Un grupo de personas con equipo de protección y herramientas trabajando en un entorno de desastre con un fondo borroso de escombros.
OPINIÓN

¿Podemos hacerlo mejor?

El principio de igualdad ante la ley debe ser el pilar sobre el que se articule cualquier respuesta del Estado

El presente artículo es uno de esos escritos que hubiera preferido redactar en otro contexto, sin embargo, en ocasiones es necesario que un acontecimiento de las características del sufrido el pasado 29 de octubre en España nos embista sin compasión para que nos demos cuenta de las carencias de que adolece el entramado institucional español. Partiendo de esta base, trataré de abordar los fallos avistados en la respuesta del estado, así como las nimias, o incluso inexistentes, medidas de prevención implementadas desde las distintas administraciones públicas competentes. 

En este sentido, a raíz de lo acontecido en Valencia, entre otros lugares, se pueden extraer, como mínimo, dos conclusiones. La primera, y más importante, es que el Estado español —en todas sus vertientes— llegó tarde y mal a resolver la emergencia sobrevenida por el destructivo paso de la Dana. La segunda, probablemente como consecuencia directa de la primera, es que la sociedad civil española supo reaccionar de inmediato a la catástrofe que había asolado una parte del país.

Coches amontonados en una calle inundada durante la noche, con luces de freno encendidas y agua cubriendo el pavimento.

En primer lugar, y no por ser evidente quiero dejar de recordarlo, cabe mencionar que el hecho de construir viviendas en zonas de riesgo —en este caso, zonas inundables— conlleva un peligro ineludible para quienes las habitan. Esta cuestión tiene difícil solución, ya que dudo mucho que estas personas acepten marcharse de allí por esa “simple” razón. Por ello, lo único que se les puede aconsejar es que tomen medidas de precaución y que dispongan de un seguro que cubra los daños producidos por eventualidades análogas a la DANA que arrasó sendos pueblos el pasado octubre.

Una vez examinado lo respectivo a la responsabilidad individual de las personas, es momento de pasar a ver la parte de responsabilidad que recae sobre los distintos gobiernos y administraciones públicas. Este análisis resulta especialmente complejo debido a la descentralización que caracteriza nuestro sistema jurídico e institucional.

Continuamente nos vemos obligados a destinar esfuerzos a dilucidar cuál es la administración competente para abordar el tema que sea objeto de debate en cada momento. Consecuentemente, es precisamente ahí —en la arquitectura institucional española— donde deberemos reparar un instante al analizar las distintas etapas que componen la preparación y la respuesta frente a una emergencia.

Este punto es especialmente relevante para el análisis del comportamiento de las administraciones públicas, dado que tiene una afectación global sobre la gestión de catástrofes, en tanto en cuanto cada ente público ostenta una serie de competencias que deben desarrollar antes, durante y después de la emergencia. Si bien todo liberal debe acoger favorablemente la idea de descentralizar el poder político, en ocasiones concurren ciertas situaciones —tales como las tratadas en este artículo— en que ello contribuye a retrasar la actuación urgente requerida de la administración pública. Por tanto, uno de los debates que se plantea aquí es la elección entre eficiencia y descentralización, al menos en determinadas circunstancias.

De entrada, y previo al reparto de responsabilidades por la respuesta dada una vez sucedida la catástrofe, considero que debemos prestar especial atención a las medidas preventivas que se han llevado a cabo para evitar o paliar el daño por la concurrencia de un fenómeno natural adverso, como lo puedan ser las inundaciones. En este ámbito, —haciendo referencia al riesgo de inundación—, podemos hallar medidas en materia de planificación y ordenación del territorio, de construcción y mantenimiento de infraestructuras hidráulicas, de desarrollo de sistemas de alerta efectivos y de mantenimiento de cauces y torrentes.

Atendiendo, en este caso, al suceso concreto acaecido el pasado mes de octubre, probablemente hayan fallado las cuatro. Por ello, es fundamental llevar a cabo un profundo proceso de reflexión sobre la labor en este campo de las administraciones, con el objetivo de no repetir los errores pretéritos.

Por otro lado, estimo necesario también abordar la respuesta dada por el estado para paliar, específicamente, los daños económicos producidos por la inundación. En este sentido, hemos podido comprobar cómo todas las administraciones públicas, en especial la AGE, se apresuraron en ser la primera en poner en marcha un importante paquete de ayudas económicas para la recuperación económica y social de las poblaciones afectadas por la DANA —incluyendo ayudas directas a particulares y empresas, créditos ICO y moratorias y exenciones fiscales, entre otros—. La pregunta que cabe hacerse en este punto es si es condición necesaria que una catástrofe afecte a una colectividad de individuos y adquiera una repercusión mediática considerable para que los gobiernos pongan en marcha toda su maquinaria para compensar las pérdidas sufridas a las personas afectadas.

En este contexto, resulta imprescindible reflexionar sobre el principio de igualdad ante la ley, consagrado en el artículo 14 de la Constitución Española, y cuestionar hasta qué punto las actuaciones del Estado en situaciones de emergencia respetan dicho principio. La aprobación de medidas especiales para paliar los efectos de una catástrofe que afecta a una colectividad numerosa puede interpretarse como una respuesta necesaria y solidaria; sin embargo, cabe preguntarse si este enfoque no es, en cierta medida, cínico y discriminatorio. 

Un grupo de personas se encuentra en una calle, algunas con cámaras y otras con paraguas, mientras un hombre sostiene un escudo protector.

El Real Decreto 307/2005, de 18 de marzo, establece un marco genérico para situaciones de emergencia que reconoce la necesidad de apoyo estatal ante daños personales y materiales graves, entre otros. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el daño afecta únicamente a un individuo o a un grupo reducido que, aunque no genere titulares, sufre igualmente una pérdida devastadora? Esta asimetría en la respuesta institucional pone en cuestión si el derecho a recibir ayuda ante un desastre depende más del impacto mediático y la magnitud colectiva que de la vulnerabilidad real de quienes padecen las consecuencias.

En conclusión, el análisis de los hechos sucedidos y de la respuesta institucional evidencia tanto las carencias estructurales del sistema como la necesidad urgente de una reflexión crítica sobre los principios que deberían guiar la actuación pública en situaciones de emergencia. Es imperativo que las administraciones no solo se limiten a reaccionar ante el impacto de las catástrofes, sino que inviertan en medidas preventivas efectivas que reduzcan el riesgo de futuros desastres.

Asimismo, el principio de igualdad ante la ley debe ser el pilar sobre el que se articule cualquier respuesta del Estado, garantizando que todas las personas, independientemente de la magnitud mediática o colectiva de su situación, reciban un trato justo y proporcional. Solo así se podrá construir un sistema de gestión de emergencias que no solo sea más eficiente, sino también más humano y equitativo.

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