Olaf Scholz y el fetichismo verde
Olaf Scholz podría conseguir el honor dudoso de ser el primer canciller alemán que no revalida el cargo ni una sola vez
El próximo 23 de febrero, más allá de documentales o películas sobre el golpe de Estado español de 1981, las televisiones mostrarán cómo los ciudadanos de Alemania son llamados a las urnas para elegir un nuevo gobierno federal. Olaf Scholz, el canciller socialdemócrata de origen prusiano que sucedió a la demócrata-cristiana Angela Merkel, podría conseguir el honor dudoso de ser el primer canciller alemán que no revalida el cargo ni una sola vez.
Sin embargo, la causa de esta situación no radica ni en la tenebrosa fuerza de las supuestas fake news, ni en el cada vez más evidente giro ideológico de la juventud hacia la derecha, ni en la gestión de la inmigración masiva que ha transformado el país en un aldeano otomano. El motivo lo encontramos en la economía.
La coalición liderada por el SPD con liberales y verdes ha optado por convocar elecciones anticipadas ante la dramática pérdida de peso industrial, con toda una serie de cierres de fábricas y el aumento descontrolado del coste de la electricidad. Para hacernos una idea, el precio del megavatio hora ha superado los 900 €.
El país con mayor peso económico de la Unión Europea, y aun la tercera potencia económica mundial, la República Federal de Alemania, hace tiempo que observa con impotencia cómo sus fábricas —antes el orgullo de la economía europea— son sacrificadas por los eurócratas en el altar de las nuevas creencias del fetichismo verde. Si en los últimos años la UE ha visto reducirse a la mitad su cuota de PIB global, la destrucción de la industria alemana solo acelerará la pérdida de lo que queda de riqueza en el viejo continente.
La innovación no vive ya entre nosotros. De todas las aplicaciones que nosotros o nuestros hijos tienen en el móvil, solo unas pocas (como Spotify, Telegram y Skype) son europeas.
El resto han sido desarrollados fuera. Si en algo despuntábamos todavía estaba en el sector del automóvil —sobre todo el de origen alemán—, pero este sector industrial también está sufriendo el daño provocado por la mala gestión energética de Berlín.
Ante este panorama, una vez constatado el descenso hacia esta situación de decadencia, es necesario preguntarnos: ¿cómo se ha llegado hasta aquí?
La apuesta por Rusia
Para explicar la recesión industrial, es necesario analizar el origen del encarecimiento desmedido del coste de la energía. Durante los últimos 20 años, Berlín se ha hecho excesivamente dependiendo del gas ruso proveniente de Víborg y Ust-Luga, en el Oblast de Leningrado.
Desde el año 2011, con la apertura del Nord Stream 1, esta dependencia se ha ido intensificando a través de sucesivas ampliaciones. De hecho, seis meses antes del inicio de la guerra entre Ucrania y Rusia, se completaba la segunda línea del Nord Stream 2.
Mientras Alemania se vinculaba cada vez más al Kremlin y Gazprom, el país teutón impulsaba el constante abandono de la energía nuclear para contentar a una opinión pública seducida por un ecologismo vacío y banal. Alejándose de la energía nuclear —un sector en el que los ingenieros alemanes habían sobresalido—, los gobiernos germánicos han tenido que depender cada vez más de unas energías renovables que han provocado un aumento desorbitado del precio de la electricidad
Sobre el papel, afirmar que las renovables serán una fuente ilimitada de energía suena muy bien, pero la realidad es distinta. Primero, debe tenerse en cuenta el sobrecoste que suponen las nuevas instalaciones. Después, debe considerarse la intermitencia derivada de la dependencia de las condiciones climáticas (sol, lluvia o viento).
A esto se le suma el encarecimiento de la instalación de baterías, que son costosas, para intentar mitigar esta intermitencia. También debe tenerse presente que las renovables generan menos energía por unidad que las fuentes fósiles. Por último, a pesar de la propaganda que se ha hecho, el mundo de las renovables todavía necesita desarrollarse mucho más para alcanzar el potencial que se le atribuye.
Para agravarlo todo, y para entender mejor el descontento social con Olaf Scholz, debemos valorar que el gobierno socialdemócrata ha sido quien más apoyo ha dado al Pacto Verde de la UE, el cual establece objetivos como la prohibición de los vehículos de combustión a partir del año 2035 o la obligación a los agricultores de retirar tierras de cultivo en aplicación de la Ley de Restauración de la Naturaleza. Las consecuencias de este sacrificio económico han sido: el estancamiento económico, el aumento del paro, la pobreza y la decadencia. Las tensiones se han hecho cada vez más evidentes con los liberales y, por último, el canciller se ha presentado a una moción de confianza con el objetivo de perderla y convocar elecciones.
Lo cierto es que el problema viene de lejos. Durante los últimos años, Alemania ha incrementado progresivamente la burocracia mientras los precios seguían subiendo. Pero sobre todo se ha producido un empeoramiento en la mentalidad de sus ciudadanos.
Los alemanes no se ven como una nación atractiva para el exterior y, por eso, se entierran bajo una montaña de regulaciones e impuestos. Las soluciones para revertir esta decadencia no aparecen en la agenda política. Se perciben como un país rico que ya no quiere defender sus propios intereses a causa de una mala conciencia histórica derivada de la Segunda Guerra Mundial.
En los medios de comunicación, la emprendeduría es vista como un sinónimo de explotación. El sueño de muchos alemanes es cultivar un huerto ecológico en una antigua fábrica y mantener la economía con tiendas de galletas artesanales.
Nunca se han recuperado por completo de la crisis financiera global de 2008. No lo han logrado porque la sociedad alemana se centra en el ahorro, pero no en las inversiones necesarias para estimular el crecimiento.
Mentiríamos si dijéramos que el país camina sin rumbo. El rumbo se estableció hace años y consiste en caminar hacia un desastre cada vez mayor y, desgraciadamente, si Alemania cae, Europa se hundirá con ella.
Sacrificios al sol, el viento y la lluvia
Lo que vendrá a partir de ahora es difícil de decir. Las encuestas ofrecen el mismo porcentaje de votos a los demócrata-cristianos que en la suma de liberales, verdes y social-demócratas. Y al margen de la pugna de estos dos grandes bloques, más allá del cordón sanitario, las encuestas hablan de un fuerte aumento de Alternativa por Alemania, que podría convertirse en el segundo partido del Budestag.
Algo ha quedado bien claro: engañados por la epifanía de Greta Thunberg y deslumbrados por los sermones de los eurócratas sobre un futuro idílico cuya energía cae del cielo, los dirigentes alemanes han conducido a su país a una situación crítica de cierres de fábricas que compromete a todo el viejo continente. Uno de los gigantes automovilísticos, Volkswagen, se plantea cerrar hasta tres fábricas alemanas.
Si leemos al misionero franciscano Bernardino de Sahagún, veremos que el día 23 de febrero coincide con el segundo día del Tlacaxipehualiztli, la festividad del despellejo de hombres. En aquellas fiestas, los sacerdotes aztecas honraban al dios Chipe-Totec arrancando la piel y descuartizando a varias víctimas humanas para pedir favores a la deidad.
Quinientos años más tarde, los políticos europeos han querido emular a aquellos pueblos precolombinos y han creído que sacrificar toda nuestra riqueza y potencia industrial al sol, el viento y el agua era la mejor manera de recibir la gracia de una energía limpia, verde e ilimitada. Pero, oh sorpresa, lo que de nada sirvió a los mexicas tampoco ha funcionado por los nibelungos.
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