Recuperar Cataluña
Barcelona es hoy una ciudad esquiva, recelosa, que sabe que la han engañado, pero no tiene aún el valor de reconocerlo
Cualquier persona de mi generación (1975), tiene el recuerdo de la Barcelona libre, culta y tolerante, que se mostró al mundo como un modelo de éxito en 1992, con motivo de la celebración de las olimpiadas. Justo ese año me fui de viaje de estudios con mi instituto y se celebró también la Expo en Sevilla. “Dan las seis, sintonizo a los Stones, recuerdos del pelo largo…” que diría Burning.
También recuerdo las entrevistas a Loquillo y cómo se deshacía en elogios a la ciudad abierta y tolerante que fue Barcelona antes de que las garras del nacionalismo lo pervirtieran todo y las del independentismo quemaran todos los puentes. En las entrevistas de hoy en día, el mítico cantante José María Sanz, ya solo habla con añoranza de aquella ciudad que un día fue.
El problema fue creer que había un nacionalismo amable o convivencia lingüística amable. El problema fue también tener a dos partidos estatales: el PP y el PSOE, que solo pensaban en sí mismos y que estaban dispuestos a tragarse cualquier sapo con tal de seguir en el trono de Madrid. No sé si eran ingenuos o ignorantes; da igual.
Del otro lado no había ninguna amabilidad, solo un plan preestablecido para controlar un territorio, y en ese plan solo se mostraba la cara amable si el de enfrente cedía a todo aquello que se pidiera. Y se cedió. La convivencia lingüística consistió en ir imponiendo poco a poco una lengua para utilizarla como herramienta política diferencial y poder seguir sumando puntos en el bonus de la independencia.
Lo que empezó siendo supuestamente amable acabó siendo un aquelarre de fanáticos que espiaban a los niños en el recreo.
Pero la independencia nunca fue un objetivo para los Pujol, sino una excusa para seguir saqueando las arcas mientras le echaban la culpa al “extranjero español”. Fueron los nietos descerebrados de aquellos sinvergüenzas los que se convirtieron en fanáticos cuando se tragaron un relato que era en realidad solo una excusa, algo que no se creían ni los que vivían de ello, que no eran pocos.
Y entonces, como la gente siempre prefiere el original al sucedáneo, las nuevas generaciones comenzaron a abandonar al nacionalismo burgués y se radicalizaron en el independentismo progre, que es mucho más cool y mucho más guay, además de que te ofrece una estética de rebeldía que te hace parecer un tipo duro en lugar de lo que eres, un mocoso jugando a ser revolucionario.
Se comienza menospreciando a un tipo de Cádiz cuyos abuelos levantaron el territorio donde tú ahora te haces el gánster y se acaba elogiando a un marroquí, aunque tenga la ficha policial llena de reseñas; con lo que perjudicas, sobre todo, a ese otro marroquí que vino a trabajar, se adaptó a nuestras dinámicas sociales, respetó nuestra cultura y tampoco quiere por su barrio al de la ficha policial tope gama, sea de donde sea.
Se continúa rechazando lo que eres: Roma, Grecia y el cristianismo —porque eso es lo que eres, te guste o no—, y se acaba por cerrar la calle donde vives a la circulación para el rezo musulmán del mediodía. Se quita el crucifijo del cole para tener una escuela laica, pero se modifican los menús para que no haya carne de cerdo y se permite que niñas de 15 años vayan con la cabeza tapada. Y encima te tratan como a un gilipollas y te dicen que es voluntario y que si se te ocurre levantar la voz te van a calzar un delito de odio y vas a pagar hasta por lo de Kennedy.
Barcelona es hoy una ciudad esquiva, recelosa, que sabe que la han engañado, pero no tiene aún el valor de reconocerlo; por arrogancia o por lo que sea. Pero hay esperanza. He visitado Barcelona cuatro veces en los últimos meses y el paisaje ya no se parece en nada al de años atrás.
La gente me saluda en la estación de Sants y me pide una foto, el taxista se ha leído mi libro y me dice: “qué razón tienes”, y a la salida del acto en el que participo hablo con dos personas, una de origen subsahariano y la otra magrebí, que me cuentan sus experiencias y me piden que siga luchando por cambiar las cosas. De la furgo de la Brimo se han bajado los compañeros para gritarme: “bienvenido a Cataluña”, y para cuando me vuelvo para Sants ya tengo en mi mochila un parche de los urbanos y otro de la ARRO.
Es la Barcelona amable, tolerante, que se niega a someterse, capital de una Cataluña que hay que recuperar.
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