La guerra sindical de Barcelona
La palabra “terrorismo” salió varias veces de Francesc Cambó tras el deterioro del orden público en la Ciudad Condal
El 13 de septiembre de 1923, aupado por el Foment del Treball, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, se subió a un tren que lo llevaría hasta la capital de España para hacerse cargo de la presidencia de un Directorio Militar que suspendía, mediante pronunciamiento, un agotado sistema de partidos que llevaba agonizando desde la triple crisis de 1917.
Barcelona trataba de recuperarse de una auténtica guerra civil vivida en sus calles a golpe de pistola y que había generado una situación completamente excepcional. Los regionalistas, desde 1919, habían dejado de lado sus aspiraciones autonomistas y priorizado el orden público. La huelga de la Canadiense, que paralizó la ciudad durante tres meses, puso de manifiesto el poder de la clase trabajadora cuando se organizaba en sindicatos fuertes y bien dirigidos.
Durante la Primera Guerra Mundial, muchos empresarios habían hecho su agosto vendiendo sus manufacturas a las naciones litigantes en el conflicto. Las necesidades de los contendientes se vendían a muy buen precio y se priorizó lo de fuera a lo de dentro, dejando a España con escasez y una desorbitada subida del pecio de las subsistencias que derivó en una insoportable inflación. Esta y no otra fue la causa principal de la gran crisis de la Restauración en 1917, los demás pleitos fueron la metástasis del problema fundamental.
El deterioro del orden público en la Ciudad Condal salpicó entonces a los propios empresarios, no ya solo por el impacto de las huelgas en la producción, sino porque corrían el riesgo de ser asesinados. En la CNT los más violentos se abrieron paso contra los moderados, que habían conseguido logros tan importantes como la jornada laboral de 8 horas en la exitosa huelga de la Canadiense.
A los asesinatos comenzaron a contestar primero los sindicatos de obreros católicos y carlistas, después, una suerte de pistoleros a sueldo que intentaron mitigar la acción de los anarquistas empleando su propia medicina. La situación fue empeorando hasta tal punto que el presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Dato, acabó tiroteado en su vehículo, convirtiendo tan desagradable evento en el tercer magnicidio desde el nacimiento de Alfonso XIII.
Los Regionalistas de Cambó auparon y aplaudieron la decisión de nombrar al general Martínez Anido como gobernador civil. Su política represiva fue muy dura, siendo acusado en el Congreso, por el líder socialista Julián Besteiro y el del Partido Republicano Catalán, Lluís Companys; de haber empleado métodos ilegales en la aplicación de la Ley de Fugas, cometiendo crímenes de estado.
Anido fue defendido en aquella sesión por Francesc Cambó, que alababa la actuación del general por considerar que la situación, antes de su toma de posesión como gobernador, era completamente insostenible. Cierto es que ese debate se produjo el 11 de febrero de 1921. Menos de un mes después, Eduardo Dato fue asesinado.
Cambó mencionó en su intervención que el grupo parlamentario regionalista representaba a la mayoría de los electores de Barcelona. Su defensa del general fue enconada y no faltaron elogios a su proceder: “La designación del señor Martínez Anido fue reputada, casi unánimemente en Barcelona, como un gran acierto; que la gestión del Sr. Martínez Anido es aplaudida por la inmensísima mayoría de la población de Barcelona y que estoy absolutamente convencido de que hoy ningún Gobierno, del color que fuere, podría en Barcelona desarrollar otra política que la que en estos momentos viene desarrollando el Sr. Martínez Anido”.
Cambó no culpaba a los dirigentes de los Sindicatos únicos de la CNT, su postura descansaba sobre la idea de que estos eran desbordados por los más violentos y que no existía una estructura de poder dentro de la organización. La palabra “terrorismo” salió varias veces de sus labios, pues consideraba que la acción directa llevada a cabo por los anarquistas no podía denominarse de otro modo.
Su propuesta era convertir a los sindicatos en organizaciones profesionales y obligar a los obreros a elegir un sindicato. De ese modo, se evitaban las coacciones, ya que Cambó sostenía que las filiaciones en la CNT se producían por invitación con “revólver” y métodos más que irregulares.
La ley de Sindicatos Profesionales, que proponía el líder regionalista, se apoyaba, además de en la filiación obligatoria; en otros dos principios: que se garantizara la elección de los directores de los sindicatos sin amaño o violencia y que la libre voluntad de todos fuera respetada mediante la actuación pública de los líderes. De ese modo se conseguía, según Cambó, una libertad sindical completa sin más límite que el respeto a la ley.
La leyenda negra de Martínez Anido se acrecentó durante la dictadura. Fiel amigo y compañero de Primo de Rivera, el general se convirtió en ministro de Gobernación, cargo del que dimitió cuando lo hizo, invitado por el rey, el dictador. Como ministro, combatió a los conspiradores republicanos que intentaron procesarle con la llegada de la República, razón por la que se refugió en Francia.
A partir de ese momento, la prensa se cebó con su figura y se le atribuyeron miles de asesinatos que, como todo lo que ocurre con la prensa de “desquite” y los dogmas consiguientes, se convirtieron en verdades repetidas hasta la saciedad.
Lo cierto es que, como Cambó, los políticos de los dos principales partidos; tanto liberales como conservadores, apoyaron y aplaudieron su gestión a pesar de las numerosas críticas.
Con más de 800 asesinatos al año, cuatro veces más de los que se producen hoy en toda España y casi la misma cantidad de todos los que cometió ETA en toda su historia, se consideraba necesaria la adopción de medidas extraordinarias en la Ciudad Condal. Las medidas, que seguramente sobrepasaban los límites de la legalidad, surtieron efecto y la situación mejoró, no sin su coste en vidas humanas y sin unos años de auténtica guerra civil en Barcelona.
Primo recibió, al menos de inicio, el apoyo del regionalismo catalán y de la burguesía. La prioridad del orden público, de la seguridad y de la estabilidad, se posicionó sobre cualquier aspiración autonomista.
Las Juventudes de la Lliga no perdonaron tal pragmatismo y fundaron Acció Catalana, un partido separatista que participó de las aspiraciones republicanas y que llegó a tener a Nicolau d’Olwer como ministro en el Gobierno Provisional de la República. Pero esa es otra historia digna de ser contada.
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