Nacionalismo, racismo y el callejero de Barcelona
Pompeu Gener se adentró por territorios del republicanismo federalista y abrazó con entusiasmo la revolución de 1868
En el barrio de la Barceloneta hay una plaza moderna, rectangular, con un arco de entrada en cuyo dintel puede leerse “LA MÁQUINA TERRESTRE Y MARÍTIMA”, extinta empresa metalúrgica que ubicaba allí sus talleres y que recuerda un pasado de esplendor industrial de la Ciudad Condal, hoy convertida en una especie de Parque de Atracciones de paella recalentada, sangría de tirantes y chancleta; y aglomeraciones sobre todo lo destacable y visible.
La plaza es un lugar de paso sombreado por múltiples árboles que alivian los rigores del verano. Sin embargo, no es su apariencia, estructura o pasado lo que llama la atención, sino el nombre de la misma que, a buen seguro, pasa desapercibido a los despistados viandantes.
Pompeu Gener fue uno de los catalanistas históricos, de los de primera hora. Como Valentí Almirall, se adentró por territorios del republicanismo federalista y abrazó con entusiasmo la revolución de 1868. Fue uno de los jóvenes del Centro Catalán y toda esa corriente que siguió a la reivindicación cultural de la lengua catalana tras los Juegos Florales de 1859.
Los nacionalismos son movimientos decimonónicos que surgen como evolución del romanticismo. El catalán no difiere de otros, sean centrífugos o irredentistas, que sucumben ante una razón mayor y que está por encima de cualquier otro factor. La razón étnica, la raza, la diferenciación que hace que la pertenencia a un grupo étnico —independientemente de las características físicas— determinen unas aspiraciones, una forma de ser, predisposición al trabajo o entrega a la pereza y la apatía.
Sería injusto dejarnos llevar por el presentismo cuando, al leer las teorías nacionalistas de principios del siglo XX, nos sobrecogemos por la alegría en la que las referencias a la raza se anteponen como principal razón de los males de España. Podría ser tramposo escandalizarse teniendo la ventaja de conocer lo que esas teorías hicieron en Europa y las masacres que en su nombre se cometieron; llevando a auténticos intentos de genocidio de etnias o razas específicas.
Pompeu Gener fue uno de esos teóricos, no el único, pues fueron muchos los que citaron y desarrollaron teorías para intentar demostrar que la raza catalana era superior a la castellana.
Fue 1898 y el desastre ultramarino el que dio vigor a estos pseudocientíficos. Cataluña, enriquecida por ser baluarte hispano de la revolución industrial, veía al resto de España como una rémora pesada, decadente, atrasada y contraria al espíritu europeo. El catalanismo, residual antes de la pérdida de los últimos territorios americanos, era un movimiento de poca relevancia, reservado para románticos y jóvenes universitarios de buena familia, con el entusiasmo que proporciona la energía de los que acaban de dejar atrás la mocedad. El puerto de Barcelona, a partir de 1895, se convirtió en un centro de despedidas entusiastas para los miles de muchachos que marchaban hacia Cuba a defender el honor patrio. La burguesía catalana tenía en aquel territorio muchos intereses, incluido un mercado cautivo engordado por el cansino proteccionismo español que siempre benefició a los comerciantes de barretina y que disgustaba, mucho, al otro lado del Atlántico
A los barcos subían eminentes señoras de la alta sociedad a repartir tabaco a los héroes de futuro incierto, otras regalaban crucifijos o medallas de la virgen de turno; los jóvenes universitarios aplaudían y jaleaban a aquellos delgados muchachos que no disponían de las 2.000 pesetas que permitían redimir el servicio militar. Ninguno de los universitarios que, poco tiempo después, criticaron desenfrenadamente la incapacidad del Ejército para defender los últimos territorios de ultramar, vistieron el ralladillo, se enfrentaron a la dureza de las enfermedades endémicas que acabaron con más de 40.000 españoles, a los mambises y, en última instancia, a las tropas norteamericanas. Al contrario, permanecieron en sus casas, siguieron con sus vidas y heredaron, muchos de ellos, los florecientes negocios de sus padres.
La vida era así, en Cataluña, el resto de España y la avanzada Europa. Las clases sociales eran rígidas, impermeables y había pocas posibilidades de romper el destino que el nacimiento asignaba.
Los sentimientos patrióticos, frustrados por la pérdida de intereses, evolucionaron hacia el desencanto. Si España no nos sirve, ¿por qué seguir en ella? —porque sigue siendo la base de nuestro mercado—, entonces, ¿Qué podemos hacer para diferenciarnos? Seguir compartiendo Estado, pero teniendo un autogobierno que permita gestionar nuestra riqueza. Bienvenidos al nacionalismo económico.
