Montaje en color sepia de Jacint Verdaguer con símbolos de ocultismo
OPINIÓN

La otra cara de Mossèn Cinto Verdaguer: entre Dios, la poesía y el Diablo

Existe una vertiente menos conocida que parece quererse obviar al hablar de Verdaguer: su obsesión por el Diablo

Mucho se ha escrito sobre el más grande poeta catalán de todos los tiempos y referente de la literatura española no castellana. Su poema sobre la Atlántida, del que Martí Manet dijo que tenía sus orígenes en la mitología griega y en los mitos celtas, y sus cánticas patrióticas a la hispanidad de América, han hecho de este sacerdote (1845-1902) un referente de la poesía mística, patriótica y religiosa. Pero existe una vertiente menos conocida que parece quererse obviar al hablar de Verdaguer: su obsesión por el Diablo, incluso por lo esotérico y oculto en general.

Nació en Folgueroles (Barcelona) en una familia de ocho hermanos, de los que sobrevivieron solo tres, e ingresó muy joven en el seminario. Su vida se vio enriquecida por diversos viajes desde 1874 a las colonias de América como capellán de la compañía Trasatlántica, propiedad de su protector, el Marqués de Comillas, Antonio López, polémico empresario y gran mecenas. Cabe destacar que la estatua de López en Barcelona fue retirada hace pocos años tras protestas de grupos e instituciones de izquierdas, que lo señalaban como esclavista. Durante esos años, y mientras observaba embelesado las azules aguas atlánticas, fue madurando su poema épico: La Atlántida.

Jacint Verdaguer de joven con una expresión seria y vestido elegante

Siendo aún seminarista, el sacerdote ya solía pensar en el demonio en exceso, aunque en su madurez esa tendencia iría a más. Así, en su inacabado poema sobre Cristóbal Colón, hace que el Maligno aterrorice al navegante para intentar que este no llegue a descubrir el nuevo continente.

Su primer destino como párroco fue en la pequeña localidad de Vinyoles (Osona), donde, siendo joven, plantó un laurel, aún existente, que tiene fama de milagrero. En ocasiones, incondicionales de Verdaguer que acuden a su primera parroquia, se han llevado pequeños trozos de dicho árbol para injertar o como reliquia milagrera.

La vida del “mossèn-poeta” continúa entre misas y lecturas de los clásicos y la mitología, viajes, prácticas de montañismo, y algunas plácidas estancias en el palacio de Pedralbes, verdadera enciclopedia esotérica hecha en piedra, obra de otro genio amante de lo esotérico, Antoni Gaudí, con el que mantuvo buenas relaciones.

Por extrañas circunstancias y tras escribir sus dos grandes poemas, la ya citada Atlántida (1876) y El Canigó (1886), Verdaguer decide viajar a Tierra Santa (1886). Poco se conoce realmente sobre lo que ocurrió en el bíblico lugar, aunque a su regreso el sacerdote había cambiado radicalmente.

Parece ser que en algún momento de su viaje se arrepintió de su vida, la cual había sido más bien ostentosa en algún momento, y decidió radicalizarse en la pobreza y en llevar una vida más mística. Por lo cual, sus objetivos religiosos cambian sustancialmente. Aseguran algunos estudiosos que se propuso imitar en casi todo a san Francisco de Asís, un santo que incluso estuvo a punto de ser quemado por hereje por la propia Iglesia.

Sus poesías míticas y patrióticas, llenas de luz, dejan paso a una obsesión por lo devoto, por un temor exagerado a Dios, y, lo peor, a una creciente obsesión por el “antiDios”, por el Diablo y todo lo relacionado con él.

El escritor Milá Rodríguez dirá de él: “Creía que la muerte y el infierno habitaban en el desgraciado mundo de finales del siglo XIX, y no había instrumentos para combatirlo.” Por aquellos años entra en contacto con el sacerdote Joaquín Piñol, de quien queda fuertemente impresionado, hasta el punto de decirle en una ocasión a su joven amigo, y también sacerdote Joan Güell, “Si algún día yo enfermara, ve a buscar a este sacerdote, que es mi médico y maestro”.

El padre Piñol, que ejercería una nefasta influencia sobre el gran poeta, era a su vez discípulo del beatificado y ascético carmelita leridano Francisco Palau Quer (1811-1872), exorcista en diversas ocasiones de la ciudad de Barcelona a mediados del siglo XIX, y uno de los últimos fundadores de eremitorios—él mismo había sido eremita en tierras leridanas y en la balear isla de Es Vedrà— en los alrededores de la Ciudad Condal, concretamente en la zona de Vallcarca.

El padre Piñol ya había practicado con regularidad exorcismos en una parroquia de Vilanova i la Geltrú, de donde fue trasladado a Barcelona. Al llegar a la capital catalana, reunió a un pequeño grupo de católicos ultraconservadores y fundó la Casa de la Oración, en el número 7 de la recoleta calle de Mirallers, detrás de la impresionante iglesia medieval de Santa María del Mar. Lo que en un principio debía ser un centro de oración y estudios religiosos, pasó inmediatamente a convertirse en un local dedicado a la lucha contra el Diablo y a todo tipo de exorcismos.

En una ocasión que Piñol estaba realizando un exorcismo a una mujer, aseguró que la poseída, por boca del demonio, le dijo “Jamás tú podrás echarme de este cuerpo”, a lo que el fanático sacerdote le preguntó: “Pues quién puede hacerlo”, siendo la tajante contestación del Maligno: “Solo el Verdagueret puede conmigo”, razón por la cual, Piñol acudió al sacerdote-poeta para pedirle que fuera él quien realizara aquel exorcismo. Este sería el primero de muchos de los realizados por el insigne Verdaguer.

