Un collage de Pedro Sánchez, Alberto Núñez Feijóo, Yolanda Díaz y Santiago Abascal, todos en blanco y negro, con una imagen del Congreso de los Diputados de fondo y una bandera de España.
OPINIÓN

Odiar es de cobardes

La creciente polarización y falta de diálogo afectan a todos los ámbitos, desde la política hasta la vida cotidiana, poniendo en riesgo la cohesión social

Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

Hace años que no hay debates serenos, que no se busca plantear un problema, contrastar o llegar a consensos, que el bien común no existe porque apenas existe eso, lo común. Hay una eterna vocación por fomentar el odio, la división, la confrontación, el insulto, las malas formas, lo vulgar y el vocerío. Se pretende vencer por la intensidad del decibelio, y no se deja hablar al discrepante. Es un constante conmigo o contra mí, un permanente ellos o nosotros, un agotador culto a la vulgaridad. 

Cualquiera que destaque en algo, en cualquier campo, que sobresalga de la mediocridad, es colocado en el punto de mira y escudriñado para adivinar si es de los nuestros o de los otros. Como si las pugnas por conseguir puestos de trabajo derivados de los resultados de las elecciones fueran las pugnas de todos los que se levantan cada mañana para intentar salir adelante.

Montaje Pedro Sanchez, Feijóo y Abascal

Es descorazonador encontrarse huérfano de discursos brillantes, de cantos de esperanza, de visiones realistas, de alguien tan valiente, transgresor y decidido que se atreva a decir simplemente la verdad. Hemos normalizado que se nos hable como a niños de ocho años, que se dirijan a nosotros pancartistas de tres al cuarto que se creen tocados con la batuta divina del liderazgo, pero que serían abucheados en cualquier junta de comunidad de vecinos, y a los que no les comprarías ni un cargador de móvil por Wallapop.

Lo peor de todo, es que no se levantan voces en contra del permanente cacareo, sino que se hacen para posicionarse en alguno de los gallineros. Se siguen empleando sustantivos de los años 30, en un contexto de 100 años después. Si la ciencia ha evolucionado tanto, si la tecnología rompe techos de cristal cada día, si el ser humano es capaz de descubrir, inventar, progresar, hacer la vida más fácil a los demás, dar frío en verano y calor en invierno, permitir que hablemos con alguien en el otro lado del planeta, no solo escucharlo, sino también verlo; mandar artefactos a otros mundos o al fondo del océano, ¿por qué narices no hemos sido capaces de deshacernos de los vendedores de bálsamos de Fierabrás? ¿Por qué seguimos creyendo a charlatanes que solo buscan conseguir puestos de trabajo para los suyos los próximos cuatro años?

No dudo de que haya quien llega a ese mundo con vocación y honradez, lo que me extraña es que apenas haya mentes brillantes que lo busquen. La degradación y la mala praxis han conseguido el absoluto desprestigio de quienes deben gestionar la vida corriente de cada uno de nosotros. 

Tal vez, dentro de un par de décadas, se pondrá sobre la mesa la posibilidad de que todo lo gestione una inteligencia artificial, o que se gobierne ensayando las decisiones con simuladores, como las mejoras de un coche de Fórmula Uno. Máquinas inteligentes que sean capaces de prever una crisis económica, una catástrofe medioambiental u otra provocada por la ineptitud y la ignorancia de quien estaba al cargo.

Un edificio con la palabra

Puede sonar todo un poco absurdo, pero visto lo visto, al menos la máquina diría la verdad. Podría contarnos si es cierto que no vamos a tener pensiones porque no habrá como pagarlas, o cuánto pierde el país en formar a jóvenes en carreras científicas para que se vayan a otros estados de la Unión Europea donde tienen más posibilidades y mejores salarios, o como evitar atascos por las mañanas, o conocer los resultados de un proyecto de ley antes de que se aprobase, o razonar que sistema político es el más eficaz.

Alguien me dirá que no debemos perder el componente humano, pero este, al menos en el asunto político, ha demostrado que no siempre es un valor añadido. Humana es la piedad, pero también la vileza; humano es el perdón, pero también el odio; humana es la honestidad, pero también la corrupción; humana es la serenidad, pero también el griterío; humano es el respeto, pero también la ausencia de él; humana es la vida, pero también la muerte.

El seguimiento obsecuente de quienes cavan trincheras es una temeridad. Se cavan con palas de juguete, pero se defienden con armas de verdad. Los mandatarios discuten, pero se abrazan, los soldados de trinchera solo entienden de matar. Lo vemos en redes sociales, en medios de comunicación, en el deporte, en el cine, en la empresa, en el uso público de la televisión, en las cenas de Navidad y hasta en las relaciones de pareja. Nada se aleja de la pestilente contaminación de la política. Desgraciadamente, no se han hecho contenedores para reciclar tanta basura. 

Nuestra torpeza comunal radica en llenar el plato de quienes nos dividen, de quienes nos obligan a posicionarnos, de quienes nos dan las armas para defender sus trincheras, de quienes nos miran como Próspero miraba a Calibán, mientras se toman el café con el adversario.

Dos personas dándose la mano con fondo de periódicos.

No es un asunto exclusivo de nuestro país, de nuestra comunidad, de nuestro pueblo. Es una epidemia mundial. Hay escasez de liderazgo, de capacidad, de sobresalientes. Da igual de que ideología se vistan. Las visiones del mundo del siglo XIX y el primer cuarto del XX apenas son válidas para el presente. Por eso, no hay más pasión que la de conseguir el sillón, porque los intereses siempre fueron muy por delante de los principios. 

No puede haber mayor esfuerzo de neutralidad que una enmienda a la totalidad, que una llamada a la serenidad, al pacto, a la conversación serena, a la mejora, a la honestidad de apartarse cuando se reconoce la incapacidad, a la pasión por mejorar, por ayudar o a estar dispuesto a sacrificarse por el bien de los demás.

Es una llamada también al periodismo tuerto de un ojo, al de filiación, al de carné, a ese que por desgracia abunda más que el que se apoya en el análisis y la serenidad. 

Estos errores nos son novedosos, se han cometido en el pasado y han generado conflictos y desastres de los que cuestan muchas décadas recuperarse. Por eso es tan importante mirar atrás y aprender de la historia. Desgraciadamente, también la historia se ha convertido en un arma política y se afronta con la misma pasión visceral. 

Deberíamos darle una vuelta, porque una sociedad dividida no puede avanzar, solo mirar atrás, solo señalar, solo acusar y, sobre todo, odiar. Y odiar es de cobardes. Pero esa es otra historia digna de ser contada…

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