Padres agazapados al diagnóstico
Las anomalías físicas o psíquicas que padecen algunos niños no agrada a ningún padre y cuesta digerir la realidad, incluso no se acepta
Saber que un hijo padece microcefalia, retraso mental, esquizofrenia, un CI por debajo de lo normal, problemas de lateralidad o una dislexia aguda, no agrada a ningún padre y cuesta digerir la realidad, incluso no se acepta. Todo este tipo de anomalías conllevan unos rendimientos académicos bajos o nulos y eso hace mella en cualquier familia.
Por otro lado, la clase puede llegar a apartar al individuo anómalo y relegarlo de cualquier representatividad. Que los niños son crueles siempre se ha dicho, pero los adolescentes pueden ser peores. En la ESO el anómalo sigue siendo infantil, mientras en el aula las feromonas se disparan viendo tangas o calzoncillos por detrás de los pantalones. En fin, que sin quererlo, los compañeros van dejando al raro a un lado, quedando este inmerso en su niñez tardía.
Pongamos el caso de un chaval con microcefalia. Durante toda la primaria sus compañeros le acompañaban y ayudaban. Aquí padres y docentes dieron su do de pecho para que el resto del grupo fuera consciente de su deber inclusivo. La cosa cambió en secundaria cuando todos los chavales, menos el afectado, despertaron a la adolescencia. Fue entonces cuando, y sin ser rechazado por la clase, empezó a quedarse solo por el patio.
En estos casos extremos resulta aconsejable derivar al anómalo a un centro especial, pero tal indicación topaba con los padres y con los pedagogos de la escuela inclusiva.
La soledad del chaval continuó durante todo segundo y la falta de recursos hizo que la inclusiva fuera una utopía. Finalmente, y antes de pasar a tercero, los padres lo trasladaron a un centro especial. No era culpa del centro, ni de los padres, ni de los compañeros, estos eran conscientes de la diferencia, pero simplemente, y a la mínima, se les olvidaba. De hecho, la escuela no es un lugar para hacer terapias.
La inclusiva pudiera resultar una idea justa y de pleno derecho, pero sin recursos suficientes, los alumnos con necesidades especiales no serán atendidos correctamente por profesionales adecuados ni en medios merecidos. Cabe añadir que la inclusiva fue en su origen una idea neoliberal para que el Estado se ahorrara dinero.
En resumen, y el caso anterior del alumno con microcefalia, quizás los padres se vivieron aferrados a un diagnóstico con la esperanza que su hijo llegara a ser normal dentro del grupo. En la mayoría de las patologías leves, como son dislexias, problemas de lateralidad y sorderas, la anomalía suele mejorarse con un diagnóstico prematuro, correcto y con un tratamiento inmediato y adecuado.
De todas formas, no deben esperarse milagros, ya que la medicina y las terapias no son garantía que el zagal llegue a ser un Einstein, sobre todo porque el padre de la relatividad suspendió algunos exámenes de física.
Por desgracia, y a veces, algunos progenitores hallan en la anomalía de su lechón un mástil justificador en donde aferrarse ante cualquier mal hábito de su hijo y exigir que el esfuerzo lo hagan los docentes.
— Usted ya sabe que nuestro hijo padece de hiperactividad.
— Sí, claro.
— Vemos que sus resultados académicos no mejoran. ¿Cómo piensan entonces atenderle para corregir su TDAH?
— Ya está siendo atendido por todos los docentes del centro y por las indicaciones desde psicopedagogía.
— Pues no se nota.
Ciertas situaciones con esfuerzo se superan, pero si los padres las utilizan como estandarte justificador de su hijo, este jamás podrá escapar de la disfunción en la que se ha acomodado. En fin, cuando unos educadores hallan en una patología tratable la excusa para justificar a su lechón, pasan inmediatamente a ser creyentes de un diagnóstico que incapacita aún más al chaval.
Se insiste que la actitud influye más que la capacidad innata del individuo y que el estudio esforzado, que ya se comentó, crea chicos brillantes con gran independencia del genoma heredado. Los padres agazapados a un diagnóstico también se encarcelan a sí mismos al no poder escapar de su creencia, y la inteligencia del púber, no es una capacidad inmutable sino maleable. Con esfuerzo el individuo puede mejorar sus potenciales mentales.
De todas formas, estos progenitores poseen grandes cualidades. Son padres que controlan y atienden a su hijo en todo lo necesario. Al recibir gran ayuda externa de especialistas no discrepan entre ellos y controlan en gran manera el entorno de su hijo. Sí que le justifican ante los demás, siendo un poco protectores sufridores. De todas formas, y ante un escenario así, es harto normal que los chicos se vuelvan unos simpáticos caraduras.
Su nivel de trabajo se vuelve muy inconstante y cuando traen los deberes hechos de casa se nota la ayuda externa en su ejecución. Por otro lado, ni son zagales frágiles ni tampoco insistentes en sus caprichos. Sí que desarrollan cierta introversión y baja autoestima al sentirse distintos al grupo, algo que se hace patente con su bajo orgullo. Al final el riesgo que fracasen es más que elevado, es casi seguro.
No resulta extraño que algunos de sus padres apoyen la escuela inclusiva como solución a su problema. Esta propone que todos los niños de edad similar convivan en la misma clase a pesar de las limitaciones físicas o cognitivas de algunos.
Uno de los primeros estados que abogó por la escuela inclusiva fue el Reino Unido durante la década de los setenta, y en concreto durante el gobierno neoliberal y conservador de Margaret Thatcher. Tal práctica trajo consigo un gran ahorro para el Estado en detrimento del bienestar social. Trasladando a todos los alumnos con discapacidades físicas, psíquicas y conductuales a los centros públicos, se pudieron cerrar todas aquellas instituciones británicas que atendían a los jóvenes con necesidades especiales.
Hoy en día la idea es aparentemente justa y progresista, pero hay casos que resultan muy difíciles de abordar y que nos recuerdan lo maquiavélico de la dama de hierro británica. Para defectos de visión, paraplejías y leves trastornos psicológicos, la escuela inclusiva puede resultar una herramienta de socialización escolar, pero en casos extremos como microcefalia, síndrome de Down o psicóticos violentos esta resulta muy discutible, sobre todo con falta de recursos y cuando se llega a la adolescencia y los compañeros de grupo rechazan al anómalo.
Quizás ocurra que la escuela no sea el mejor lugar terapéutico por dos factores. La primera es que los docentes no tienen formación ni médica ni psiquiátrica. La segunda es que la escuela no posee los medios clínicos al respecto. Otra cosa fuera que quisiéramos convertir la escuela en centros de atenciones clínicas y los hospitales en aulas, pero no quiero dar más ideas a los teóricos de la educación.
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