Mossèn Cinto se dejó influenciar totalmente por Piñol, y este a su vez por el fanatismo del beato Palau. Su principal enemigo entre todos los demonios era Asmodeo, de quien creían, tenía un especial interés en atormentar a los sacerdotes, y cuya mejor defensa era invocar con toda la fe al arcángel San Rafael.

Imagen en blanco y negro de Jacint Verdaguer con un sombrero y un cuadro de fondo

El gran local donde se realizan los exorcismos es reformado para que quepa más gente, pues acuden de todos los lugares de Cataluña, e incluso de otros lugares de España, y según algunos, del sur de Francia.

Se derriban paredes y se consigue una inmensa sala en la que al fondo se encuentra un curioso altar, y a derecha e izquierda de este, se colocan los “poseídos”, mientras los preocupados parientes deben situarse en el fondo de la gran sala.

Según escritos dejados por el joven sacerdote de apellido Güell, que fue testigo, y en algún caso partícipe de varias de aquellas ceremonias, algunos casos eran solamente simples ataques de histeria, aunque en diversas ocasiones se dieron todo tipo de fenómenos paranormales que llenaron de pavor a los asistentes. Supuestas xenoglosias (hablar diferentes lenguas que se desconocen), cambios de personalidad, repentinas bajadas de temperatura (termogénesis), extraños golpes en las paredes (“raps” o tiptología, en el argot parapsicológico).

El caso más terrible que se conoce y del que hay constancia fue el de la joven de 19 años, María Sarriá, quien, tras sufrir crisis con abundantes blasfemias y coprolalias y graves convulsiones, escupía por la boca vidrios y alfileres, los cuales fueron entregados al obispado de Barcelona.

En su obsesión demoníaca, Verdaguer aseguró en una cena con una aristocrática familia barcelonesa que él mismo había sido testigo de cómo el alma de un hombre que se negó a recibir los Santos Óleos antes de morir había penetrado en el cuerpo de un diabólico gato negro. Aquel comentario logró que la hija menor de la noble familia de Comillas tuviera de por vida fobia y temor a los pobres y cariñosos felinos, por considerarlos de forma patológica “siervos del diablo”.

Los multitudinarios exorcismos que realizaban Verdaguer, Piñol y en ocasiones el padre Güell, llegaron a oídos de las autoridades eclesiásticas, que los llamaron para dar explicaciones. Piñol llevaba colgado un extraño amuleto de madera en forma de cruz para combatir a los demonios, y sus superiores le ordenaron que se lo sacara, y le prohibieron decir misa hasta que se desprendiera de dicho objeto y dejara los exorcismos. A Verdaguer lo mandaron, en lo que él mismo calificó de “exilio”, al lejano santuario mariano de La Gleva (Osona), para intentar alejarlo de las malas influencias de Piñol y sus obsesiones demoníacas. El tercer religioso, Güell, tras entregar al obispado lo que él creía “pruebas” de las posesiones demoníacas —curiosamente desaparecieron de forma misteriosa y nunca más se supo de ellas—, solamente fue severamente amonestado.

La Iglesia ordenó desmantelar la sala de exorcismos el 23 de marzo de 1893; aunque un grupo de prosélitos de los tres exorcistas continuaron su labor en la capilla Francesa de Barcelona, incluso años después de la muerte de Verdaguer y Piñol.

Tras cumplir su “destierro” en el lejano santuario de la Gleva, Verdaguer continuó con sus obsesiones, pero de forma más hermética y críptica, y así se decantó por el espiritismo—muy de moda en esos tiempos— que le permitía, según él, guiar a los espíritus y almas en pena que buscaban a Dios y huían del Maligno.

Parece ser que fue en 1895 cuando el poeta conoció a una atractiva viuda que aseguraba ser médium, de nombre Deseada Martínez Guerrero, y que vivía en un piso mísero de la calle Botella, con tres hijos. En un asunto lleno de interrogantes y dudas –cuándo no de ocultaciones–, el sacerdote parece que pidió prestados a su amigo, el padre Güell, una gran cantidad de dinero, con la excusa de no permitir que un lugar “sagrado” cayera en manos de los masones, a los que al parecer el sacerdote veía, de una forma casi obsesiva, como una especie de siervos de diablo, al igual que muchos colegas suyos entonces y algunos todavía hoy. Dicho dinero –unos 300 duros de aquellos tiempos, según algunos– fueron a parar, así como gran parte de los derechos de autor del literato, a manos de la “médium”, que con ello adquirió otro piso de mayor categoría en la Ronda San Antonio y empezó a vestir como una señora acaudalada y visitar las mejores tiendas de ropa y alimentos. Lógicamente, esta relación entre el cura y la todavía joven viuda dio bastante que hablar.

Cuando Verdaguer falleció el 10 de junio de 1902 en Vallvidrera, un lugar curiosamente asociado con eremitas y místicos, seguía profundamente obsesionado con el Diablo y las posesiones, un reflejo de la dualidad que marcó su existencia: por un lado, el afable y renombrado literato, y por otro, el cura en ocasiones ultraconservador, consumido por una fascinación oscura hacia lo oculto y las fuerzas tenebrosas. 

La vida de Verdaguer, atrapada entre el esplendor de la poesía y las sombras de lo desconocido, nos interpela sobre la naturaleza de nuestras propias obsesiones y creencias, y cómo estas pueden forjar no solo nuestra identidad, sino también el legado que dejamos. ¿Será verdad que todos mantenemos una batalla interior entre nuestras luces y sombras?

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