Imagen de 2 manos encajados, una de las cuales es del diablo con el logotipo de merecedes de fondo
OPINIÓN

Cuando el diablo viaja en un Mercedes

El pueblo abandonado de Marmellar, en el Baix Penedès, es uno de los lugares de Cataluña que sigue teniendo peor fama por su vinculación con el satanismo

Era una gélida mañana de invierno de 2014 y mi acompañante y yo nos dirigíamos a pie por una pista forestal en pésimo estado hacia el pueblo abandonado y con muy mala fama de Marmellar, situado en el Baix Penedés. Aquel pueblo tenía —y sigue teniendo, y con razón— muy mala prensa.

Dejando de lado los constantes rituales, muchos de magia negra y satanismo que allí se han realizado —y se realizan—, y cuyas huellas podemos ver en sus muros pintarrajeados, el horrendo asesinato en el fantasmal pueblo y otro muy cerca de dos mujeres aportaban más tinieblas y aire macabro a las ruinas de aquel pueblo antaño habitado por decenas de personas.

Dibujos satánicos en la pared de un edificio

Cuando íbamos a subir por una trocha lateral que ascendía a la profanada iglesia, sentí un fuerte dolor en el costado derecho, y observé asombrado cómo una especie de trampa al estilo de las orientales y peliculeras estacas punji, pero en este caso lateral, había atravesado mi grueso anorak, más un recio chaleco militar de “mimeta” que llevaba, y la gruesa camisa, también militar, haciéndome una pequeña pero dolorosa herida.

Nos paramos allí mismo a curar la herida, mientras intentaba imaginar qué mente desquiciada o criminal había montado entre la maleza aquella trampa, que bien hubiera podido ocasionar algo más que una herida de unos pocos centímetros —gracias a la ropa que llevaba— incluso en la tierna piel de algún niño que por allí estuviera de excursión.

Sin más, y en muy pocos minutos, llegamos al profanado templo. En su interior, junto a símbolos esotéricos, pentagramas siniestros, algunas cruces invertidas de color rojo pintadas en las paredes, y una buena cantidad de sahumerios, incienso y velas negras por los suelos, pudimos observar diversos pedazos de un pobre gato atigrado que, sin duda, había sido recientemente víctima y protagonista de algún repugnante ritual.

Casa con nichos en Marmella

No era la primera vez, ni mucho menos, que observaba restos de rituales de tinte satánico. Incluso tuve un editor, rico y poderoso, que se movía por esa línea siniestra del ocultismo, aunque, en su caso, pienso que más por enajenación mental que por convicción religiosa o doctrinal.

Hicimos las correspondientes fotografías para el reportaje —y para un libro que por entonces estaba escribiendo sobre pueblos malditos de Cataluña—, recorrimos su tétrico cementerio, vacío desde hacía años, sus ruinosos edificios, algunos también con restos de rituales, no necesariamente siniestros, y regresamos hacia El Vendrell, para que echaran una mirada a la herida, que seguía sangrando un poco (por cierto, se negaron y me tuve que desplazar a Barcelona para que un médico de urgencias de mi CAP lo hiciera).

Mientras regresábamos en el automóvil, mi acompañante me preguntó si aquello era cosa de “adoradores del Diablo”. Le respondí que sí, muy posiblemente, pero que dentro de esa gente los había de muy distintas tendencias y comportamientos; desde jóvenes —incluso niñatos que buscan emociones fuertes por inmadurez—, hasta personas mentalmente maduras y bien formadas —incluso académica y profesionalmente— que han escogido el culto al Diablo como una forma de pensar. Digamos que, incluso, en dichos siniestros y macabros cultos, hay “clases” y estatus. 

Encontramos algunos grupos de adolescentes o gente muy joven que buscan peligrosas y “exóticas” emociones y luego salen psicológicamente tocados. Fui testigo como invitado o “fisgón” a un ritual nocturno en las ruinas de Rubials (Tarragona) donde una de las asistentes, apenas mayor de edad, tuvo que ser llevada de urgencias a un hospital de Tarragona con un ataque de nervios o algo peor tras un ritual pseudodiabólico, pero no cruento, aunque sí muy siniestro y con presencia de alcohol y drogas.

Pintada de una estrella de seis puntas en una casa abandonada en Marmella

También están los “colgados” que gustan de profanar cementerios, en alguna ocasión con tanta estupidez que se olvidan el DNI en el mismo lugar de la profanación; incluso en su aberración mental se ha dado algún caso en el que, tras profanar un cementerio y realizar sus rituales, utilizaban huesos humanos, acompañados de pastillas de caldo Avecrem, para realizar un “caldo de huesos” – 22 de marzo de 2004, cementerio de la gerundense población de Peralada—.

Llegados a este punto, no vayamos a pensar que todos estos “adoradores del Mal” son gente inculta, inadaptados sociales, “colgados” o simplemente retorcidos. Ni mucho menos.

