España y la guerra química en Marruecos
Era un arma, a priori, cruel por lo escandaloso de sus heridas, pero no mucho más que otras formas de matar que se habían empleado a lo largo de la historia
De pocos temas se ha hablado con menos rigor y conocimiento que sobre el empleo de armas químicas por el Ejército Español durante la Guerra de Marruecos. Como casi todo lo que tiene que ver con la historia de la primera mitad del siglo XX, el asunto ha sido objeto de manipulaciones de todo tipo. Para cualquiera que tenga unos mínimos conocimientos sobre el empleo de gases venenosos con motivaciones bélicas, algunas afirmaciones producen cierto sonrojo por lo grotesco de los argumentos, pero, para quienes tienen el oído sensible a la historia ficción y que se molestan poco en contrastar contundentes sentencias, la impresión que queda es que España utilizó armas de destrucción masiva contra infelices y desprotegidos civiles en una especie de holocausto que aún hoy tiene repercusiones en la población del Rif, al norte de Marruecos, donde nacen niños con deformaciones y hay muchos más casos de cáncer que en otras regiones. Por supuesto, estas dos últimas certezas nunca van acompañadas de datos estadísticos serios o, simplemente, veraces.
Marruecos, la manzana envenenada
La revolución industrial a la que España llegó muy tarde, salvo la honrosa excepción catalana, presentó la necesidad de la búsqueda y explotación de materias primas allí donde estas se encontraban. Las potencias más poderosas se expandían por Asia y África, al tiempo que España perdía sus últimos territorios de Ultramar y terminaba de confirmar su irrelevancia en el panorama internacional del cambio de siglo.
El floreciente y joven Imperio Alemán tenía hambre de territorios que colonizar y ya había protagonizado en la década de los 80 del siglo XIX un incidente con las Islas Carolinas, de propiedad española, que se saldó con la permanencia de los territorios para el reino, pero con los derechos de explotación comercial para los germanos.
África era el último continente por colonizar, se repartía como un pastel virgen en muchos sentidos y con grandes territorios por explorar. Alemania pugnaba con las otras dos grandes potencias, Francia y el Imperio Británico, para quedarse con Tánger, algo que ni franceses ni anglosajones pretendían tolerar.
El sultán de Marruecos, en un Estado sin comunicaciones e inmerso en la Edad Media, era incapaz de hacer valer su poder sobre una organización tribal que aún preservaba costumbres feudales por las que unas cabilas se sometían a otras por conveniencia y supervivencia, tejiendo alianzas y combatiendo entre ellas. Una costumbre ancestral que ni el sultán ni su gran visir, una especie de primer ministro, eran capaces de dominar.
El primer acuerdo se estableció en la Conferencia de Algeciras de 1906, que dejaba a Alemania fuera de la ecuación y permitía que Francia y España asumieran el papel de potencias que socorrieran al sultán caso de necesitarlo. Prestarían ayuda a las autoridades marroquíes para el desarrollo del país, la formación administrativa de sus funcionarios y la modernización y el adiestramiento de una policía xerifiana internacional, mentorizada por militares de ambas naciones.
A cambio, se permitía a estos Estados la explotación de minas en zonas próximas a sus áreas de influencia. España, que disponía de territorios históricos en el norte de África, se hizo cargo de apoyar al sultán en esa zona. En principio no se incrementaron mucho los efectivos y no fue hasta 1909, tras unos incidentes con los obreros que construían la vía del ferrocarril que pretendía llegar a unas minas a pocos kilómetros de Melilla, cuando España respondió a la agresión con un despliegue de miles de soldados llegado desde la Península. Había comenzado una guerra que duraría 18 años y que supondría una importante sangría económica, humana y política del reino de España a cambio de prácticamente nada.
Víctimas de la geopolítica
Con el empeoramiento de la situación en ambas zonas, porque los franceses tampoco las tenían todas consigo, se llegó a un acuerdo de protectorado de ambas naciones al sultán. La colonización tenía muchas formas y el protectorado era la más liviana de todas ellas. No había una posesión del territorio que pasara a depender de la metrópoli. El sultán conservaba su Estado y podía solicitar el fin del protectorado a su voluntad. A cambio, las potencias protectoras ayudaban a extender el poder del máximo mandatario marroquí.
España se situaba al norte en una franja de terreno del tamaño de Andalucía que al Reino Unido le venía de perlas, pues se establecía como zona colchón entre las tropas francesas y su estratégica ocupación de Gibraltar.
Los profesionales de un Ejército que había quedado muy tocado en prestigio, moral y medios tras la derrota con los Estados Unidos, vieron en África una forma de progresar en un congestionadísimo escalafón a base de testosterona y asumir que, si se sobrevivía, se podía hacer carrera. Las motivaciones no eran únicamente las de la ambición personal. Una férrea interpretación del honor y la disciplina, más caballeresca que eficaz, llevó a muchos de ellos a encontrar la muerte mientras, sable o pistola en mano, encabezaban aguerridas cargas contra los hombres que no necesitaban más logística que lo que podían llevar en la capucha de la chilaba, más calzado que sus encallecidos pies, pericia con el empleo de las armas y un valor desmedido.
El Rif y la Yebala eran los territorios que habían tocado en suerte a los españoles. Tribus de ascendencia beréber, con escasa obediencia y ningún respeto por el sultán, unas veces se sometían al jalifa, representante de la máxima autoridad marroquí en el Protectorado Español, y otras a algún caíd de alguna cabila con mejores medios y más hombres.
La Guerra de Marruecos no gozaba de popularidad en la península. Un sistema de reclutamiento injusto, reflejo del clasismo procedente del siglo XIX, carencia de beneficios, incluso para los ricos inversores que trataron de hacer de las minas un negocio rentable: El conde de Romanones, burgueses vascos o el conde Güell, fueron algunos de los inversores en aquel agreste territorio. Romanones fue especialmente criticado porque además de título nobiliario, era uno de los herederos de Práxedes Mateo Sagasta en el Partido Liberal y asumió la presidencia del Consejo de Ministros en varias ocasiones. A decir verdad, su hijo, un jovencísimo teniente de Ingenieros, encontró la muerte en 1920 en un combate en aquellas tierras. Pero para una población eminentemente rural que malvivía de lo que daba la tierra, perder hijos en África era, cuando menos, difícil de entender.
El Jalifa, lógicamente, era un títere en manos del Alto Comisario, que era la máxima autoridad española en el Protectorado y cuya sede se encontraba en Tetuán, junto a la autoridad marroquí. Tras el desastre del Barranco del Lobo, en 1909, España intentó formar a los indígenas para que asumieran el esfuerzo principal de las campañas, cuyo fin último eran la pacificación del territorio y la imposición del poder del sultán.
Los rifeños siempre fueron muy autónomos y no se sentían marroquíes. En 1921, cuando el general Silvestre tomó la decisión de ir avanzando en la ocupación física del territorio de la zona oriental de Protectorado, se produjo un colapso total de la Comandancia General de Melilla, muriendo más de 8000 españoles y unos 4000 soldados indígenas y llegando a peligrar, incluso, la soberanía sobre la propia ciudad española.
La brutalidad desplegada por los que siguieron la caída de la cábila de Beni Urriaguel, Abd el Krim, conmocionó a toda España. El asesinato de miles de soldados a sangre fría, cuando ya se habían rendido y entregado las armas en Monte Arruit, Zeluán o Dar Quebdani, demostró contra que se combatía. Hombres atados vivos con sus propios intestinos, cadáveres mancillados, amputaciones de los genitales que acababan en la boca de la víctima, soldados vivos atados a un palo y dejados a su suerte para morir de sed, fueron algunas de las atrocidades cometidas por los rifeños. Algunas cábilas, no obstante, permanecieron del lado de los españoles, pero la mayoría se acabaron sometiendo a Abd el Krim, en virtud de esa costumbre feudal de apoyar al más fuerte y España había dejado de tener ese papel.
El Estado, como sus habitantes, entró en shock. Se comenzó una campaña de desquite que se hizo con suma cautela y que recuperó parte del terreno perdido. A partir de ahí la política española fue de conservadurismo, de mantenerse a la defensiva y de no realizar acciones ofensivas de relevancia. Los comandantes generales se quejaban amargamente de estar con las manos atadas y tener que permanecer a la expectativa, dejándose llevar por la iniciativa de un Abd el Krim cada vez más crecido.
Se estableció la República del Rif, que, aunque no fue reconocida más que por algunas naciones, funcionó como una suerte de país independiente del Reino de Marruecos con Gobierno, ministros, ejército y hasta algún avión que nunca llegó a volar.
Armas químicas
El 21 de julio de 1917, justo cuatro años antes de que tuviera lugar el Desastre de Annual, las tropas alemanas realizaron el primer bombardeo con sulfuro de etilo dioclorado, el ataque se produjo en la ciudad de Ypres por lo que el nombre de la sustancia adoptó el término de iperita. Las primeras declaraciones de los gaseados hablaban de un olor parecido al ajo o la mostaza, lo que produjo un segundo apodo, el de gas mostaza. Aunque las víctimas en el conflicto Irán-Irak mencionaban que no distinguían ese olor.
La iperita es un gas que no es especialmente letal, es una sustancia persistente que se presenta en forma líquida y puede adoptar también la forma gaseosa. Al contacto con la piel y tras un periodo de latencia de varias horas, origina unas enormes ampollas, además de problemas respiratorios producidos por la inhalación del gas. En condiciones normales, menos de un 5% de los afectados muere de sus efectos, pero las lesiones impiden continuar combatiendo y requieren tratamiento hospitalario más o menos prolongado. Lógicamente, esto tiene un alto impacto en la logística del adversario, que precisa de un alto nivel de medios de evacuación, así como de cuidados sanitarios para recuperar a las bajas.
Los gases no eran destructivos, no afectaban a las infraestructuras, no hacían colapsar edificios como los explosivos de gran potencia, no entendía de obstáculos, pues se colaba en trincheras, refugios, búnkeres… Era un arma, a priori, cruel por lo escandaloso de sus heridas, pero no mucho más que otras formas de matar que se habían empleado a lo largo de la historia. No discriminaba entre militares y civiles, pero tampoco lo hacían los bombardeos con explosivos. No era tan letal, por lo que implicaba tener que desplegar muchos medios de evacuación y afectaba sobremanera a la moral de quien recibía el ataque por lo escandaloso de sus efectos.
Durante la Guerra Mundial fue un arma poderosa en el último año del conflicto. Los aliados aún tardaron un año en producirla y emplearla. En junio de 1918 fue usada por primera vez por franceses y en septiembre de ese año por los británicos. El gran problema del armamento químico era la relación volumen-eficacia. Para ser realmente eficaz hacía falta un número completamente desmedido de proyectiles, porque el gas de uno no conseguía prácticamente efectos. Además, el uso del explosivo para abrir los proyectiles que contenían el gas mitigaban mucho la eficacia de este.
Francia utilizó iperita en Fez, en su zona del protectorado, en el año 1920. El ejército rojo gaseó a los campesinos para aplastar la rebelión de Tambov entre 1920 y 1921.
El uso de armas químicas por España
Abd el Krim comenzó a posicionar piezas de Artillería en la bahía de Alhucemas. Una red de cuevas y túneles constituía un excelente refugio para la única ventaja operacional de los españoles, el empleo de la aviación. España se mantuvo en un perfil bajo en 1922 y 1923, a pesar de que los prisioneros supervivientes del Desastre de Annual no fueron liberados hasta enero y previo pago de su importe.
Mientras, las operaciones eran de un alcance limitado y se continuaba a la defensiva. Pero Abd el Krim seguía intentando ganar terreno y trataba de sitiar posiciones como había hecho con la de Igueriben en 1921, que tanto éxito le granjeó.
La Maestranza y Parque de Artillería de Melilla organizó un taller para cargar proyectiles con gases en 1923. La operación no era nada sencilla a pesar de disponer de asesores alemanes. De hecho, mucho personal implicado en la fabricación sufrió lesiones por contaminación de iperita durante todo el tiempo que el taller estuvo funcionando hasta finales de 1925.
En agosto, el Alto Comisario de España en el Protectorado pidió al ministerio de la Guerra el envío de 1000 bombas cargadas con gas para disponer de un remanente de munición para la aviación. Lo que demuestra que antes de agosto de 1923 no se había lanzado bomba alguna sobre las posiciones rifeñas desde ningún aparato volador.
Sin embargo, el 11 de abril de 1923, Abd el Krim comenzó una ofensiva contra las líneas españolas tratando de tomar Tizzi Aza y de ese modo ganar una posición de fortaleza para las negociaciones que se preveían entre españoles y la autoproclamada República del Rif. En el marco de esa operación, durante unos muy violentos combates en los que falleció el propio jefe del Tercio, el teniente coronel Valenzuela, se emplearon por primera vez municiones de artillería cargados con iperita, a modo de ensayo. Fueron unos pocos, pero infringieron un fuerte impacto moral entre los rifeños. Era el 5 de junio de 1923.
A partir de ese momento se emplearon armas químicas y están documentadas. El 13 de julio de 1923 se lanzaron las dos primeras bombas de gases sobre Amesauro, de la cabila de Tensaman. Fue la primera vez que se arrojaban bombas químicas desde un avión. Lógicamente, la capacidad de carga y bombardeo de aquellos aparatos biplanos era muy limitada y las bombas de poco peso.
En agosto se volvió a sitiar una posición, la de Tifaurín que implicó a gran número de tropas de la Comandancia de Melilla, organizándose varias columnas para tratar de liberar a los sitiados. Durante toda la operación se lanzaron 40 bombas con gases, aproximadamente un 20% del total de las municiones empleadas repartidas en 10 días, entre el 1 y el 10 de agosto. El día que más se emplearon fueron un total de 8. Para que se hagan una idea, una bomba de aviación cargada con gases de los años 50 podía llevar varias toneladas de agresivo, las que se empleaban en el Rif eran las bombas C-5 de 20 kilos de peso con un contenido químico de 6,5 litros. Esto implica que durante 10 días se arrojaron 260 litros de agresivo, una media de 26 litros diarios.
