Boca de una fuente con el rostro de un demonio

OPINIÓN

Barcelona y sus brujas: un viaje lleno de prejuicios

Negar la existencia de brujas y brujos es como negar que existan médicos, mecánicos, ingenieros, periodistas o albañiles

Negar la existencia de brujas y brujos es como negar que existan médicos, mecánicos, ingenieros, periodistas o albañiles; por poner solo unos ejemplos. Son decenas de miles los documentos y procesos que nos hablan de la existencia de gente que, a contracorriente de la ortodoxia católica —o protestante—, siguieron la llamada “vieja religión”. Mejor dicho, practicaron un compendio de antiguos ritos y creencias paganas que, con el tiempo, formaron lo que hoy conocemos como brujería.

Se puede hablar realmente de brujería en Europa solo desde finales de la Alta Edad Media. En los siglos anteriores, el cristianismo no estaba completamente afianzado en gran parte de los reinos europeos; de hecho, algunos territorios eslavos y bálticos, en pleno siglo XIV, aún eran oficialmente paganos. En Cataluña, los procesos brujeriles y la presencia de brujas y brujos se datan desde el siglo XIII. En esa época, la obsesión de la Iglesia por acabar primero con los herejes cátaros — de los que ya hablamos en otro artículo — y, más tarde, la obsesión de los dominicos y su Inquisición por sesgar cualquier tipo de heterodoxia, convirtió a hombres y mujeres que seguían cultos paganos, o simplemente pensaban diferente, en el objetivo principal de las persecuciones.

Aunque es cierto que la brujería se desarrolló más en los medios rurales que en las grandes urbes, Barcelona, en sus épocas medieval, renacentista e incluso barroca, mantenía un carácter predominantemente rústico y campesino. No hay que olvidar que se trataba de una ciudad de medidas no excesivamente grandes, limitada por poderosas murallas que en algunos casos se remontaban al Imperio Romano, el mar, y más allá, marismas, campos de cultivo y bosques, destacándose la entonces exuberante montaña de Montjuïc.

Al revisar antiguos documentos, descubrimos que la brujería, o al menos lo que la gente y las autoridades, principalmente las religiosas, consideraban brujería —no confundir con hechicería—, tuvo una presencia notable en la Ciudad Condal durante muchos siglos. Hasta hace poco, algunos topónimos aún nos lo recordaban. Montjuïc, montaña sagrada de la ciudad, que llegó a tener hasta dieciocho ermitas —de las cuales solo queda en pie la de Santa Madrona—, fue el enclave principal para las reuniones brujeriles, conocidas también como sabats o aquelarres, aunque este último término es más adecuado para el contexto vasconavarro.

En particular, la zona conocida como Font del Gat, entonces situada relativamente lejos de la ciudad antigua, era el principal punto de encuentro de estas personas. Sin embargo, en las murallas y el extrarradio de la ciudad también existieron lugares que gozaron (o sufrieron, eso ya depende de la visión personal de cada uno) de fama brujeril, siendo quizás el más significativo la zona que abarcaba la calle de la Cadena —en el cada vez más peligroso barrio del Raval—, conocida anteriormente como Brunyoles o Rumeiols.

La zona era conocida como 'La Cadena' porque allí había habido una gran y pesada cadena que cerraba el paso hacia la desaparecida riera de Prim, también llamada 'la riereta', dando nombre a la actual calle homónima en el multiétnico barrio. Rodeada por campos, huertos y almacenes entre los siglos XIV y XVII, esta área albergaba la Font de les bruixes (Fuente de las brujas), famosa por sus supuestos poderes mágicos y frecuentada por aquellos considerados practicantes de las artes mágicas, quienes acudían a beber y llenar sus cántaros y vasijas en dicha fontana.

