Muchos españoles andamos cortos de civismo político
Soy de los que piensa, quizá sea la edad, que la política y la educación no tienen —ni deben— estar reñidas
El mediodía del pasado 19 de junio me dirigía por la calle Muntaner, transportín en mano, dirección al veterinario para una revisión, chip y primeras vacunas de dos de mis nuevos gatos. Al llegar a la altura de Consejo de Ciento observé como en dirección contraria, pero por la misma acera bajaba un trajeado, taciturno y muy moreno Artur Mas, seguido de dos personas que, imagino, eran su escolta.
De pronto vi cómo una mujer sesentona, al cruzarse con él, lo increpaba, para terminar con un “garboso” corte de manga ante la indiferencia del pensativo político independentista y la mirada un tanto atravesada de sus escoltas. Dándose la casualidad de que conozco a dicha mujer desde hace muchos años, y hay cierta confianza, no pude más que recriminarle su comportamiento.
No precisamente porque me caiga bien el ex M.H.P. (¡ni mucho menos, todo lo contrario!), pero soy de los que piensa, quizá sea la edad, que la política y la educación no tienen —ni deben— estar reñidas.
Una vez sentado en la pequeña sala de espera del veterinario, y mientras mis gatos, “Atila” y “Nessmuk”, recibían sus dosis de pinchazos —seguramente menos dolorosos que la factura que luego me pasó el veterinario, engrosada por un carísimo medicamento— me vino a la memoria una lluviosa tarde de invierno de hará aproximadamente 38 años en un muy artístico bar-restaurante del centro de Barcelona con nombre muy gatuno.
Estábamos sentados en una recoleta mesa: el veterano periodista y por entonces compañero de redacción, Marius Lleget Colomer; el escritor y padre de la ufología española, cofundador del decano club de submarinismo C.R.I.S. y Creu de Sant Jordi 1990, Antonio Ribera Jordá; mi amigo el escritor Lluis Utset; y quien esto escribe.
Por casualidad, salió a la palestra la política, un tema por entonces tabú entre los que integrábamos la redacción de una conocida y decana revista de misterios y heterodoxia, debido a que su director era un independentista y supremacista radical que repetía cansinamente, en ocasiones de forma casi agresiva —incluso lo expresó en alguna de sus editoriales—: “Jo sóc un català químicament pur de l'ètnia pirinenca” (Yo soy un catalán químicamente puro de la etnia pirenaica). Seguidamente, dejaba alguna “perla” para los que no teníamos apellidos catalanes, lo que daba pie a que la cosa acabara mal, como así sucedió algún tiempo más tarde, cuando la redacción, situada junto a la Vía Laietana —frente al Palau de la Música—, se convirtió en un ring de boxeo entre el director y yo.
Durante aquella amena tertulia en el muy gatuno local, Lleget, hombre de izquierdas de toda la vida —tuvo graves problemas con el franquismo, pues incluso le llegaron a retirar el carnet de prensa—, que por cierto no soportaba aquello de “progresista” porque le sonaba a estupidez, dijo algo que me quedó muy grabado. Y, cuando una persona culta y 38 años mayor que yo decía algo inteligente, yo intentaba asimilarlo: “En España no nos tratamos como rivales políticos, en España siempre consideramos enemigos al que no piensa como nosotros”.
Lo dicho por Marius me queda patente cada día, y aún más desde hace algunos años. Sin duda será algo muy español, incluidos los independentistas y los filoetarras que no se consideran como tales.
Esas ganas de meter el dedo en el ojo —mejor si son los dos— del que no piensa como tú, es algo bastante habitual en nuestra cada vez más enfrentada España. Y no sólo entre la clase política, que, al fin y al cabo, en muchos casos vive de ello, sino también entre los ciudadanos de la calle, que nada ganan haciéndolo.
Un ejemplo de ello lo acabo de comprobar hace pocos días durante el Campeonato de Europa de Fútbol, en el que, doy gracias a los dioses, la selección de mi país, o sea España, se ha llevado merecidamente la copa; aunque bastantes ciudadanos y medios “dóciles” hayan aprovechado este evento deportivo para politizarlo todo. Desde el origen familiar o color de piel de algunos jugadores, hasta más tarde y ya campeones, que si un jugador había sido, para algunos, poco educado a la hora de realizar ciertos saludos…
Pero a nivel de ciudadano de a pie lo pude comprobar, como en tantas otras ocasiones, cuando, cómodamente sentado en mi casa delante del televisor, escuchaba a ciertos vecinos disparar cohetes las pocas veces que el equipo español encajaba un gol. Cuando España ganó el merecido trofeo, casi se podía escuchar sus lamentos. Comprendo que algunos como acérrimos antiespañoles lamentaran el triunfo de La Roja; aunque el hecho de tirar sonoros cohetes para celebrar los goles encajados por España ya demostraba claras ganas de liarla y de buscar enfrentamiento con los que no pensábamos como ellos.
Este cainismo en cualquier sector de nuestras vidas es muy propio, aunque es en la política donde se dispara hasta niveles que, desde hace unos años, pueden —o deberían— empezar a preocuparnos. Hace bastantes años, me dirigía con mi abogado y locutor de radio y televisión hacia la capital del Maresme para grabar unos programas y, seguidamente, comer con cierto personaje muy peculiar y un tanto chaquetero que hace décadas corre por los medios de comunicación.
En un momento concreto, mientras él conducía, salieron casi seguidos dos temas de conversación: política y fútbol. Él era militante de los socialistas catalanes, aunque muy religioso y practicante, y además resultó ser “merengón”, pese a haber nacido en la calle Muntaner.
Yo, por entonces “culé” y conservador (jamás lo he escondido, ¡faltaría más!) y, religiosamente, un descreído total. Solo coincidíamos en nuestro amor por los animales: él perros; yo, gatos. Juanjo, que así se llamaba mi abogado y amigo, me sugirió, como buen abogado que era, llegar a un acuerdo por ambas partes: no hablar, o sea, discutir, pues sobre política en España normalmente no se habla, se discute, de política, religión, ni fútbol.
Nos comprometimos a ello, respetando las ideas del otro, y fuimos amigos hasta su muerte. Aquella acertada filosofía no siempre se cumple, ya que muchos españoles nos convertimos en aguerridos defensores de nuestras ideas políticas, viendo al contrario y al que no piensa como nosotros, no como un rival, sino como un enemigo que nos quiere imponer sus “equivocadas” —el otro siempre está equivocado— ideas.
Me quedó muy grabada en la memoria una jornada de mi añorada adolescencia que quizá pueda servir como ejemplo. La antaño poderosa empresa Catalana de Gas y Electricidad tenía una sección de excursiones y viajes, sita en su inmensa sede en el Portal del Ángel de Barcelona. Mi padre, trabajador de dicha empresa, formaba parte del staff de organizadores de dichas excursiones y viajes, que se realizaban cada mes en autocares.
En una ocasión, recuerdo que era otoño, decidieron organizar una de “fraternidad entre compañeros de trabajo que habían luchado en la Guerra Civil”. Personalmente, me pareció una estupidez del dirigente de dicha sección excursionista, pero yo era un simple adolescente y nada pintaba; lo mío eran los scouts. Dos autocares partieron llenos de trabajadores de dicha empresa y sus familias.
Algunos más jóvenes que no habían hecho la guerra —caso de mi padre— y otros mayores que sí la habían hecho, luchando cada cual en un bando durante la fratricida contienda que costó la vida a más de ochocientos mil españoles. Todos eran compañeros que compartían horas de duro trabajo, principalmente en la inmensa fábrica situada entonces en La Barceloneta. Empezó la excursión entre abrazos, bromas y el más sano compañerismo, y ambos autocares marcharon rumbo a Gandesa, Mora del Ebro, Vilalba dels Arcs y alguna otra población que no recuerdo.
Al llegar para desayunar al primero de los pueblos ya hubo algún excombatiente, del bando que fuera, que hizo alguna “broma” sobre la contienda —recuerdo que fue sobre los combates en la Sierra de Pàndols—, que fue respondida con desaire por otro compañero que había luchado en el bando contrario. La cosa fue creciendo y despertando desagradables recuerdos que dormían en las mentes de algunos de aquellos hombres.
A la hora de comer, la situación entre algunos de aquellos compañeros de trabajo, que compartían en ocasiones durante doce horas sudor, desayuno y comida, muchas veces acompañada antes por la típica “barreja” (combinado de moscatel y cazalla) tomados en cualquiera de los bares que existían por entonces en la calle Ginebra, se había deteriorado hasta el punto de qué dos de ellos, buenos amigos en el trabajo, estuvieron muy cerca de llegar a las manos y tuvieron que ser separados por los otros compañeros.
Aquello me impactó, pues los conocía desde muy niño, y, con la inexperiencia y la atrevida ignorancia que te da la adolescencia, quise dar mi opinión, a lo que mi padre, cogiéndome del brazo, me dijo, con cara de pocos amigos: “Tu ets un crio i no saps què dius. Et fiques la llengua al cul, perquè aquests homes estan recordant coses terribles i ho estan passant molt malament” (Tú eres un crío y no sabes lo que dices. Te metes la lengua en el culo, pues estos hombres están recordando cosas terribles y lo están pasando muy mal).
Me quedó grabada en mi ignorante mentalidad adolescente y nunca lo olvidaré.
Sin duda, los españoles tenemos cosas excelentes en muchos aspectos —no sólo la comida, para mí la mejor del mundo— y que siempre defenderé, como español orgulloso que soy, pero entre nuestros muchos defectos está ese cainismo y esa escasa comprensión e interés por aceptar o entender al que disiente, hacia el que piensa distinto, sea en el fútbol, la religión y ya no digamos en la reina del cainismo, del enfrentamiento, cuando no del fratricidio en demasiadas ocasiones —en menos de dos siglos tres guerras carlistas y la de 1936-1939, que desde hace algunos parecen querer resucitar diariamente—, que se llama la política. Pero por mucho que lo intentemos, pienso que nuestra manera de ser no cambiará a menos que un alquimista nos pusiera en su arcano crisol y nos transmutara, y ni así. Somos como somos y así nos va, para bien o para mal.
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