Imagen de una mujer embarazada de pie en un autobús
OPINIÓN

Juventud, educación y civismo, ¿quo vadis?

Pocas personas dudan que la sociedad debe avanzar, dejando atrás muchos de los errores sociales que tuvimos antaño

Normalmente, cuando escribes un artículo o reportaje, tienes como misión primordial informar—también formar y entretener, si se puede— al lector; aunque en ciertas ocasiones, el autor necesita escribir dicho artículo por una razón concreta y hasta personal.  

Es este caso.  

En el artículo de hoy, dejando por una vez mis habituales temas más heterodoxos y misteriosos, necesito hacer—ruego no ser malinterpretado— una catarsis. Y, cuando uso esta palabra de origen griego, es porque necesito “limpiar” mi mente de algunas cosas que veo casi a diario y, quizá sea debido a mi ya veterana edad o a mis convicciones, me cuesta mucho entender y hasta aceptar.  

Me ha motivado este artículo, algo que sin duda puede parecer nimio, simple, sin importancia para una gran cantidad de personas, pero que fue el detonante para decidirme a escribirlo.  

Hace unos días, camino de la Plaça Françesc Macià—antes Calvo Sotelo— pasé por delante de una biblioteca pública situada en la muy transitada calle Urgell.  

Para acceder a dicho edificio hay dos accesos: una puerta giratoria—expresión muy común en la política española— y una segunda clásica, la puerta de toda la vida, que tienes que abrir para entrar o salir.  

Cuando iba a acceder al interior, vi que detrás de mí había una señora más o menos de mi edad, con un niño, supongo que su nieto, y otra chica joven, que sin duda no aspiraba a ningún premio a la elegancia y, tras pasar junto a mí, sospeché que tampoco era una fan incondicional de los desodorantes.  

Cedí el paso a ambas mientras sujetaba la puerta.  

La señora con el niño, tras sonreírme, me dio las gracias educadamente. La joven que olía a “humanidad”—que diría mi admirado y estimado colega Juan Eslava Galán— se molestó y se negó a que le cediera el paso, y me soltó un zasca, tuteándome y asegurando que aquello de “ceder el paso a las mujeres” era algo “de otros tiempos y muy machista”.  

Como el destino no me ha concedido la virtud de la paciencia, le devolví el zasca, rozando mi comentario claramente lo que ahora se denomina ser “políticamente incorrecto”.

No acepto que, ante un gesto que para mí siempre ha sido, es y será de educación y gentileza, una persona—evitaré llamarla niñata maleducada— se ponga algo parecido a borde.  

Biblioteca Exixample de Barcelona

Añado a lo dicho que a mí, quizá por ser un admirador impenitente del escritor y ex reportero de guerra cartagenero Arturo Pérez-Reverte, o sencillamente porque soy así de raro desde hace años, el tuteo gratuito de alguien que no conozco de nada —y encima si es con tono maleducado y por edad puede ser casi mi nieta— no me llena precisamente de gozo y fraternidad.  

Aquello no dejó de ser un pequeño incidente sin trascendencia alguna, pero me llevó a pensar de nuevo, pues hace años que lo tengo claro, que en nuestra sociedad actual existe una parte de la juventud, no generalizo, quede claro —aunque por desgracia es numerosa y va in crescendo— que lo que siempre hemos llamado educación, le es tan ajeno e indiferente como el ciclo reproductivo de la iguana centroamericana.  

Y, quizá sea solo mi manera de pensar, esta falta de educación en muchos jóvenes se deba a que lo que antes se consideraban virtudes, ahora se ven como “cosas de otros tiempos”, “tonterías de carcas”, “manías de puretas”.  

Antes de pasar a expresar algunas consideraciones, comentaré otro caso que me tocó vivir, por desgracia, durante varios meses.  

Hace dos inviernos mi esposa tuvo que ser intervenida quirúrgicamente en el que para mí es el peor hospital de Barcelona.  

Lo que debía ser una operación—artroscópica— con un trayecto postoperatorio máximo de dos meses, se convirtió en una carnicería por parte del prepotente médico, y la recuperación hasta el alta médica definitiva duró seis meses y una semana. Durante gran parte de aquel medio año mi esposa tuvo, y aun con suerte, que desplazarse con muletas.  

Cada vez que cogíamos el transporte público —hemos de cuidar el planeta y, además, ciertos automóviles “veteranos” lo tienen difícil para circular a diario por las calles de la Ciudad Condal, por mucho ITV que hayas pasado— podía observar cómo muchos jóvenes (y no tan jóvenes) iban cómodamente sentados y absortos mirando sus móviles, y, aunque levantaran la cabeza y vieran a una sesentona con muletas, se mostraban incapaces de cederle el asiento.  

Solo en algunas ocasiones sucedió lo contrario y puedo asegurar que, en todas esas excepciones, los jóvenes de ambos géneros que se levantaron eran de origen hispanoamericano, incluso en dos ocasiones muchachos con claros rasgos orientales.  

