Dos personas de negocios dándose la mano con un fondo rosa.
OPINIÓN

Amigos, compañeros y saludados: no son lo mismo

No soy el primero que gusta de poner grados o empleos a la gente con la que me relaciono.

Hace unos días, iba por la barcelonesa Calle Casanovas a comprar comida para mis gatos cuando se me acercó un tipo cincuentón que llevaba cierto uniforme del Ayuntamiento de Barcelona. Casi me abrazó y me hizo algunas preguntas sobre un antiguo libro mío que ya apenas recuerdo. Me lo quedé mirando con caras de pocos amigos y le dije directamente que tan siquiera sabía quién era.

Un poco chasqueado —tanto me dio— me dijo que, en una ocasión, haría unos quince años, le había firmado un libro en un Sant Jordi y añadió que, “ya que éramos amigos”(¿?), aprovecharía para hacerme “varias preguntas”.

Otra persona más espiritual y diplomática que yo, se hubiera comparecido de aquel desconocido descarado y preguntón. Yo me limité a decirle que no me acordaba de él, cosa que lamentaba, pero que, sobre ser “amigos” nada de nada.

Se marchó cabreado. La diplomacia nunca ha sido mi fuerte; otra cosa es ser educado, que eso siempre intento serlo, sin llegar a la ñoñez.

Siento cierta envidia de algunos colegas que, cuando están firmando libros, aceptan gustosamente abrazos o besos de personas a las que no conocen. Yo me limito a sonreír, a hacernos una foto si el lector o lectora lo pide —solo una vez me negué, pues sabía que aquella foto tenía como doble intención enfrentarme todavía más con cierto periodista vasco muy televisivo— y dar un apretón de manos.

Siempre hago distinción entre lo que considero un amigo, una amistad, un compañero o colega o un simple conocido o saludado.

No soy el primero que gusta de poner grados o empleos —y pido perdón por mi léxico militar— a la gente con la que me relaciono.   

Retrato en blanco y negro de Josep Pla con traje y corbata, apoyando su cabeza en su mano.

Tenía Cataluña un gran escritor y periodista ampurdanés de nombre Josep Pla. Sí, ese al que hace ya bastantes años un alcalde gerundense que en lugar de cerebro tenía una cebolla — “ceba”, en catalán, y nunca mejor dicho—, “indepe” para más señas, le negaba una calle por confundirlo —o no— con el falangista Joan Pla y su camisa azul. 

Este alcalde no era el único cenutrio por entonces —ya no digamos ahora, tal como está el panorama—, ya que, rizando el rizo, otro “ilustrado” colega suyo, pero en tierras granadinas, tenía intención de tirar al suelo un edificio de finales del siglo XV, edificado en tiempos de los Reyes Católicos —Fernando, avispado y maquiavélico e Isabel, bastante distinta a su no siempre fiel esposo— porque tenía grabado en sus muros desde hacía más de 500 años el yugo y las flechas, confundiéndolo, en su muy limitada o inexistente cultura, con el clásico símbolo y escudo de los fascistas españoles. 

Pensemos que actualmente España, principalmente varios de sus cargos democráticamente escogidos —algunos con homenaje a Nepote incluido— no es, al menos políticamente, un país puntal y faro de la cultura. Basta con escuchar, leer o ver en televisión, los piropos o enfrentamientos tabernarios a los que ya nos tienen acostumbrados algunos. De hecho, a una docena —de distintos partidos— les otorgaría cargos honoríficos de porteros de discoteca barata, ya que, sin duda, el matonismo barato y la lengua larga —por no decir bocazas— y en ocasiones soez predomina en ellos más que las buenas formas que se espera de los políticos de un país occidental y democrático, como es España —léase “este país” o “Estado español” para los más woke que sufren alergia y salpullido cuando escuchan la palabra España o Nación.

Pero volvamos a hablar del admirado ampurdanés. Josep Pla dijo en una ocasión que él tenía “amigos, amistades y saludados”, que eran cosas distintas.

Yo discutía, siendo un chaval de 20 tacos, con mi padre sobre ese tema.

Era por entonces quien esto escribe un buen scout —Explorador de los Scouts de España del Poble Sec— pero con bastante chulería y mala uva; aunque, eso sí, cargado con una juvenil inocencia, por la cual creía que en esta vida, y más a esa edad, se podían tener “muchísimos amigos”.

Mi padre, al que ya por desgracia le quedaba poco de estar en este puñetero mundo, me decía “no, amigos se tienen pocos; lo importante es que sean buenos y sinceros. Otra cosa distinta son los compañeros y conocidos”

Actualmente, cuando percibo los setenta no muy lejos,  habiendo dejado el uniforme escultista en el armario hace más de cuarenta y cinco años y viendo cómo mis juveniles ideales —no todos, pues los animales en general, y los gatos en particular, la Naturaleza y mi país son sagrados— han ido quedando por el camino durante mi ya largo trascurso vital, comprendo más que nunca las palabras de mi estimado padre y las del gran reportero y escritor ampurdanés.

Por cierto, hace poco leí en un medio de los llamados “bienpagados” ---¿será por las subvenciones?--- cómo definían a Pla de “periodista facha”. 

Hay que ver cómo se multiplican por miles los “fachas” cuando los del mundillo woke tienen que definir a todo aquel que no piensa como ellos, ellas y en ocasiones elles

Con permiso del incombustible —y mancillado por diversas miserias mentales con cargo público— Pla, y cómo homenaje y eterno recuerdo a mi progenitor, hace décadas que decidí hacer mi propia escala o cuadro sinóptico de relaciones sociales.

