Los templarios: entre el altar, la espada y 'la pela es la pela'
La historia de los templarios catalanes que se debatían entre su deber y su propio interés
La semana pasada, bien entrada la tarde y con las calles oscureciendo, paseaba con un conocido, que no amigo, que son cosas y “calibres” distintas, por el Barrio Gótico de Barcelona. Al pasar por la calle Ataulfo le comenté que, exactamente ahí, habían tenido los templarios catalanes su encomienda del Palau de Vallés-Barcelona.
Aunque esta encomienda barcelonesa tuvo su primera sede en la zona de Palau de Plegamans hacia la década de 1130-1140, por esos mismos años, y gracias a generosas donaciones ―en especial de los adinerados Bernat y Berenguer (padre e hijo) de Massanet―, ya contaron con varios edificios y algunas torres en la Ciudad Condal, principalmente junto a las murallas situadas junto al desaparecido castillo de Regomir.
Ante la blanquecina puerta de lo que fue iglesia templaria, situada en lo que más tarde sería conocido como “Palau Menor” y que se mantuvo en pie hasta el siglo XIX, mi acompañante, sabedor que soy autor de varios libros monográficos sobre el Temple en general y también sobre los templarios catalanes, me preguntó por dicha Orden en Cataluña, indagando si los templarios catalanes habían sido similares a sus hermanos de Orden del resto de Europa.
Le respondí afirmativamente, explicándole que, por regla general, los disciplinados y aguerridos templarios, que solo obedecían a sus propios maestres y al Papa de turno, habían sido similares sin importar su ubicación geográfica, salvo algunas excepciones.
Hace años, un conocido filólogo y escritor valenciano especialista en este tema, Juan G. Atienza, me comentaba que la historia medieval de Cataluña durante los siglos XII y principios del XIV (hasta la abolición “oficial” de la Orden en 1307) era difícil de interpretar sin contar con estos monjes-guerreros.
Aunque su afirmación podría parecer un tanto exagerada, lo cierto es que los “Pobres Caballeros de Cristo del Templo de Salomón” ―así era el verdadero nombre de la Orden fundada por nueve caballeros sobre 1118― desempeñaron un papel importante en tierras catalanas durante casi dos siglos.
No podemos pasar por alto que Jaime I “el Conquistador”, eminente rey de la Corona de Aragón, engendrado de una forma un tanto rocambolesca por su padre, el mujeriego y no precisamente abstemio monarca Pedro II, fue confiado a la sabiduría, tutela y resguardo de los templarios en la imponente fortaleza de Monzón tras el óbito de su progenitor en la batalla de Muret (1213).
Recordemos que Pedro II falleció en combate tras una desenfrenada noche de orgías entre piernas femeninas y brindis a Baco (algunas fuentes “malintencionadas” sostienen que el rey apenas se mantenía en su montura, a pesar de lo que puedan pensar o asegurar los fabricantes de panegíricos patrioteros). La convivencia de Jaime I con los templarios dejó una relevante huella en la vida y el reinado del más poderoso e importante monarca de los territorios que conformaban el Reino de Aragón, incluida, lógicamente, Cataluña.
El poder, las riquezas, y la influencia del Temple en nuestras tierras (al igual que en otros territorios de Europa y Tierra Santa) se vuelven omnipresentes y, para disgusto de sus todavía hoy más incondicionales seguidores, lo que predicaron aquellos nueve caballeros fundadores de la Orden de los “Pobres Caballeros de Cristo”, se convierte en muchísimos casos en prepotencia, soberbia, avaricia y, en bastantes casos, en verdadera usura.
Aquel cambio los llevó a estar enfrentados, en ocasiones espada en mano, con otras órdenes militares, principalmente con los hospitalarios. En los reinos hispanos de aquel entonces, hubo diversos enfrentamientos armados entre órdenes de caballería.
En el caso de Cataluña, durante la guerra casi civil que enfrentó durante bastantes años a dos de sus más poderosas familias, los Entenza y los Moncada, los templarios tomaron decididamente partido por estos últimos, llegando a las manos ―en este caso a la espada y la lanza― para defender a la poderosa familia con la que llevaban años haciendo provechosos negocios, obviando que sus reglas les prohibían luchar contra otros cristianos. Pero, como todos sabemos, “la pela es la pela”.
De forma progresiva pero segura, y nos ceñimos exclusivamente a Cataluña, la Orden llegó a contar con veinte encomiendas, a las que tendríamos que añadir tres más en tierras valencianas y una en Mallorca. Existen pocas dudas sobre que las conquistas de Mallorca y Valencia fueron, como mínimo, aconsejadas por los templarios.
Los templarios, además de monjes y guerreros, fueron grandes, competentes y duros “banqueros”, haciendo verdadera competencia a los siempre negociantes prohombres de las bancas italianas.
Los templarios catalanes, como todo grupo poderoso y económicamente potente, necesitaban una “sede central”, al menos en lo económico. En un momento dado escogieron el tarraconense castillo de Miravet, cuya visita recomendamos.
Entre sus todavía hoy impresionantes muros, se centralizó, en la segunda mitad del siglo XIII, el “archivo central” del Temple en nuestra tierra y el más que respetable “tesoro provincial”. Además, se convirtió en residencia del maestre provincial, es decir, de la máxima autoridad de la Orden en tierras catalanas.
En 1307, la Orden fue abolida por orden papal, tras ser influenciado el débil y manipulable Papa Clemente V por el canallesco rey de Francia, Felipe IV, también conocido como “El Hermoso” o el “Bello”. El monarca francés estaba enemistado con los templarios, principalmente por razones económicas, dado que les debía una suma considerable de dinero. A pesar de sus intentos, Felipe IV no fue capaz de acobardar a los templarios franceses con sus amenazas; de hecho, consiguió el efecto contrario.
Jaime II, rey de la Corona de Aragón, acató la abolición de la Orden, aunque su decisión parece haber estado más influenciada por recomendaciones de terceros que por un verdadero deseo de cumplir con el edicto papal. En consecuencia, ordenó rendirse a todos los castillos, casas fuertes y demás posesiones de los templarios de su reino a finales del diciembre de 1307.
Muchos castillos no quisieron obedecer y la “sede principal” ―el castillo de Miravet― decidió resistir el cerco de las mesnadas reales, no pudiendo entrar las tropas del rey Jaime II en la fortaleza hasta mediados de diciembre del año 1308, cuando consiguieron llevarse presos a los últimos templarios que habían decidido resistir.
Poco gusta a los incondicionales seguidores del Temple recordar que, durante el asedio, algunos caballeros templarios decidieron escapar y entregarse a los oficiales del rey, como fue el caso del carismático Jaume de Galligants, el cual, en plena canícula estival de aquel año, decidió entregarse a los oficiales reales, esperando la gracia del monarca.
Con la caída de Miravet, los otros pocos castillos que seguían resistiendo ―principalmente el de Ascó― rindieron sus armas, situados los dos últimos ya en territorio aragonés (Monzón y Charamela). Con su entrega, desaparecía del todo aquella Orden que tan poderosa fue entre los monarcas de la Corona de Aragón y que, sin duda, influyó y mucho en las conquistas (o reconquista, como se prefiera) de Valencia y las Islas Baleares.
Desde hace algunas décadas, con la aparición de algún bestseller de dudosa calidad que mezclaba templarios, el Grial, María Magdalena y la supuesta vida de Jesús, el interés por los templarios resurgió con fuerza.
Algo similar sucedió, aunque en menor medida, durante el romanticismo del siglo XIX, cuando miles de personas se convirtieron en fervientes seguidores de los templarios, loando sus múltiples supuestas virtudes ―muchas de ellas verdaderamente merecidas― en campos como el militar, el económico y el de las conquistas.
Sin embargo, muchos olvidaban (y olvidan) que esos “Pobres Caballeros de Cristo” fueron despreciados, cuándo no odiados, por amplios sectores de la sociedad europea de su tiempo, tanto civil como religiosa, principalmente por su arrogancia, prepotencia y avaricia.
Además, tampoco podemos omitir que, en sus filas, se incluyeron personajes de dudosas virtudes humanas, como el tan admirado en tierras catalanas Roger de Flor (1267-1305), carismático líder de nuestros aguerridos almogávares.
No todos saben que este gran guerrero, antes de convertirse en comandante almogávar, formó parte durante años de los caballeros templarios, alcanzando el rango de “Hermano sargento” y capitán de la nave templaria “Falcone”.
A pesar de sus “votos”, parece ser que el de pobreza no se ajustaba mucho a su personalidad, ya que, durante los enfrentamientos para rescatar a los cristianos de San Juan de Acre, asediada por tropas musulmanas, parte de las riquezas que cargó en su barco no fueron entregadas precisamente a quienes correspondía.
Ante las evidentes sospechas de quién era el culpable, la Orden tomó la drástica decisión de expulsarlo del Temple.
Tras dar algunas pinceladas sobre los templarios catalanes, que compartieron defectos y virtudes con sus hermanos de otras latitudes, y recordando que no existe el ser humano perfecto, hemos dejado de lado, para abordar en otra ocasión, sus aspectos más pintorescos y que los han hecho famosos en las últimas décadas, como su faceta esotérica, la búsqueda de enclaves mágicos y sus verdaderos propósitos religiosos.
¿Hasta qué punto el esoterismo influyó en su forma de ver el mundo y en sus acciones? ¿Cuánto de lo que sabemos hoy es verdad y cuánto es leyenda? Dejamos estas preguntas abiertas, invitándoles a reflexionar y a seguir indagando en la fascinante historia de los templarios.
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