El uso y empleo de estos artefactos no se ocultaba, habida cuenta que no existía en ese momento prohibición alguna de su uso. De hecho, la Maestranza de Artillería realizó un detalladísimo informe de los procedimientos empleados, las dificultades encontradas y las cantidades cargadas durante todos los meses que estuvo activo el taller de municiones químicas.
Hasta 1924 no volvieron a emplearse. Fue para bombardear la casa de Abd el Krim en Axdir, la capital de la ''Repúbica del Rif'', mientras se realizaban operaciones de repliegue en el sector occidental del Protectorado con un gran número de bajas. A lo largo del año volvieron a emplearse en las cuevas identificadas por los aviones de reconocimiento.
Cuando la zona occidental cayó también bajo las fuerzas de Abd el Krim se emplearon hasta 120 bombas de iperita, una quinta parte del total, en las operaciones contra las harcas rifeñas.
A partir de ahí comenzaron los preparativos para el Desembarco de Alhucemas. El 25 de agosto se emplearon 254 bombas C-5 con 6,5 litros de gas cada una y 35 C-1 con 7.9 litros por munición. Sus objetivos fueron fortificaciones rifeñas en la desembocadura del río Kert.
El mismo día del desembarco se lanzaron más de 1000 bombas de explosivos, solo 17 contenían gas, 110 litros en total a lo largo de todos los objetivos de la Bahía de Alhucemas, las alturas dominantes, las cuevas y las calas que bordeaban la playa principal.
Los rifeños tiraron también de expertos alemanes e impregnaron con gas las zonas rocosas de los acantilados, viéndose afectados algunos legionarios que habían desembarcado en primer lugar.
Los franceses las emplearon durante su ofensiva sobre el Alto Kert en 1926, con mucha más cantidad y profusión que lo usado por España.
Conclusiones
El Protocolo de Ginebra de prohibición de agresivos químicos es del 17 de junio de 1925. España lo ratificó en 1929. El protocolo no prohibía la fabricación ni su utilización en conflictos internos, guerras no declaradas o sublevaciones coloniales.
El Reino Unido lo ratificó en 1930 y empleó armas químicas en Irak, Afganistán y Pakistán. Italia lo hizo en 1928, aun así las empleo en Abisinia y Libia. Francia las usó con mucha más profusión que España en Marruecos, en especial en Fez en 1920, ratificó el Protocolo en 1970. Estados Unidos o China no llegaron a firmarlo hasta acabar la Guerra de Vietnam. Cuando Marruecos fue independiente y se levantaron los protectorados español y francés, el príncipe Muley Hasan, que luego sería coronado como Hasan II, reprimió la sublevación de los rifeños, entre 1958 y 1959, cuando estos izaron algunas banderas españolas y proclamas a favor del general Franco. Con apoyo militar francés se bombardeó con fósforo blanco y napalm, una forma mucho más cruel de atacar con sustancias incendiarias que abrasan al combatiente, dejando más de 8000 rifeños muertos.
La iperita, el gas más usado por los españoles, aun siendo un gas persistente, no tiene eficacia después de unos cuantos días y, en casos muy excepcionales, puede sobrevivir algunos meses si no se produce lluvia o condiciones meteorológicas que la eliminen. Es imposible que persista más de un año.
Los bombardeos se produjeron hace un siglo, por lo que el nacimiento de niños con deformidades o los casos de cáncer nada tienen que ver con el empleo de armas químicas, las cuales, ni por cantidad ni por persistencia del gas, podrían haber causado daños a nadie más allá de 1927.
El empleo de otros gases mucho más letales, que consiguen producir bajas mortales a casi todo el personal gaseado, como el neurotóxico VX empleado por Irak contra los kurdos, han situado a las armas químicas como engendros inhumanos de destrucción masiva. Una sola bomba de la actualidad es capaz de transportar más agresivo químico líquido que todo lo lanzado durante la Guerra de África.
Este artículo no pretende defender ni blanquear a nada ni nadie, únicamente tiene vocación de aportar sentido común, de evitar la demagogia y el uso político de una circunstancia que, aún desgraciada y reprobable, no fue particular ni significativa en comparación con las naciones de nuestro entorno.
Por último, me queda pedir la venia del lector y agradecer la paciencia de haber llegado hasta aquí, porque esto ha quedado más largo y denso de lo pretendido, pero, a veces, no bastan dos folios para contar la historia.
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