Recuerdo hace muchos años una entrevista en una bonita vivienda del Maresme con el doctor Frederik Koning, autor, entre otras obras sobre el tema, del famoso y ya clásico libro Historia del Satanismo. Dicho experto, que en aquellos tiempos era quien más sabía sobre el culto al Diablo en nuestro país, me dijo unas palabras que anoté en mi blog y fueron para mí más que importantes: “Piensa que los más serios, convencidos y relevantes adoradores del Diablo viven en los barrios nobles de las ciudades, tienen una vida más que solucionada y, en algún caso, son tan famosos que incluso alguno tiene en España algunas calles que llevan su nombre”. Citó a un famoso médico fallecido bastantes hace años y que, por no poder comprobar que aquello que me contaron fuera verdad—aunque me temo que sí—evito mencionar su nombre.

Nichos del cementario en Marmella

Poco más tarde, entrevisté a un bondadoso y erudito sacerdote jesuita que fue durante unos años exorcista en Barcelona. Aquel hombre nos contó a mi compañero, el escritor Lluís Utset, y a mí que, en ocasiones, el Mal y sus acólitos estaban en los lugares con más poder y dinero, y que a algunos de sus más fieles seguidores te los podías cruzar en la calle, mientras viajaban en algún automóvil de alta gama con chófer.

Fue sobre el año 1988 cuando una conocida y decidida reportera de TVE me pidió como favor personal que la pusiera en contacto con algún “seguidor del Diablo” para entrevistarlo. Le comenté que era difícil que alguien así, salvo si era un pobre mentecato con ganas de publicidad y protagonismo, se dejará entrevistar por una emisora de TV. La reportera insistió y le presenté a un personaje con relevante cargo público—antiguo compañero mío en los boy scouts—que sabía que desde joven seguía y practicaba dichas creencias, aunque, por ser alguien inteligente, cultivado, de posición y con una mente equilibrada, ni profanaba iglesias o cementerios, ni mataba animales—o personas, que también ha habido casos—ni realizaba este tipo de aberraciones, o eso me gusta creer. Hablé con mi antiguo compañero de escultismo y aceptó la entrevista, aunque solo fuera por la curiosidad de ver qué le preguntaban, pero sin cámaras ni grabadoras.

La reportera, cual ametralladora, empezó a disparar preguntas a discreción. Él, sonriente, vestido con su indudablemente elegante camisa de seda y exhibiendo sus excelentes modales, la observaba. Al terminar el interrogatorio, casi un monólogo sin apenas conseguir respuesta alguna, el elegante caballero le dijo, sin perder nunca su cautivadora sonrisa de hombre de mundo: “Señorita, usted es muy joven, le queda mucha vida por delante, y nunca se sabe qué le puede pasar, si toca según qué temas. Le aconsejo que busque otro tema; por ejemplo, hable usted de las brujas, y disfrute de la vida”.

Pintadas en las paredes de la casa cementerio de Marmella

Visiblemente pálida, la reportera dio por finalizada la entrevista y nos despedimos de aquel hombre educado y afable. Una vez en la calle, muy cerca del selecto Turó Park, me dijo: “Miguel, ¿me invitas o te invito a un coñac? Lo necesito”. Ambos nos fuimos a tomar una copa en el selecto barrio —yo invité, pues siempre he sido de costumbres clásicas, aunque ahora no se lleve entre cierta gente y se pueda tachar este gesto de heteropatriarcal— y ella, todavía algo impactada, comentó que “pasaba del tema” y que haría otro reportaje distinto. Me alegré por ella.

Se puede creer en el Diablo, el demonio, el Mal (o como queramos llamarlo), o no creer. Eso va según cada cual —quien esto escribe no cree—, pero lo que nadie puede ignorar es que, al igual que hay gente que acude a rezar a las iglesias con la mejor de las intenciones, —otra cosa es que las cumplan—, también existe una minoría que rinde culto a creencias mucho más siniestras y oscuras. Unos, de forma totalmente hermética y elitista en zonas adineradas, desplazándose en coches de lujo y con profesiones liberales o cargos importantes, convencidos de sus creencias que mantienen en privado. Otros, mentalmente menos maduros y a veces con escasas luces, o simplemente frikis macabros, profanan cementerios, realizan sacrificios —no siempre de pobres e indefensos animales— y forman la parte folclórica del culto al Mal que, exista o no, lo que puedo asegurar es que tiene más seguidores de lo que muchos piensan.

Y luego están aquellos que son el Mal encarnado, preparando invasiones, provocando guerras, crisis humanitarias o económicas, enfrentando bélicamente países, sembrando muerte y desolación. A veces pienso que estos poderosos personajes, con sus actos, incluso superan en maldad al mismísimo Diablo, suponiendo que exista.

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