Los que han dejado caer sus párpados por estos artículos ya han leído sobre algunos de los personajes ilustres del catalanismo que trataron de justificar las diferencias, como el diámetro de los cráneos del doctor Robert. Pero Pompeu, o Pompeyo como aparece en todas sus publicaciones contemporáneas, iba un poco más allá. En su libro, Cosas de España, escrito en 1903, justo en el periodo al que hacemos referencia, no oculta su admiración por las razas superiores que considera se afincan en el centro de Europa.
El libro entero es una alegoría a la raza y un desprecio al mestizaje castellano. Tras teorizar sobre el nacionalismo, del que no oculta su base étnica, como no lo hacemos nosotros, se sumerge en una orgía de supremacismo con lindezas como estas:
Pág. 19 «Vamos dudando hace ya algún tiempo que la mayoría de España sea capaz del progreso a la moderna: Solo en las provincias del Norte y del Nordeste hemos visto verdaderos elementos, en la raza, y en la organización del país, que permitan esperar el desarrollo de una cultura como de las naciones indogermánicas de origen. En el Centro y en el Sur, exceptuando varias individualidades, hemos notado, que, por desgracia, predomina demasiado el elemento semítico, y más aún el pre-semítico y el bereber con todas sus cualidades: la morosidad, la mala administración, el desprecio del tiempo y de la vida, el caciquismo, la hipérbole en todo, la dureza y la falta de medios tonos en la expresión, la adoración del verbo».
Pág. 20 y 21 «Rusia tiene Mongoles y Hugrofineses, Grecia, Eslavos, Semitas, Turcos; etc., etc.; más en la primera prepondera y marcha a la cabeza de la nación el elemento Eslavo, y sus manifestaciones son las más apreciadas: en la segunda el Helénico, y es el que rige los designios de la patria. Pero aquí es todo lo contrario. España mira hacia abajo. Lo que aquí priva son las degeneraciones de los elementos inferiores importados de Asia y del África. Ellos son los que predominan, ellos los indispensables para ocupar los puestos elevados, para formar parte de una aristocracia política y literaria que las más de las veces solo lo es de la inferioridad. Se diría que, al echar a los Moros, los Astures y los Castellanos viejos a medida que avanzaban iban siendo presa del espíritu africano. Los sarracenos perdían terreno, pero ganaban influencia. Así, Castilla la Nueva se sobrepuso a la vieja, y a Castilla Andalucía, y a Andalucía el elemento moro-agitanado, y este a toda España. Nosotros que somos Arioindos, de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores, ni la de diferenciarnos de tales mayorías, en ser heresiarcas ante tal ortodoxia, aun a riesgo de que se nos tache de malos patriotas, pues entendemos la patria en el sentido en que la entendieron Homero, Eskilo y Aristófanes, es decir, en el sentido de raza y de cultura superior».
Ahorraré al lector más citas entre las más de 350 páginas del volumen que describe el nacionalismo en términos de raza, etnia y la superioridad de unas sobre otras. La atribución de pertenencia de los catalanes y mallorquines a la raza aria, significación física de la estirpe moderna de la cultura europea del momento, sirve a Pompeu de contramedida de las influencias asiáticas y africanas de los castellanos.
Evidentemente, todas estas trasnochadas teorías, aplaudidas en su momento por unos y que provocaban escándalo en otros, sobre todo en los considerados como inferiores; no pueden mirarse con las gafas del siglo XXI. No obstante, el presentismo se ha empleado con escandalosa recurrencia a la hora de modificar el callejero y Barcelona ha sido ejemplo de ello. Es curioso cómo, en ocasiones, se condenan actos pasados con la visión de hoy y otros tratan de justificarse por la contextualización del momento en que se produjeron.
El señor Pompeu murió en 1920, cuando teorías como la suya comenzaban a radicalizarse en Europa en el mayor auge de los nacionalismos. La raza siguió siendo razón de estudio e, incluso, se recurrió a la eugenesia para hacerla más pura. No hay que irse a la Alemania adornada por esvásticas para ello; en la misma Cataluña se dieron varias conferencias al respecto durante el periodo republicano. De raza hablaron todos los contemporáneos de los años 30, independientemente de las ideologías. Macià continuó haciendo gala de la raza catalana y los nacionalistas españoles evocaban las virtudes de la hispana.
Tratar de influir en el lector es insultar su inteligencia y para eso ya están quienes repiten dogmas a diario con una prevalencia tal, que solo demuestran que consideran al ciudadano medio como un ser infantilizado capaz de creer cualquier patraña solo por el hecho de escucharla 100 veces. Lo que si me atrevo a preguntar es si consideran ustedes que, con los parámetros que se han tenido en cuenta a la hora de modificar cambios de calles o plazas, ¿Merece una plaza el nombre de Pompeu Gener teniendo en cuenta que hoy día Cataluña está repleta de Garcías, Rodríguez, Fernández y Martínez, pre-semitas, semitas y bereberes que hablan la lengua que oficializó otro Pompeu?
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