Font del Gat, en Barcelona

Muchos barceloneses de la época creían que, por el solo hecho de beber de aquella agua, y principalmente siendo mujer —y entonces no existía la obsesión con el tema del patriarcado opresor y demás fobias y filias tan de moda actualmente en sectores woke—, ya se podía ser bruja y tener un pacto, incluso carnal, con el Diablo. Como curiosidad turística o simple anécdota, comentaremos que más o menos donde estuvo ubicada dicha fuente, se levanta en la actualidad la majestuosa e imponente imagen de un gato, animal asociado desde siempre y en toda Europa con las brujas. Esta inmensa figura metálica, obra del famoso artista colombiano Fernando Botero, ha paseado sus varias toneladas por diversos lugares de Barcelona, hasta quedar afincada en este lugar tan “especial”.

Se sabe que a las grandes celebraciones brujeriles realizadas en la actual zona de la Font del Gat y sus alrededores, muchos de los asistentes salían desde esa misma fuente. Curiosamente, siglos más tarde, en el siglo XIX, este sitio se convirtió en el principal punto de encuentro de matones y gente de mal vivir de la ciudad, donde se reunían para contarse sus andanzas y “proezas” delictivas y acordar turbios negocios. Por simple coincidencia —o eso quiero pensar—, siglos más tarde, aquella zona fue decorada con una inmensa cabeza del Diablo que, todavía hoy, nos contempla con su pétrea mirada, como si fuera un diabólico recuerdo de otros tiempos de oscurantismo.

El famoso folclorista Joan Amades —también vecino del Raval, por cierto— cuenta que aprovechando la cercanía de la fuente y su mala fama, en una de las pocas casas o caserones de la zona se organizó una verdadera escuela de brujería. Allí, hechiceras, nigromantes, brujas y mánticos en general, acudían a modo de “universidad de las ciencias ocultas” para estudiar y practicar sus artes mágicas y esotéricas.

No vayamos a creer que las brujas barcelonesas y sus compañeros, supuestos adoradores del diablo, se limitaban solamente a esta ubicación dentro de la ciudad. Según la vox populi, otro enclave brujeril era precisamente el convento de Santa Caterina (Catalina), donde curiosamente se encontraban los dominicos, grandes colaboradores y asesores —crueles y fanáticos, en muchas ocasiones— de la Inquisición o Santo Oficio. Los rumores del pueblo llano aseguraban que algunos de estos dominicos, que de día cazaban brujas y brujos, por la noche se entregaban a las mismas prácticas que condenaban.

La creencia en aquellas reuniones demoníacas era tal que, durante muchas décadas, hubo en Santa Caterina un confesionario de madera con un costado quemado. Según las leyendas populares, esa huella había sido causada por el Diablo mismo, quien, se decía, había visitado el convento. Este relato llenaba de temor a muchas mujeres y niños de la zona, quienes evitaban acercarse al lugar durante la noche.

Pocas defensas podían tomar los barceloneses ante los supuestos ataques de las brujas. Una de ellas, al igual que en otras localidades catalanas como Figueres o varias poblaciones del Maresme o el Montseny, era tener una gran campana dedicada a combatir las malas obras de las brujas, principalmente las tormentas de granizo que, según la creencia general e interesada difusión de la Iglesia, eran enviadas por ellas para destruir las cosechas. Esta campana, conocida como de campana de les bruixes, se encontraba en pleno barrio gótico, en la medieval iglesia de Sant Just i Pastor, de la que el estudioso Garrut Romá sugiere que bajo sus cimientos quizá se encuentren las más antiguas catacumbas de Barcelona, una posibilidad que no parece descartable.

Hablando de catacumbas y túneles, es destacable recordar que existe una tradición casi milenaria que asegura que estas catacumbas o grandes túneles subterráneos existen realmente y que, muy posiblemente, tenían diversas entradas, una en la actual Plaza de Sant Jaume y otra en la Plaza del Ángel. Según estudiosos como Amades, algunos de estos túneles llegarían hasta el mismo Collserola, y fueron utilizados en las guerras de Sucesión y Segadors para introducir hombres y avituallamiento en la ciudad cercada.

Fuente con el restoro de un demonio

Desgraciadamente, la lucha contra las brujas, fueran reales o supuestas, no siempre se limitó a una simple campana. Hay noticias contrastadas y documentadas de que en plena ciudad de Barcelona se apresaron y encarcelaron a supuestas brujas, que tras ser sometidas a humillaciones y torturas —si eran jóvenes y físicamente atractivas, podemos imaginar las atrocidades—, acabaron en la hoguera.

Uno de los casos más lamentables ocurrió a principios del siglo XVII, en la actual calle de Gombau, en el barrio de Santa Caterina. Una mujer relativamente joven y su hija adolescente, que vivían en una sencilla casa de la entonces llamada calle de La Parra, fueron quemadas vivas, acusadas de brujería y adoración al Diablo. En el juicio sumarísimo, sin pruebas reales, la Inquisición presentó a un invidente de nombre Pascual, que aseguró que aun siendo invidente pudo claramente “ver” como ambas mujeres practicaban la brujería sin ocultarlo apenas, lo que se interpretó como un pacto con el Diablo.

Se habló de una cruel venganza de un poderoso religioso barcelonés ante las negativas de la madre a concederle favores carnales. Los ciudadanos de Barcelona observaron con desprecio y horror como estas dos mujeres, muy posiblemente inocentes, eran quemadas vivas tras ser torturadas. Desde entonces y durante casi un siglo y medio, aquella calle, actualmente Gombau, fue conocida popularmente como “calle de las brujas”.

Hemos hablado sucintamente sobre las mujeres conocidas como brujas, pero debemos dejar claro que, aunque en minoría, también existieron hombres que practicaron estos cultos. Ya en aquellos tiempos no había paridad, aunque en este caso, era en sentido contrario. Estos hombres fueron torturados y quemados por su supuesta o real manera de pensar y actuar.

Pese a la “leyenda negra” que tiene nuestro país —gracias no solo a gente ajena a nuestras tierras, sino también a muchos autóctonos que gustan de denigrar nuestra historia—, las brujas y brujos perseguidos, juzgados y, sobre todo, quemados en Barcelona, otras zonas catalanas y el resto de la actual España, fueron mínimos si los comparamos con los juicios y posteriores quemas de brujas y brujos que se llevaron a cabo en la mayoría de países protestantes —varios Estados germanos se llevaron la palma— y otros países católicos de Europa.

La brujería fue, ante todo, un regreso a cultos ancestrales con cierta tendencia matriarcal (los sabats estaban normalmente dirigidos por una mujer, algo muy mal visto en aquellos tiempos). Socialmente, esta práctica representaba una revuelta de aquellos que diariamente sufrían las peores condiciones, quienes incluso en muchas ocasiones tenían prohibido comer en exceso —cuando podían hacerlo, que era pocas veces—, disfrutar de grandes fiestas y el fornicio, mientras que los poderes políticos o religiosos de la época lo practicaban en exceso y sin ocultarse.

Cuando hablemos de brujas, dejemos de pensar en el tópico de mujeres viejas, con verrugas, riendo histéricamente y volando montadas en una escoba (sobre este tema, deberíamos hablar de potentes alucinógenos que algunas sí conocían bien). Las hubo de toda edad, físico y hasta manera de pensar. Y Barcelona, la capital catalana, no fue ajena a una corriente que, todavía hoy se da, aunque de una forma un tanto descafeinada y “snob”. Con un cierto porcentaje de vividores, listillos y “limpiabolsillos”, esta corriente sigue presente en diversos países, principalmente anglosajones, y también en la actual España.

Hablar de brujería implica algo más que narrar historias de persecución y oscurantismo. Los hechos acontecidos nos hacen reflexionar sobre nuestras propias inquietudes y prejuicios, invitándonos a indagar en nuestro interior. ¿Realmente tenemos ahora una mejor comprensión y tolerancia hacia lo diferente, o hemos sustituido a los antiguos inquisidores por versiones modernas?