En una de las ocasiones, una chica, casi adolescente, iba sentada en el bus—Línea V11— en los asientos reservados a personas mayores, embarazadas y personas con problemas de movilidad. Viendo que no se levantaba pese a ver la situación, algunas personas, incluidos lógicamente mi esposa y yo, le pedimos educadamente que cediera el asiento, pues estaba reservado a ciertas personas, y se armó, pues no le daba la gana de hacerlo.  

Expuestos estos casos, ahora viene la reflexión o, más para ser más precisos, mi opinión.  Pero antes me tomaré la libertad de recordar la famosa y acertada frase del militar corso Napoleón Bonaparte: “La educación de un niño comienza veinte años antes de su nacimiento, con la educación de sus padres”.  

Que muchos jóvenes desconozcan o, en algunos casos, incluso desprecien y se mofen de la educación—en ocasiones incluso del civismo— no es un tema de ADN, cambios fisiológicos de la especie, el famoso cambio climático —del que no dudo ni por un momento— ni otras martingalas.  

La culpa la tiene una sociedad que, de tan “buenista” que quiere ser, en ocasiones desprecia lo que desde siempre habían sido considerados valores, y en bastantes ocasiones convierte en casi ejemplares las malas costumbres, pues “son la moda” o para algunos son “el progreso y el avance ante la forma caduca y anticuada de pensar de padres y abuelos”.  

Quizá sea que, dejando las clases, tal vez aburridas, que en mis tiempos escolares se llamaban “urbanidad” y hasta debías estudiarlas como asignatura en las aulas, en mi casa me inculcaron ciertos valores, al igual que hice yo décadas más tarde siendo padre.  

Tal vez sea que, por suerte y orgullo para mí, mi infancia, adolescencia y primera juventud transcurrió en el mundo del escultismo (boy scouts), concretamente en los Scouts-Exploradores de España. Allí, primero como lobato y luego en la tropa, me enseñaron la educación, el civismo y el respeto a los demás, principalmente a los mayores. Más tarde, ya como mando, fui yo quien enseñó estos valores a los chavales, considerándolos fundamentales para una sociedad sana.

Cuando se pierden principios como la educación y el respeto a los demás, principalmente a los mayores, dicha sociedad pasa a estar enferma, y, en algunos casos, ya directamente podrida.  

No se me ocurre pensar que cuando ciertos jóvenes se comportan así es por algún cambio interno. La mala educación y el incivismo, ambos tan de moda y habituales por desgracia, se adquieren en muchos casos por contagio de lo que nos puede rodear.

Si todavía hoy a mi edad, cuando viajo en transporte público, me levanto para ceder mi asiento a una mujer embarazada, a una persona mayor—que quizá tenga mi misma edad— o alguien que lleva bastón o muletas, lo hago porque, en mi cerebro, ya han quedado grabados, de forma casi disciplinada y desde hace muchas décadas —demasiadas ya— las buenas formas y costumbres que me inculcaron desde niño.  

Es verdad que, viendo el comportamiento público de algunos de nuestros políticos —que se supone deberían ser un ejemplo para la ciudadanía— no es de extrañar que, una parte de los jóvenes que están formando su futura manera de comportarse, sean como son.  

Pocas personas dudan que la sociedad debe avanzar, dejando atrás muchos de los defectos y errores sociales que tuvimos antaño; aunque, de la misma manera, también es verdad que deberíamos intentar recuperar aspectos sociales que, debido a muy discutibles maneras de pensar de cierta gente muy “progre”, han convertido las antaño virtudes en “costumbres retrógradas” para ellos.  

Una sociedad en la que, para supuestamente ser más “moderna y avanzada”, no se respete, enseñe y promueva entre los más jóvenes la educación y el civismo, es una sociedad que está condenada al fracaso.  

En mis ya muchos años de vida he conocido y tratado algunos grupos tribales de lugares “exóticos”, gente que no sabía—por lo menos entonces—lo que era un teléfono (¡ya no digamos un móvil!) y, en algunos casos, todavía cazaban con arco y flechas.  

Ya fuera en tierras africanas o de Iberoamérica, puedo dar mi palabra de que todos ellos, sin importar a qué etnia pertenecieran, mostraban, como mínimo, un gran respeto hacia sus mayores. No era un respeto obligado por miedo al castigo, sino algo que los niños y niñas llevaban muy grabado en su interior desde muy pequeños y que perduraba en ellos durante toda su vida.

Expresada mi opinión al respecto (al fin y al cabo, es solo mi visión personal), pido disculpas si he podido ofender o molestar a alguien con mis palabras. Si alguien se siente molesto y quiere insultarme, llamándome carca, “dinosaurio”, anacrónico, ultraconservador u otros piropos, comprendo y acepto que lo haga. Aunque, eso sí, le agradeceré de corazón que lo haga con educación, ya que un ser humano, y aún más una sociedad, sin educación es algo que, más tarde o más temprano, olerá muy mal, especialmente con el calor.

➡️ Opinión

Más noticias: