¿Vale la pena, Pedro?
El pacto PSOE-Junts ha subvertido el orden lógico del parlamentarismo que tiene que ver con las mayorías y las minorías
Dicen que el tiempo de cortesía para valorar el arranque de un gobierno son cien días. Este lleva andados apenas 76 y ha entrado ya en una parálisis que convierte su supervivencia en una auténtica quimera. El dilema para Pedro Sánchez ya no es si puede gobernar, sino si le merece la pena. El bochorno vivido ayer pone en riesgo la seguridad jurídica, hace saltar las alarmas en Bruselas, y allana el camino de la oposición a la conquista del poder tarde o temprano.
Pero además, la política española entra ahora en un escenario insólito. La irrupción de Podemos y Ciudadanos en las elecciones generales de 2015 rompieron el bipartidismo histórico de la democracia reciente y abrieron un nuevo ciclo en el parlamentarismo. La variopinta sopa de letras en el Congreso obliga a los grandes partidos a ensamblar coaliciones haciendo toda clase de equilibrios, lo cual ha institucionalizado el pacto político, y con él las transacciones, para lograr la estabilidad. Pero el acuerdo PSOE-Junts ha dado una vuelta de tuerca más y ha subvertido el orden lógico de las cosas, que tiene que ver con las mayorías y las minorías.
Lo que demuestra la situación de ayer es que una mayoría queda secuestrada por una minoría absoluta que retiene en sus manos un poder absoluto que no le pertenece. Pese a los aspavientos de PP y Vox, el Gobierno de coalición PSOE-Sumar es del todo legítimo porque se sirve de las normas básicas del parlamentarismo. Hasta aquí todo bien. El problema viene cuando la acción legislativa del Gobierno se ve permanentemente condicionada por las exigencias de un partido que tiene siete diputados en un parlamento de 350 escaños. La situación resulta aún más grave si tenemos en cuenta que este partido fue votado por 392.634 electores, de un censo total de 37,4 millones de españoles.
A estas alturas de la película queda claro que Junts está utilizando su posición de fuerza en el Congreso para reconducir su fracaso. Amenazados por el declive del procesismo en Cataluña y la crisis de confianza de las bases independentistas hacia los partidos y sus líderes, los postconvergentes vieron en los resultados del 23-J el clavo ardiendo al que agarrarse. Todos sus movimientos en el Congreso tienen como objetivo rescatar el liderazgo de Puigdemont y salvar del naufragio el barco de Junts. Si pueden hacerlo, comprometiendo incluso la gobernabilidad en España, no es responsabilidad suya, sino de quien ostenta la mayoría necesaria para permitirlo.
La idea inicial de Pedro Sánchez era incluso romántica: ser un dique de contención de la derecha en la Europa meridional, en plena oleada ultraconservadora que amenaza a todo el continente. Para ello tuvo claro desde el principio que estaba dispuesto a pagar cualquier precio. El problema es que no contaba que fuera tan alto. El pacto con Junts ha convertido el Congreso en un vodevil constante y somete al Gobierno de Pedro Sánchez a una humillación más allá de lo soportable incluso para él. Su presencia en el Gobierno, además, rompe el equilibrio izquierda-derecha y lleva la coalición progresista al terreno de la derecha más exacerbada junto con el PNV. ¿Qué sentido tiene entonces asumir esa humillación constante cuando ni siquiera puedes gobernar con tus políticas?
Insuflado por su optimismo habitual, Pedro Sánchez pensó seguramente que podría lidiar con el problemón de JxCat. Al final, todo consistía en parar a la ultraderecha, costara lo que costara. Pero si después de todo el desgaste para aprobar la ley de amnistía la legislatura acaba descarrilando (con la sombra de la moción PP-Junts sobrevolando la Moncloa), de qué habrá servido todo esto. Volveremos entonces a unas nuevas nuevas elecciones en las que, entonces sí, PP y Vox lo tendrán todo de cara para liquidar definitivamente al “sanchismo”. Con todo, es normal que en Ferraz empiezan a entrar las dudas, y que por primera vez en 76 días aparezca la pregunta que nadie se quería hacer: ¿Vale la pena, Pedro?
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