Montaje con el toldo del Bar Tomàs de Sarrià con un plato combinado de fondo
OPINIÓN

Solo nos quedará el Tomás

Siempre hay un vecino, un concejal o un funcionario dispuesto a recordarte que Barcelona no es para ti

Barcelona está mutando en una ciudad poco amigable, desagradable, que cada vez se nos hace más lejana. El tomar una copa a según que horas es casi imposible, el disfrutar una cerveza en una terraza al anochecer se puede convertir en una gymkana y comer algo a partir de las doce de la noche puede ser una auténtica labor titánica, salvo que se recurra a los supermercados 24 horas del centro.

Siempre hay un vecino, un concejal o un funcionario dispuesto a recordarte que Barcelona no es para ti. En la capital catalana puedes quemar contenedores por la República catalana sin que pase nada, pero lo de reclamar poder comer un bocadillo en condiciones a las tres de la mañana, seas juerguista, trabajador de la limpieza o taxista, se ha convertido en una odisea.

Además de la tragedia de la noche barcelonesa, que tan bien relata Joaquín Luna en sus imprescindibles columnas en 'La Vanguardia', padecemos la plaga de bares históricos que cierran uno tras otro. El último ha sido el emblemático Versalles, en Sant Andreu, que no ha podido hacer frente a un alquiler estratosférico. Pero todos conocemos en nuestros barrios como locales de toda la vida, con sus chocos sabrosos y sus tortillas de patata bien hechas, han ido cerrando y dando paso a un montón de franquicias y cadenas que nos ofrecen alpiste precocinado o bocadillos de pan pre-cocido a precios no siempre ajustados a la calidad real de lo que nos ofrecen.

Cuando uno era joven, tenía a mi alcance un aluvión de bares gallegos, andaluces o extremeños - por citar solo algunas regiones - en los que podías comer a precios razonables. La gran mayoría han ido cayendo, y muchos de los que han sobrevivido se han pasado al producto congelado y a la salsa de bote.

Imagen de decenas de personas andando por la rambla de barcelona un día de calor

Conseguir unas patatas bravas que merezcan ese nombre, o unos calamares a la romana que no sean lo más parecido a un chicle, comienza a ser una heroicidad. He comido bocadillos de presunto lacón que podrían provocar revueltas en Lugo por la herejía, y pulpo con textura de neumático. A precios de capital europea, porque para eso Barcelona está a la última.

Barcelona y su periferia es cada vez un territorio más hostil para el bar tradicional, el del menú bien hecho, las tapas abundantes y con buen producto. O para el que sirve un honrado bocadillo que va más allá de la baguette cutre y el escaso embutido cortado con bisturí. Al final, los que queremos recuperar algunos de los sabores tradicionales de nuestra ciudad, solo podremos recurrir al Bar Tomás de Sarriá, al Vaso de Oro en la Barceloneta y a una docena más de locales de toda la vida que aguantan.

Por suerte, el relevo generacional en el Tomás ya se ha producido y tendremos bravas por muchos años. Ojalá el resto de bares de toda la vida que aún no han sucumbido, tengan la misma fortuna.

Nada en contra de las cadenas de hamburguesas que pueblan la geografía urbana barcelonesa. Entre las burgers premium, los helados de fantasía y los brebajes de corte oriental que fascinan a indígenas y visitantes, los alquileres de los locales se han puesto por las nubes. Pero estaría bien que el Ayuntamiento, que tanto presume de defender la memoria histórica, se preocupara también por los pequeños negocios que han alimentado, con honradez y buen producto, a generaciones y generaciones de catalanes.

Preservar los sabores de toda la vida, sin que tengamos que ir a algún restaurante-museo con precios de lujo, debería ser una prioridad de un consistorio que para prohibir y cosernos a impuestos sí que se espabila.

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