Mi círculo de amistades lo divido entre varios “empleos” (perdón de nuevo por el “militarismo”, pero a mi edad ya solo me puede cambiar la Parca).

Dos personas dándose la mano en un entorno interior.

Amigos. Muy pocos, y entiendo por ese sagrado nombre aquellas personas a las que siempre podré pedir un favor, que sinceramente se alegrarán de mis éxitos y sufrirán mis desgracias (lo mismo que yo con ellos). Fíjese quien me lea habitualmente que son pocas las veces que utilizo la palabra, para mí casi sagrada, “amigo”.´

Amistades.  Personas con las que me une una buena relación, que me ayudarán “casi” siempre, y yo haré con ellos lo mismo, pero que en algunos casos muy íntimos no les voy a contar mis penas ni ellos a mí las suyas. Tengo bastantes amistades, y las conservo con placer.

Los puedo en ocasiones llamar “amigos”, aunque realmente son amistades, un grado menos en el escalafón. En ocasiones pienso que son los que prefiero, sinceramente, ya que si los pierdes, o te dan portazo, tampoco te llevas un gran disgusto.

Compañeros. Son aquellas personas, hombres y mujeres, a los que me une una actividad común. Profesional, deportiva o de asueto. Con los que puedo bucear, hacer un vivac, practicar “bushcraft”, o tomarme unas birras. Gente con la que pasas buenos ratos, pero que a la hora de la verdad es probable, aunque no siempre, que te dejen más vacío que el expediente ginecológico de mi estimada Minnie Mousse.

Conocidos.  Son aquellos a los que conoces, hablas en ocasiones, les pides o bien les haces un pequeño favor, pero que en muchas ocasiones y pasado el tiempo incluso te preguntas “¿cómo narices se llama este tipo?”, pues en un determinado momento, ni te acuerdas.

Son aquellos que, en algunas ocasiones, cuando estás firmando libros se acercan con otra persona y te abrazan —algo que no me gusta— o te saludan calurosamente, como si hubieras intercambiado fluidos desde hace años con ellos. O bien cuando tienes un cargo de cierta importancia —sea editorial, periodístico o empresarial, tanto da— te vienen a saludar y te piden un favor en nombre de no sé qué puñetera y olvidada vez en la que “fuisteis muy amigos”.

Tarjetas perdidas.  Para los que tenemos —actualmente debería mejor decir, teníamos— la oportunidad de viajar bastante —actualmente mal está la cosa con la crisis, ¡que la hay!, y la morosidad editorial de muchos medios y editores— existe este tipo especial de “relación social”. 

Se trata de aquella persona, hombre o mujer, con la que compartes un viaje de 15, 20 o 30 días. Haces unas excelentes relaciones, te haces fotos y birreas con ellos, ríes y, al despedirte en el aeropuerto y tras prometer intercambiar emails y fotos, haces un intercambio de tarjetas de visita… que poco después van a la basura. Y solo te acuerdas de ellos, en ocasiones ni de su nombre, al ver, años después, fotografías de aquel viaje.

Ya sé que esta tabla de equivalencias es algo muy personal. ¡Lógicamente!, es la mía. 

Pero por ella me guío, y cuando la resumo así queda: Amigos, más bien pocos (y cada día menos); amistades, bastantes y, en ocasiones, estupendas; Compañeros, muchos: buenos, regulares, malos y algunos que ni para chusma de galera valdrían. Y, finalmente, saludados, que los puedes tener a cientos, aunque en ocasiones te llevas sorpresas, para bien o para mal.

Con la pujante moda de las redes sociales no voy a extenderme con esa pobre gente que se regodea públicamente de tener muchos “amigos” en redes, como por ejemplo la cada vez para mi gusto más chabacana Facebook, ya que, en este caso, tener cientos, incluso miles de amigos en estas redes sociales es como tener un tío en La Habana, que ni tienes tío ni tienes nada.

Manos de una persona escribiendo en un teclado de computadora portátil.

Hace años recibí un paquete de un misterioso —o no tanto— desconocido en cuyo interior había un libro de una editorial madrileña que destilaba veneno contra un ex amigo mío —no nos soportamos mutuamente hace años—, muy popular y televisivo (ahora incluso diría que valiente a la hora de abordar semanalmente temas que otros profesionales no tienen bemoles de hacer; a cada cual lo suyo).

Lo leí con cierto reparo y cabreo —y alguna sonrisa al leer algunas verdades como catedrales— y, tras ver que quien aquello escribía decía más o menos que seguía considerando su amigo a quien había crucificado en las casi 300 páginas del libro, pensé por un momento “para tener amigos así, mejor me compró un cesto de cobras de Nueva Delhi y me acuesto con ellas para darme un revolcón”.

A pesar de que yo pudiera compartir, al menos en parte, algunas de las opiniones de ese libro, dejé de tener relaciones con aquel autor, policía de profesión, aunque en muchas ocasiones se ocultaba tras algún pseudónimo que le hacía parecer un portavoz de la más radical extrema izquierda. No obstante, la cuestión para mí seguía siendo cómo puede considerar alguien “amigo” a una persona a quien estás destrozando (o intentándolo).

Y es precisamente por este motivo, por el significado tan misterioso o arcano que puede llegar a tener la palabra “amigo”, que no otorgo a cualquiera un adjetivo tan importante y noble. Hay que ir con sumo cuidado, ya que una amistad, al igual que a menudo pasa con el voto en política, puede salirte “rana”.

➡️ Opinión

Más noticias: