Todo el mundo al diván o una sociedad disfuncional
El auge de la psicoterapia compensa déficits sociales cada vez más numerosos y más profundos
La psicología está muy extendida. Al contrario de cómo se presenta, el fenómeno se debe analizar de un modo sociológico. Esto ya levanta una separación con respecto a los que acuden con frecuencia a consulta. Porque si algo caracteriza a una persona enredada en sí misma es la incapacidad para percibir patrones.
De entrada, parece que hay un principio y dos regularidades. El principio es que los psicólogos desempeñan en nuestra sociedad funciones sustitutorias. Las dos regularidades tienen que ver con el sector de la población más proclive a acudir a consulta.
La primera es que se trata de personas jóvenes, y, la segunda, es que acuden a consulta en el momento que podríamos denominar de “incorporación a la vida real”. Sin perjuicio de que, después, ir a terapia quede normalizado en la rutina de una persona.
Disfuncionalidad sobre disfuncionalidad
Una sociedad - y en general cualquier sistema complejo - se demuestra mínimamente funcional en los momentos de transición. Es decir, cuando los elementos del sistema ya han cumplido una función y pasan a desempeñar otra. Estas transiciones son muy variadas y se dan de manera simultánea, con lo que la complejidad es máxima y la armonía admirable.
Es por esto, por cierto, que el trato inhumano a los ancianos es síntoma de sociedades o bien bárbaras (simples, con pocas transiciones y muy primitivas) o bien que han entrado en decadencia. Estas últimas se caracterizan por desmerecer la armonía general del sistema, algo que se expresa en el olvido de las transiciones más alejadas. O sea, de los que van a nacer y de los que van a morir.
Decíamos: con capacidad para autoestabilizarse, la sociedad, como cualquier sistema, absorbe las disfuncionalidades que surgen para intentar anularlas (y eso sería la política en el mejor de los casos). Los problemas aparecen cuando estas disfuncionalidades no se pueden absorber y se arrastran, corrompiendo transiciones sucesivas y pensadas para digerir a unos individuos y no a otros.
Esto nos permite situar la que es nuestra segunda regularidad: el momento en el que los jóvenes acuden a terapia.
La vida adulta
El confort excesivo - la ausencia de contrariedades - durante la pubertad, la adolescencia y la primera juventud deja a individuos no del todo digeridos para la siguiente transición. Esta no es otra que la incorporación al mercado laboral, que tradicionalmente se ha superpuesto con i) la creación de una familia; i.i) el inicio de la madurez con una pareja.
La situación, pero, no es ni mucho menos imputable a la sola debilidad de los jóvenes. Más bien, se trata de un factor que la exacerba y que se combina con otros factores importantes como la atrofia cognitiva derivada de la digitalización del mundo o el fracaso del sistema educativo. De la misma manera, no es menos cierto que los jóvenes se encuentran con una sociedad objetivamente disfuncional en lo que hace a mercado laboral y a mercado inmobiliario.
Esto explica que muchos jóvenes pospongan la incorporación a la vida, que ‘de facto’ es algo idéntico a alargar la fase estudiantil anterior. Nos referimos a viajar, a estudiar una segunda carrera y esta clase de opciones.
¿Y los psicólogos?
Al contrario de lo que yo mismo pensaba, los psicólogos no son un parásito en forma de especie invasora. Sin perjuicio, claro, de que tengan dinámicas parasitarias, económicas fundamentalmente. El algodón no engaña: el mercado ya ha desplegado toda su lógica en forma de libros de autoayuda, de formatos virtuales para facilitar el consumo de terapia, de publicidad de estos servicios, de contenidos psicológicos en redes sociales, etc.
Como es natural, estas circunstancias promueven un envoltorio ideológico, que no es otro que la “normalización de la psicología”. De un tiempo a esta parte, funciona a pleno rendimiento el discurso de que todos deberíamos acudir a terapia, de que todos nos encontramos mal en algún momento, de que no es malo pedir ayuda, etc. Pero lo cierto es que esta ideología no se sale del plano de sus condiciones materiales y de la sociedad que las acoge. La prueba está a la vista.
Y es que, paralelo a este auge de la psicología, el aumento de las enfermedades mentales, del discomfort psíquico, del malestar existencial entre los jóvenes y de otros indicadores como el suicidio se muestra imparable. Ante esto, la normalización de la psicología se revela como un fenómeno ajeno en realidad al problema y quién sabe si perjudicial dada la estimulación narcisista que promueve. Como dice Javier Gomá, es importante “driblar” al yo.
Los psicólogos, pues, no son parásitos. Son más bien otra de las formas en las que la sociedad se intenta autoestabilizar, aunque sea agónicamente y para ganar tiempo.
Dentro de la estructura que hemos descrito, los psicólogos servirían para captar a todos aquellos individuos que no transitan correctamente entre las fases. El problema viene cuando este intento de estabilización es impotente y se convierte en un coágulo perjudicial en sí mismo.
En tal caso, la psicología deviene una ideología y pierde la función original que desempeñan los verdaderos psicólogos clínicos. Es decir, capacitar a una persona que sufre un disturbio psíquico objetivo (estrés postraumático, gestión del dolor crónico, enfermedades neurológicas, etc.) para no salirse de la maquinaria social.
La psicología como ideología, en cambio, sintetiza algunas de las dinámicas más patéticas de nuestra sociedad. Y lo hace de un modo sustitutivo y compensatorio. Es, en fin, un mal síntoma.
Más noticias: