
Orden en el aula
Aunque nuestra genética codifica nuestra agresividad, el cerebro se adapta a la disciplina para corregir esta tendencia
Decía el escritor Fernando Savater, independientemente de sus conjuras políticas, que "los maestros deben ser conservadores hoy por rectitud de conciencia para que algunos alumnos puedan ser mañana revolucionarios con conocimiento de causa". Un objetivo fundamental del aula, y pasando de izquierdas o derechas, es dar conocimientos reales para que los alumnos desarrollen criterios propios y veraces. Por tanto, y en el paraninfo escolar, no debe predominar el estruendo, la distracción y la algarabía sino la tranquilidad, el conocimiento y los valores.
En caso de caos no se enseñará ni educará a los retoños para que piensen por sí mismos, sino todo lo contrario, se les estafará con una educación de pan y circo. Por lo tanto, mejor desconfiar de la pedagogía colega y divertida, ya que al final el aula se convierte en una jauría y poco se podrá enseñar a los escolares.
Uno de los primeros objetivos que cabe aprender para llevar bien un aula con adolescentes es el orden en la misma. El orden permite que los escolares se concentren, se motiven y aprendan. Los humanos, si así nos aleccionan, hallamos gozo en algo innato, antiguo y esencial como es la belleza de la curiosidad y su máxima consecuencia, el aprendizaje, un camino que llega al placer de comprender lo que nos rodea.

Si nuestra enseñanza logra preparar a los alumnos para que sepan impulsar su curiosidad, lanzarse a la indagación y finalmente comprender algo, su aprendizaje no resultará una lápida que soportar, sino unas alas con qué volar deleitosos. Para ello la tranquilidad, el sosiego y la concentración devienen fundamentales en el aula. Para ello, y algunos docentes desafortunados, optan por alzar su voz entre el aullido de los escolares. Una práctica así cansa, enerva y resulta un craso error.
Cuando un profesor intenta forzar sus cuerdas vocales por encima de la de sus alumnos, aparece una voz irreal que éstos se toman a cachondeo. Por tanto, no hay que alzar la voz en el aula para evitar ese falsete. Ese tono agudo altera más a los adolescentes y les crispa más que no ayuda, algo que a su vez los anima más a la charla. Inconscientemente ellos sienten que mandan. Para cambiar tal percepción un profesor diestro debe impartir la clase hablando en tono relajado, vocalizando sin prisas y dejando pausas serenas entre concepto y concepto para poder respirar. Permanecer durante una explicación con taquilexia, nervios y ese eterno chillido altera a los púberes al intentar estar por encima de su ruido. Un buen profesor primero infundirá su sosiego y después comenzará la clase y las actividades de aprendizaje.
La punición para mantener el orden debería ser lo último, pero no algo a evitar. Científicamente sabemos que nuestro cerebro está adaptado al premio y al castigo. Por desgracia la antigua idea de Rousseau que los niños son buenos por naturaleza y que la educación los vuelve malos crece día a día entre la pedagogía. Es más, ante los estudios psiquiátricos publicados en revistas técnicas internacionales esto deviene totalmente erróneo. Los niños muy pequeños se muestran egoístas y déspotas hacia sus compañeros de guardería.

Pasados los meses, y con la intervención correctora de los educadores, el número de fechorías cae radicalmente. Así se corrigen nuestros genes innatos que nos abogan a comportamientos agresivos, egoístas y contrarios al bien común. Sólo se puede ser feliz, buen ciudadano y profesional óptimo cuando valoramos las cosas logradas con límites, castigos y premios merecidos. Ferran Adrià, quien con perseverancia ha logrado ser uno de los mejores cocineros del mundo, decía que "la diferencia entre los buenos y los muy buenos es el esfuerzo".
Si hay que aplicar una sanción, deben decretarse en el momento justo de la infracción y no esperar a luego porque luego será jamás. Si sancionamos tarde a un adolescente, éste habrá perdido la noción del error que cometió. Y aquí las leyes educativas tampoco ayudan, ya que por devaneos burocráticos la expulsión de un escolar se realiza semanas más tarde de su pecado, es decir, provocando su reacción iracunda al creer menos grave la falta que perpetró. Cabe añadir que los púberes viven más en el presente que en el futuro y que sus acciones inmediatas corren rápidamente al cajón del olvido o de la deformación subjetiva.
En fin, y después de todo lo anterior, la conclusión es demoledora: los humanos somos innatamente egoístas y tramposos a no ser que la educación lo corrija. Nuestra genética codifica nuestra agresividad, pero nuestro cerebro está adaptado a la disciplina para corregir esta tendencia. En esto último los límites modulan nuestro comportamiento, reducen nuestro egoísmo individual y favorecen el bien común social. Visto pues que la maldad, el egoísmo y el mínimo esfuerzo en cumplir las reglas contienen una clara carga innata en nuestra especie, sólo con educación y disciplina se corrigen tales tendencias. La escuela, por tanto, debe aplicar límites sin dejarse llevar por modas pedagógicas y paracientíficas. Éstas en nada hallan pruebas para imponer su creencia.

Es importante, por tanto, que en clase se dictamine la sanción en el momento del incidente y que no se argumente demasiado. El escolar se sentirá alterado y sin perspectiva objetiva para comprender. No obstante, y llegada la calma, debe ofrecerse diálogo y reflexión al rapaz. Aquí sí que valen las argumentaciones necesarias, pero no hay que excederse, con unos minutos basta. Hay que tratarles como un adulto, ellos lo desean. Para ello el educador tiene que ser sincero y explicarle la verdad. El orden en el aula depende de ello.
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