocasión, el también sacerdote Pere Llagostera, extrañado por lo que se comentaba, quiso verificar cuánto tiempo tardaba en desplazarse desde dicho convento hasta su habitual iglesia del Pi. Quedó asombrado al saber, mediante otras personas que le ayudaron en la comprobación, que en apenas 15 minutos se le había podido observar en ambos lugares: ¿teleportación?
Aseguraban algunos fieles que en ocasiones, cuando celebraba la Santa Misa, no solo levitaba, algo que ya parecía ser habitual y que se achacaba a la “gracia de Dios”, sino que su rostro se transformaba, llenándose su cara de un color rojo desde el cual emanaba una extraña y dulce energía. Durante los últimos diez años de su vida, las premoniciones se multiplicaron, atribuyéndolas todas a simples mensajes de Dios a sus hijos. La última premonición fue la de su propia muerte. Sabiendo que iba a morir y la fecha exacta, se retiró a un humilde cuarto, entonces en la calle Daguería.
Allí, acostado y cantando en voz baja a la Virgen, falleció de apoplejía, pero gozoso, un frío y lluvioso día de marzo de 1702. El día del óbito, al escuchar sus fieles cómo la campana de Santa María del Pi repicaba a muerte en plena noche, y enterarse de que quien había fallecido era su amado sacerdote, cientos de personas se dirigieron a donde se encontraba el cadáver para tocar sus pies, sus ropas y, principalmente, sus manos, que tantas curaciones milagrosas habían realizado a lo largo de los años.
Según relata Tomás Vergés, una de las máximas autoridades desde el punto de vista ortodoxo sobre Josep Oriol, tras ser enterrado, los milagros y las extrañas curaciones siguieron ocurriendo entre las personas que acudían a su sepultura, situada en su estimada iglesia de Santa María del Pi.
Es importante notar que la Iglesia no siempre vio con buenos ojos al santo varón, debido tanto a sus extrañas facultades paranormales como a su obsesión por darlo todo a los pobres—y criticar en ocasiones las ostentaciones de algunos religiosos—, las autoridades religiosas mantuvieron algunas sospechas sobre él.
Se negaba a llevar dinero encima si podía evitarlo y solía referirse a las monedas como “pequeños diablillos”, entregándolas, cuando las tenía, bondadosamente a los más necesitados, aunque él no tuviera para comer y siguiera alimentándose principalmente de pan, agua y, en ocasiones, de algunas verduras y hierbas que recogía en Montjuic y las huertas de San Beltrán.
Aquella gran generosidad—no muy común entre los religiosos de entonces ni tampoco entre muchos de los actuales— hacia los pobres aumentó las sospechas y malas consideraciones entre sus superiores e incluso compañeros.
Una “mala fama” que además se incrementó debido a su amistad personal con el bondadoso Oleguer de Montserrat, fundador del oratorio de San Felipe Neri, edificio al que Josep Oriol estuvo muy vinculado toda su vida.
Oleguer fue apresado y encarcelado por la Inquisición el 10 de diciembre de 1674, acusado de posible herejía teológica y, principalmente, de quietismo, un movimiento místico y heterodoxo cristiano originado ese mismo siglo por el místico turolense Miguel de Molinos (1628-1696). Se cree que la intervención de Josep Oriol fue crucial para salvar la libertad y quizá la vida de Oleguer de Montserrat, que más tarde sería nombrado obispo de Urgel.
Oriol, beatificado en 1806 por el papa Pío VII, fue canonizado en 1909 por el pontífice Pío X. Es el santo más venerado en la ciudad de Barcelona, y muchos catalanes llevan su nombre.
Incluso alguien tan poco religioso como el autor de estas líneas, ante el materialismo actual y los malos ejemplos observados frecuentemente, se siente inspirado al visitar el templo de Santa María del Pi, donde Oriol realizó su labor, milagros y caridad y, frente a la capilla que lleva su nombre—profanada en 1936—, reflexiona sobre el valor de la humanidad ante la existencia de personas como Josep Oriol.
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