Megalitos, algo más que grandes piedras: sacralidad y sincretismo
La realidad es que con la llegada del cristianismo como religión oficial, se intentó destruir creencias ancestrales
Hará treinta y muchos años, paseando por la muy megalítica zona de las Alberes —territorio montañoso y fronterizo entre España y Francia— con un policía jubilado nacido en la zona y mi esposa, pudimos observar cómo una mujer que parecía cuarentona se abrazaba pasionalmente a un menhir de aspecto semifálico y unos 2,50 metros de altura, ante la atenta, y hasta parecía comprensiva, mirada de su esposo.
Mi compañero de paseo me comentó que aquello era relativamente habitual, ya que dicho menhir tenía “fama” y “desde siempre” de conceder la fecundidad a las mujeres con problemas para quedar embarazadas.
Recordaba haber leído algo parecido en relación con ciertos menhires de la Bretaña francesa y de algunas zonas de las Islas Británicas y de Galicia. Se trataba de una creencia mágica ancestral.
Pocos días más tarde, coincidí firmando libros con el filólogo y escritor valenciano Juan García Atienza, considerado como el indudable padre de las guías de la España mágica, y le comenté lo que allí había visto.
Me respondió, siempre seco y parco en palabras pese a conocerlo desde hacía años, que aquello era muy común desde tiempos inmemoriales en las zonas megalíticas, ya que existía la creencia conforme algunos menhires, principalmente los de formas fálicas, tenían el “poder” de hacer fecundas a mujeres con problemas de maternidad.
Un ejemplo perfecto sería el menhir fálico de la Murtra, situado en Romanyà de la Selva (Girona) —muy cerca del mayor dolmen de Cataluña, la Cova d’en Daina— donde han acudido y acuden desde hace años grupos esotéricos femeninos.
Aproveché el encuentro literario para preguntarle si él consideraba que los megalitos, principalmente los dólmenes y paradólmenes, eran solamente sepulturas, como aseguraban los arqueólogos, o bien lugares sagrados para nuestros antepasados del neolítico (para algunos todavía hoy).
Su respuesta fue clara y contundente: “Las catedrales medievales eran y son lugares sagrados para millones de personas y, además, han servido como tumbas para los miles de privilegiados que pudieron ser enterradas en ellas”.
Con aquella comparación quedó claro, al menos para mí, que los monumentos llamados megalitos, fueran dólmenes, menhires, crómlechs o similares, fueron para nuestros antepasados del neolítico, incluso en bastantes ocasiones para gentes posteriores, espacios que se consideraban “especiales” y que, además de sus funciones funerarias (caso de los dólmenes), servían en muchos casos para indicar un enclave sagrado y telúrico.
En el caso de los menhires, además de indicar temas reivindicativos del territorio o tribales, hay quien defiende que muchos de ellos—no todos—servían como una especie de “repetidor” para conectar supuestas fuerzas del cielo o cósmicas con las interiores del planeta o telúricas.
Fuera como fuera, la realidad es que con la llegada del cristianismo como religión oficial, a estas creencias ancestrales que había seguido todavía vivas en tiempos paganos y precristianos (celtas, íberos, galos, escotos, pictos, anglos…) se las intentó anatemizar, condenar y, en muchos casos, viendo que no se podía acabar con dichas creencias, destruir.
Fueron muchos miles —imposible saber su número exacto— los megalitos destruidos en distintos países de la Europa megalítica, incluidas las tierras españolas. A pesar de ello, mucha gente, principalmente del mundo rural, siguió acudiendo a dichos monumentos prehistóricos a practicar sus ceremonias o creencias, incluso siendo ya oficialmente cristianos. Esta persistencia obligó a la Iglesia, ante su propia impotencia, a sincretizar o cristianizar muchos de estos enclaves en numerosos casos.
Son bastantes los templos, iglesias y hasta ermitas que están edificadas sobre un antiguo enclave megalítico, conservando en algunos casos el megalito en lo más recóndito del monumento cristiano, en sus sagradas entrañas. Quizá los casos más famosos por su importancia monumental sean la francesa e imponente catedral de Chartres, tan estudiada y divulgada por el conocido escritor especializado Louis Charpentier, o la impresionante mole —ahora isla, ahora península, dependiendo de las mareas— de Mont Saint Michael, en Normandía, que conservan en lo más íntimo de su estructura antiguos dólmenes que ya siglos después de la desaparición del megalitismo fueron venerados o considerados sagrados por los celtas y más tarde cristianizados.
Pero este sincretismo, esta “adopción” de lugares mágicos por parte de la Iglesia, no ocurre solo en grandes edificios; muchas iglesias y ermitas también presentan fenómenos similares.
Se podría escribir un libro entero sobre ellas, y sin duda nos dejaríamos muchas en el tintero. Por poner algunos casos concretos y que creemos que pueden servir de ejemplo, mencionaremos la salmantina iglesia de Valmuz, levantada sobre un dolmen, y lo mismo sucede con la asturiana y recia Santa Cruz de Cangas de Onís, donde por cierto fue enterrado el rey Favila, hijo de Don Pelayo. En otros países sucede lo mismo, y, un clarísimo ejemplo es la portuguesa y curiosa ermita de Sao Brisos, donde se aprovechó un gran dolmen casi por entero como atrio de entrada al santo lugar.
En otros muchos templos, iglesias y ermitas encontramos que el edificio cristiano se levantó justo al lado de algún megalito, como reconocimiento—y aprovechamiento— de que aquel lugar en concreto era considerado sagrado y a él acudían, desde tiempos inmemoriales, las gentes del lugar a rezar o rogar a la divinidad del momento.
