El día que Macià se fue de la política, pero volvió
Macià se quejaba de la división, no solo en el seno de la política española, también en el de los partidos catalanes
1914 fue un año especialmente difícil para Europa. El 28 de junio, en la ciudad de Sarajevo, se perpetró el asesinato del heredero Francisco Fernando. Fue un nacionalista serbio, con tan solo 19 años, el que realizó los disparos que convirtieron el Continente en una bola de sangre y fuego.
España se mantuvo neutral. Las razones podían ser muchas, pero, entre ellas, estaban la incapacidad económica, tecnológica y militar para poder participar en aquel despropósito.
La guerra tuvo un beneficio para las empresas españolas que se permitían la venta de materias primas y productos manufacturados a las potencias en litigio a un precio excelente. Sin embargo, eso produjo carestía dentro de las fronteras nacionales con la consiguiente inflación que terminó reventando en la triple crisis de 1917.
El régimen de la restauración navegaba en una inacabable crisis política. Los partidos dinásticos, otrora fácilmente reconocibles y con liderazgos incuestionables; se dirimían en disyuntivas internas, con facciones que luchaban entre ellas, debilitando el sistema y las propias formaciones políticas.
El 25 de noviembre de 1915, dentro de las reformas que precisaba en Ejército, se propuso la creación de un Estado Mayor Central a lo que el diputado Francesc Macià mostró su conformidad, aunque ofreció discrepancias en cuanto al modo que había diseñado el conde de Serrallo, ministro de la Guerra del primer Gobierno del conservador Eduardo Dato.
Macià, haciendo alarde de sus conocimientos técnicos obtenidos durante tres décadas de permanencia en el Ejército, desplegó una serie de comparaciones con otras naciones para denunciar la falta de una doctrina específica en las filas hispanas: “Aquí no hay doctrina, aquí no hay método, ni hay nada; y el Ejército que no tiene doctrina, es Ejército que no obtendrá nunca la victoria”. Las críticas del político catalán fueron alcanzando tonos de dramatismo, acusando al Gobierno de exceso de optimismo y de no tener una política internacional clara.
Girando su intervención, se refirió a las responsabilidades del desastre del 98 y citó al almirante Cervera, al que calificó de ilustre. Tras ello, anunció su renuncia al acta de diputado porque “no quiero que me alcancen las responsabilidades de lo que estoy viendo; porque no quiero compartir la responsabilidad de que por las torpezas, las concupiscencias de muchos y la impotencia de todos, se nos lleve a otro fracaso como el de entonces”.
Macià se quejaba de la división, no solo en el seno de la política española, también en el de los partidos catalanes. Su discurso fue cobrando cotas de victimización, de honorabilidad, de actitud noble e incorrupta. Aludía a “las reivindicaciones de Cataluña, que si imitasen otras provincias podrán traer la salvación de España, que es lo que todos deseamos”.
“Me voy, pues, a mi casa con la conciencia tranquila. Cuando tomo una resolución no hay nada en el mundo que me haga retroceder. ¡Yo deseo que Dios ilumine al Parlamento, que Dios ayude a la pobre España! Me voy casi convencido, después de muchos casos que he visto, que solo Dios puede remediarlo; que no hay ninguna fuerza humana que pueda salvar España”.
A pesar de las palabras de cariño y afecto de diputados de todas las tendencias políticas, agradecidas en la última intervención del político catalán, este se reafirmaba en que cuando tomaba una resolución meditada nunca cambiaba de opinión.
Francesc Macià, Francisco Maciá en las Cortes y en su correspondencia personal en aquel momento; se dirigió al pueblo de sus padres, capital del distrito del que era diputado, Borges Blanques. El 7 de diciembre fue recibido en la estación por una multitud que lo arropó en su camino al balcón en el que pronunciaría un discurso. Fue acompañado por la banda de música hasta llegar a las inmediaciones del Ayuntamiento.
Casi toda la población formó parte del desfile de homenaje a su diputado, a pesar de tratarse de un martes cualquiera. El baño de masas enaltecía al catalán que se iba a acostumbrando a ser tratado como un auténtico héroe. Su fama de Quijote, de honorable, de testarudo en la verdad y vehemente en lo correcto; le acompañaría ya hasta el final de sus días.
Desafortunadamente, nadie iba tras él sujetando su corona de laurel y susurrándole al oído que solo era un hombre, como hacían en el carro de los generales romanos cuando celebraban el Triunfo en la ciudad eterna.
Lo cierto, y siento aguarles lo épico y romántico de la decisión de nuestro protagonista de hoy, es que su decisión no duró tanto como pueden ustedes imaginar. Macià se volvió a presentar por el mismo distrito a las elecciones a Cortes del 2 de abril de 1916, tan solo cuatro meses después de su irrevocable decisión.
Seguro que influyó en su “cambio de opinión” el apoyo popular mostrado, no solo en las comarcas que defendía, sino también en toda Cataluña. Fue elegido, de nuevo, diputado por Borges Blanques con una aplastante mayoría de 6756 votos contra 1047 del candidato jaimista y único rival de Macià, el periodista y escritor carlista, Domingo Ciricí Ventalló, quien, además, falleció al año siguiente, a pesar de ser veinte años más joven que el antiguo teniente coronel.
Macià, como siempre hasta 1918, no pertenecía a ningún partido político y su presentación era como “independiente”.
La historia nos demuestra, una vez más, que pocas cosas hay irrevocables y que la victimización es una excelente herramienta política tan vieja como el propio arte de la oratoria. Cansado, tal vez, de las interminables sesiones en Cortes, en diciembre de ese año, 1916, se desplazó al frente francés para escribir una serie de artículos por encargo del Diario La Publicidad, pero esa es otra historia digna de ser contada…
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