La vía canadiense
Canadá y España presentan no pocas similitudes en sus crisis territoriales. Pero divergen en algo importante: la actitud política de sus dirigentes.
Estos últimos días, los medios de comunicación se han volcado en el esperpéntico espectáculo que, una vez más, dio Junts en el pleno del Congreso de los diputados, el pasado 30 de enero, al votar no a la ley de Amnistía. Y, como sinceramente, creo que, a estas alturas, se ha dicho casi todo y no se puede aportar nada sustancial a la cuestión, me ha parecido oportuno dedicar esta columna a continuar la reflexión que inicié en la anterior entrega sobre la conveniencia o no de habilitar vías legales que permitan aspirar a la secesión dentro del marco legal del Estado.
Para empezar, sería interesante que nos fijásemos en Canadá. Porque ese país es la única democracia que ha gestionado con éxito un intento de separación de raíz identitaria y lingüística. Y es que en Cataluña la lengua es el hecho diferencial —si es que hay hecho diferencial— y no bagatelas de otra índole.
Lo primero que hay que aclarar es que la Constitución canadiense, no reconoce el derecho a la secesión unilateral, sí permite, sin embargo, la celebración de referendos de independencia. Ello hace de Canadá una excepción en el universo de las democracias que se basan en el principio de indivisibilidad del territorio. Ahora bien, para evitar la inestabilidad política que conlleva esa facultad, el federalismo canadiense ideó un mecanismo restrictivo.
El entonces diputado federal, Stéphane Dion, solicitó de la Corte Suprema de Canadá un dictamen sobre las condiciones en que el ejercicio del derecho de autodeterminación se podía practicar. En su respuesta, el Tribunal concluyó: que Quebec no tiene un derecho a la secesión unilateral, sino a entablar negociaciones con la federación al efecto de separarse y que solo habría lugar a esas negociaciones tras un referendo con una pregunta clara (los celebrados en 1980 y 1995 no la tenían); y que, en todo caso, la negociación no tenía por qué abocar necesariamente a la separación si Ottawa y Quebec no alcanzaban un acuerdo.
Tal doctrina fue luego llevada a ley mediante la Clarity Act del año 2000. Mensaje para independentistas: la Ley de Claridad no nació para facilitar referendos, sino para dificultarlos, al explicitar el largo y complicado proceso de la ruptura pactada.
En ningún punto de la Constitución canadiense de 1982 se habla de Canadá como un Estado plurinacional. Sin embargo, en 2006, en una hábil jugada, el Gobierno de Stephen Harper, el Parlamento Federal, neutralizó una moción del Bloque quebequés, y reconoció que “los quebequeses forman una nación en un Canadá unido”.
De esa forma se quería poner de manifiesto que la cuestión es demasiado compleja como para llevarla a la Constitución. Y, a la vez, que el reconocimiento de nación, en su acepción sociológica y no política, se circunscribe a los descendientes francófonos de los primeros colonos franceses, dejando fuera a quebequeses de lengua inglesa que no quisieran sentirse aludidos. Además, el reconocimiento de esta nación histórica y cultural se llevaba a cabo dentro de un Canadá unido.
Comparemos ese sutil, eficaz e inteligente gesto con las apresuradas e irreflexivas llamadas a reconocer la plurinacionalidad del Estado español, sin saber, a ciencia cierta, cuántas y cuáles son las naciones que lo componen. Y es que, en realidad, en Canadá, lo que se ha desplegado en los últimos 50 años no ha sido una política de plurinacionalidad, sino de multiculturalidad y, sobre todo, de bilingüismo.
Si el ardor secesionista se ha apagado en Quebec, no es porque haya obtenido rango legal de nación, ni porque se haya reconocido su derecho de autodeterminación. La razón del éxito en la gestión territorial fue la correcta localización del problema, a partir de los años sesenta del pasado siglo, en la cuestión de la lengua.
La élite política en Ottawa entendió, no sin resistencias, que si los quebequeses veían adecuadamente representada su lengua en las instancias federales, su desafección disminuiría y el nacionalismo se vería privado de su principal instrumento de agitación y disidencia. Fue así como en 1972, la Official Languages Act dio igual rango federal a inglés y francés. Gracias a esa medida, gradualmente implementada, hoy indiscutida, el soberanismo quebequés llegó a sus referendos con la pólvora mojada.
Los federalistas hicieron suyo el francés, pero ni por un momento hubieran aceptado la exclusión del inglés en Quebec. Tanto cuidado puso Ottawa en que los francófonos no se sintieran excluidos, como que los anglófonos no sufrieran merma en sus derechos en Quebec (la Sección 13 de la Constitución garantiza el derecho a ser escolarizado en ambas lenguas, en determinadas condiciones).
Canadá y España presentan no pocas similitudes en sus crisis territoriales. Pero divergen en algo importante: la actitud política de sus dirigentes. En Canadá, desde la aprobación de la ley de Claridad, no se promueven referendos de autodeterminación; al contrario, hacen lo posible por evitarlos y los desacreditan como mecanismos anómalos en democracia, porque enfrentan a los ciudadanos entre sí.
En cambio, aquí, en España, a muchos el derecho a decidir les parece el bálsamo de todo mal territorial.
Quizás sería conveniente que nos mirásemos en el espejo canadiense. Parece que hemos empezado a dar pasos en esa dirección, la utilización de las lenguas cooficiales en el Congreso es un ejemplo. Ahora sería muy interesante la aprobación de una Ley de Lenguas Oficiales que, realzando el valor de las diversas lenguas autonómicas, siente de manera justa e inclusiva los derechos lingüísticos de todos los ciudadanos españoles.
De todas formas, tanto si el secesionismo acaba encajando en nuestro marco jurídico como si no, seamos cautos y no nos dejemos embaucar por apóstoles de falsas utopías que prometen el paraíso a la vuelta de la esquina. No vaya a ser que el independentismo más avispado esté pidiendo una ley de Claridad para que la independencia no llegue nunca y, mientras, ellos van viviendo del momio como marajás.
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