En tierras catalanas, aunque hay varios casos, uno de los más claros es la iglesia románica de Sant Corneli, en la zona de Tavertet (Osona). En otros lugares de España, como es el caso de la iglesia de Zafrón, en la comarca salmantina de Tierra de Ledesma, vemos también que, al abrigo de la iglesia de San Juan Bautista, se pueden observar las grandes losas de lo que fue un recio dolmen.
Otro tema, todavía más numeroso, y que se observa en todos los países que formaron parte de la cultura megalítica, es la cristianización, a base de cincel y martillo, de muchos de sus monumentos megalíticos, fueran dólmenes o menhires.
En la Bretaña francesa, un paraíso del megalitismo con unos 6200 menhires y casi 1100 dólmenes aún conservados —a pesar de que se destruyeron cientos por razones religiosas—, se puede observar un gran número de ellos con cruces cristianas grabadas a golpe de cincel. Además, en la parte superior de estos monumentos, es frecuente encontrar cruces de hierro coronándolos.
Pero no es necesario ir tan lejos para encontrar ejemplos. Un caso concreto, aunque debatido por algunos estudiosos, es el dolmen que existía hasta bien entrado el siglo XIX en la montaña sagrada de Montjuic, una zona que llegó a albergar hasta 17 ermitas, de las cuales solo ha sobrevivido la de Santa Madrona. En el camino hacia el castillo, había un dolmen del que solo se conservan algunos dibujos. En ellos se aprecia claramente que fue “cristianizado” con una cruz grabada sobre la losa principal. Como mera curiosidad, cabe comentar que Barcelona tuvo, supuestamente —pues las discusiones sobre el tema son continuas—, otros megalitos, además del ya mencionado de Montjuic.
Uno de estos megalitos se encontraba en lo que actualmente es el popular barrio del Camp del Arpa, el cual se supone que recibe dicho nombre del dolmen (“arca” en catalán) que existió en la zona hasta finales del siglo XV, momento en que fue destruido presuntamente por orden real.
Otro sería el menhir del que todavía se puede observar su parte más alta y casi enterrado, junto a la entrada al monasterio de Pedralbes, el cual, según algunos estudiosos, formaría parte de un conjunto de megalitos de color blancuzco o claro, de aquí el nombre de “Pedra Alba” (más tarde, Pedralbes) del lugar.
Para finalizar el tema de los supuestos megalitos barceloneses, y sin que se sepa si es verdad o un simple mito, cabe mencionar el que algunos estudiosos —como por ejemplo el escritor Joan Llarch, especialista en Gaudí— aseguraban que existía antiguamente donde se erigió el monumento sagrado más visitado de toda la Ciudad Condal: la Sagrada Familia.
Llarch, una persona culta, amable y muy educada a quien tuve el placer de entrevistar en un par de ocasiones alrededor del año 1985, había publicado una biografía sobre Gaudí (Editorial Plaza y Janés, 1982), un personaje al que había estudiado durante años y al que admiraba profundamente. En una de las entrevistas, aseguró estar convencido de la existencia de este megalito y mencionó que, según él, el gran arquitecto Antoni Gaudí también tenía noticias de él cuando se puso manos a la obra con el templo de fama mundial.
En caso de que sea cierto y se llegue a saber con total certeza alguna vez —algo que dudo—, sin duda sería el ejemplo más claro de esta “adopción” de un lugar previamente megalítico para construir sobre él el templo cristiano más bello y majestuoso de los tiempos modernos.
Este sincretismo, que sin duda existe entre enclaves megalíticos y ciertos edificios religiosos cristianos, no es bien aceptado por todos, especialmente por grupos ultras —refiriéndome a aquellos que verdaderamente lo son, no a quienes son etiquetados así por ciertos sectores muy woke simplemente por no compartir sus opiniones—. Un caso muy concreto, sobre el cual me tocó informar para la revista especializada "Misterios de la Arqueología" (número 17), fue la destrucción que ocurrió durante los años 1987-1988 de diversos megalitos en todo el norte de España, principalmente en Cataluña y Galicia.
En tierras catalanas, uno de los casos más significativos de dicho vandalismo fue el que sufrió una parte del patrimonio megalítico de la zona de Organyà (Lleida), siendo el principal afectado, según nos confirmó el arqueólogo Josep Gallart, el dolmen conocido como “La cabaña del moro”, situada en Bedoll. Poco más tarde conocí algunos más en la zona de las Alberes (Girona).
Puestos al habla con la Brigada de Patrimonio Histórico de los “Mossos”, que en aquella ocasión se mostraron totalmente comunicativos y nos ayudaron en el reportaje, pudimos saber que, por lo menos en Cataluña—sin descartar los otros actos vandálicos en distintas partes de la España septentrional, de los que no tenían información— casi con toda seguridad eran obra de un grupúsculo ultracatólico que se autodenominaba “batallón” y con nombre de cierta batalla de la Reconquista, que pretendían “acabar con los restos paganos y anticristianos en España”.
Normalmente, los grupos radicales y extremistas, sean del color y cuerda que sean, de una religión u otra, creyentes o ateos, ya sea destruyendo megalitos milenarios, quemando o profanando iglesias y conventos, siguen un patrón común a todos los intolerantes: la falta de respeto por las maneras de pensar o las creencias de quienes no comparten su visión. Como bien dice el sabio refrán, “Todos los extremos se tocan”.
La relación y el aprovechamiento —"sincretismo” es, quizás, la mejor palabra— entre ciertos enclaves prehistóricos y el cristianismo no es meramente una hipótesis propuesta por algunos, sino una verdad históricamente demostrable. Esta realidad se hace evidente no solo al visitar, sino también al estudiar muchos lugares sagrados tanto en nuestra geografía como en territorios cercanos.
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