Montaje de fotos de una mano tocando hierbas con una puesta de sol de fondo y, al lado, un juez firmando un documento

OPINIÓN

Una ley para aniquilar a la naturaleza

La Ley de Restauración de la Naturaleza, a pesar de su nombre, catalizará megaincendios forestales y favorecerá la degradación de nuestros montes

El pasado jueves se firmó, en el seno de la Unión Europea, el preacuerdo sobre el texto final de la Ley de Restauración de la Naturaleza. Con esta ley, cuya propuesta fue aprobada en julio, se pretende “restaurar” más del 20% de los ecosistemas degradados antes de 2030, y llegar al 90% antes de 2050. Pero la historia medioambiental está sembrada de nombres bonitos, objetivos honrosos, y resultados catastróficos. Y esta nueva regulación, por desgracia no parece que vaya a ser una excepción, porque cuenta con más ideología que ciencia. A continuación explicaremos el problema que supone la nueva ley, y para ello empezaremos examinando las consecuencias de políticas parecidas actualmente en vigor.

El desarrollo de la Red Natura 2000, y el amplio despliegue de los Espacios Naturales Protegidos, es un ejemplo de política ambiental miope. Y es que, en contra de lo que popularmente se cree, las áreas protegidas son uno de los ecosistemas que más arden. En muchas se prioriza la acumulación de hojarasca y matorral, que aportan el combustible para alimentar a las llamas cuando se dé el incendio.

También se fomenta la continuidad forestal en muchas áreas protegidas. Es decir, que el fuego no encuentre ninguna interrupción mientras devora nuestros paisajes, de manera que pueda correr desbocado quemando cientos, cuando no miles, de hectáreas a la vez. Esto genera la suficiente energía como para desarrollar los llamados incendios de sexta generación. Esto es, incendios que recorren varios miles de hectáreas por hora, poniendo en peligro la vida del personal de extinción, de las personas que viven en el monte, y de las que estaban de paso.

El tercer elemento que explica por qué las áreas protegidas son particularmente inflamables lo encontramos en que se favorece la continuidad vertical de la vegetación. Esto es, la coexistencia de arbustos y árboles pequeños, junto con árboles medianos y grandes, que conforman una especie de escalera que permite al fuego trepar hasta las copas de los árboles, generando murallas de llamas de varias decenas de altura, e imposibilitando todo acercamiento al incendio.

Montaje de fotos de un incendio en un bosque y, al lado, un agente forestal tratando de apagar un fuego

Otro ejemplo de políticas ambientales que crean, y no solucionan, problemas lo encontramos en la creciente fiscalización ambiental que dificulta, cuando no frena directamente, la gestión forestal. Anna Sanitjas, Directora General de Ecosistemas Forestales en la Generalitat, mostraba recientemente como el 10% de los árboles en Cataluña están moribundos, o muertos. Si trabajamos y gestionamos los bosques sosteniblemente, podemos disminuir esta mortandad porque tendremos menos árboles por hectárea y, en consecuencia, más agua por árbol. Además, obtendremos recursos como leñas, materiales de construcción o de embalaje, con una huella de carbono mucho menor que la de los combustibles fósiles, el acero, el hormigón y los plásticos que se usan en su lugar. Pero la creciente fiscalidad solo facilita la extracción de ejemplares una vez muertos, cuando el bosque está a punto del colapso, y los árboles carecen de valor de mercado.

Todavía no se conoce el texto del acuerdo firmado el pasado jueves, y seguramente tendremos que esperar hasta que llegue al parlamento para que se haga público. Pero sí sabemos qué decía la propuesta aprobada en julio. El artículo sobre bosques propone, precisamente, aumentar la concentración de todos los factores que catalizan los megaincendios forestales: la cantidad de matorral (para aumentar el carbono en el suelo), la continuidad forestal a escala de paisaje, el desarrollo de combustibles en escalera, y el número de árboles muertos, o necromasa.

Montaje de fotos de Anna Sanitjas y de fondo un árbol seco sin hojas

La Ley de Restauración de la Naturaleza es, además, una ley negacionista. Una ley que asume que el cambio climático no existe. La exposición de motivos menciona, evidentemente, una preocupación por el calentamiento global. Pero la ley busca restaurar los ecosistemas tal y cómo estaban en el pasado, y esto implica de facto negar la influencia del cambio climático. Recordemos que si se implementan los acuerdos de emisiones firmados actualmente, la temperatura aumentará 2,5 °C a finales de siglo. Por tanto, los hábitats se transformarán y muchas especies que hasta ahora eran nativas, dejarán de crecer donde lo hacían en el pasado. En lugar de buscar la recreación romántica de un pasado que no volverá, deberíamos gestionar nuestros ecosistemas para preparar su adaptación al cambio climático. El colapso ecosistémico ya está asomando las fauces, con el 10% de mortalidad arbórea antes comentado, y será el resultado que obtendremos si seguimos legislando y regulando de espaldas a la realidad.

Esta ley nos vuelve a mostrar el torticero uso que hacen algunos políticos del lenguaje. Y es que, ¿quién se podría oponer a una ley que busca “restaurar” la naturaleza? Parece que solo un monstruo se mostraría reticente a tan noble fin. Pero debemos recordar que cuando las palabras “protección” y “restauración” aparecen en el BOE, no se convierten en hechizos que mágicamente mejoran el estado de conservación de la naturaleza. No debemos confundir la propaganda política con los hechos contrastados: el nombre de una ley no determina su éxito. Todo depende del diseño de la normativa, de su implementación, ejecución, seguimiento, evaluación y de la introducción de medidas correctoras cuando fuera necesario. Los estudios publicados en la literatura científica llevan tiempo advirtiendo de los problemas esperables tras la implementación de la nueva ley.