
Sánchez: De presidente a capo
El Gobierno de Pedro Sánchez acelera su agenda totalitaria mientras la oposición política sigue a la deriva
Nos gobierna una mafia, qué digo, peor que una mafia. Además de actuar como el hampa, esta gente tiene a su plena disposición el control de buena parte de las estructuras del estado. De hecho, esa ha sido su principal preocupación desde que pisaron moqueta: buscar su perpetuación en el poder mediante la colonización de la mayor cantidad de instituciones posibles, sin importarles sobrepasar para ello todo límite ético habido y por haber.
Durante los últimos meses, los españoles nos hemos visto asediados por una entrega prácticamente diaria de la función esperpéntica que lleva protagonizando este gobierno desde hace ya demasiado tiempo. Alguno pensará, con toda la razón, que esta situación no se limita temporalmente a unos meses, sino que la llevamos sufriendo durante años. Y ciertamente, así es. Los indultos, los pactos con los herederos de ETA o la inserción en el gobierno de personajes abiertamente defensores de una ideología criminal como el comunismo son algunos de los muchos ejemplos que retratan la indignidad y la falta de escrúpulos de la que adolece el actual ejecutivo, siendo el Presidente su máximo exponente. Sin embargo, aunque todo ello resultara absolutamente reprochable en términos políticos, dichas actuaciones se hallaban cubiertas por la legalidad vigente.

Una legalidad, no obstante, que se han preocupado y ocupado de debilitar para poder ejecutar su verdadero plan, a saber, la instauración de un régimen que poco tiene que ver con lo que algunos hemos conocido. Todos los pactos y actuaciones llevadas a cabo por el Gobierno formaban parte del camino por el que debían transitar —el de la corrupción moral— para la consecución de sus verdaderos objetivos. Lo que hemos presenciado en la acción de gobierno del Presidente Sánchez no ha sido fruto del azar, sino parte de un plan perfectamente diseñado por él y su entorno para socavar los pilares de nuestra democracia. Albert Rivera lo advirtió en su momento, y el tiempo no ha hecho más que darle la razón.
Hoy, conocemos que el halo hediondo de corrupción que rodeaba al PSOE y, por ende, al Gobierno no se limitaba a sus pactos y actuaciones políticas, sino que detrás yacía una auténtica red criminal que nada tiene que envidiar a lo que representaron personajes tan ilustres como Pablo Escobar o Al Capone. En este punto, la clave está en comprobar si han sido lo suficientemente rápidos como para hacer que sus corruptelas queden impunes o si, por el contrario, aún queda algún resquicio del Estado de derecho que, de manera razonablemente eficaz, ha regido en España durante los últimos 50 años.
A este respecto, es un hecho que, ya a día de hoy, el deterioro institucional y moral inducido desde el primer momento en que Sánchez tocó poder ha alcanzado ya un estadio alarmante. No obstante, los acontecimientos de los últimos meses, semanas y días obligan de manera inexorable a Sánchez a acelerar los tiempos. El “uno” se va a ver ahora forzado a adelantar ciertas maniobras para replicar en España el proyecto de poder personalista en el que ha sumido a su partido.

Por lo pronto, ya somos conocedores de algunos de sus próximos movimientos, entre los que figura la aprobación de la “Ley Bolaños”. Dicho proyecto de ley se refiere al Poder Judicial, uno de los pocos flecos que le queda por controlar a la red criminal e inmoral que nos gobierna. La norma pretende colonizar el Poder Judicial y acabar, definitivamente, con las bases de su independencia. En estos momentos, la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), la Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV), Foro Judicial Independiente (FJI), la Asociación de Fiscales (AF) y la Asociación Profesional e Independiente de Fiscales (APIF) ya han mostrado su rechazo a la norma. Entre otras cosas, se pretende otorgar aún más poder al Fiscal General del Estado, así como crear una forma de acceso “privilegiada” a la carrera fiscal y judicial en la que se liquida el mecanismo de oposición objetiva.
Tras fracasar las intentonas de la banda por controlar y/o destruir de un modo poco ortodoxo, fontaneras mediante, a los jueces y fiscales que se hallan investigando sus corruptelas, se disponen ahora a hacerlo de manera velada. Nuevamente, necesitarán para ello a sus socios de investidura, quienes a buen seguro no tendrán inconveniente en seguir debilitando el Estado de derecho en España. De hecho, ese es el principal objetivo de muchos de ellos. Cuanto más se debilite a los entes fiscalizadores estatales, mayor impunidad tendrán para dar rienda suelta a sus aspiraciones totalitarias.
No se engañen, el objetivo de todos ellos —sanchistas y nacionalistas— converge en un mismo punto: abusar del poder de manera continuada, crear redes clientelares a su servicio y saquear los recursos públicos de manera permanente. Pero, de nuevo, para poder alcanzar sus designios necesitan desactivar dos cosas: la ciudadanía y el Estado de derecho. Y a ello se disponen. Bajo la apariencia de reformas presumiblemente positivas, pretenden camuflar sus ataques sistemáticos a los pilares institucionales del estado.

A este panorama desolador se suma una oposición política completamente superada por los acontecimientos. El Partido Popular, con Alberto Núñez Feijóo al frente, ha optado por una estrategia conservadora, errática y temerosa, más preocupada por no incomodar que por liderar una alternativa firme frente a un Gobierno cada vez más autoritario. Vamos, lo de siempre. Su actitud pasiva ante cada atropello institucional lo ha convertido, en demasiadas ocasiones, en un espectador más de la demolición del Estado de derecho. Lejos de anticiparse o marcar una agenda propia, el PP se limita a reaccionar con extrema tibieza en los hechos, transmitiendo una sensación de resignación que decepciona a quienes conservan aún la esperanza —no es mi caso— de que se convierta en una alternativa real al sanchismo.
Vox, por su parte, ha desperdiciado su papel como fuerza crítica al centrarse más en confrontar al Partido Popular que en construir una alternativa sólida para desalojar del poder al “número uno”. Su deriva hacia un discurso cada vez más iliberal y marcado por un nacionalismo identitario excluyente los aleja del votante medio y de cualquier posibilidad real de liderar una mayoría amplia. En lugar de asumir con responsabilidad su papel en un momento crucial para España, han optado por convertirse en una réplica local de los Orbán, Le Pen o Trump, resignándose a ser una mera muleta ideológica de todos ellos.
Esta división, sumada a la falta de visión estratégica en ambos bloques, ha dejado a gran parte de la ciudadanía huérfana de una oposición capaz y efectiva. Ante este escenario, me atrevo a anticipar que lo peor de Sánchez aún está por llegar. Sabe que le queda poco tiempo y que su margen para consolidar su proyecto autoritario se acorta. Por eso acelerará sus pasos, sin disimulos ni frenos, para asegurarse de que todo quede atado y bien atado para cuando lleguen las elecciones. Estamos ante un momento decisivo: o se planta cara ahora con firmeza, o el daño que se avecina será profundo, duradero y muy difícil de revertir. Si no, pregúntenle a los venezolanos.
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