Imagen del senado romano
OPINIÓN

La mujer del César

César era un hombre tremendamente ambicioso que superó múltiples obstáculos para conseguir lo que se proponía


Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

El populismo no es un invento del siglo pasado, Lucio Sergio Catilina, perteneciente a la facción de los populares, partido que pretendía configurarse como defensor del pueblo llano; estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para conseguir ver reflotar sus deterioradas aspiraciones políticas. Fue capaz, incluso, de promover una revuelta de esclavos en Capua. Su objetivo era crear una sensación de inseguridad para promover una sublevación que acabara con la vida de varios senadores.

La República romana se había convertido en un nido de conspiradores, clientelismos y corrupciones. Se premiaba la ambición desmedida, la falta de escrúpulos y, sobre todo, la red de contactos que los aspirantes al cargo de turno consiguieran reunir.

El partido de los populares contaba con hombres tan inmensamente ricos y ambiciosos como el resto de las facciones. Los dos cónsules de turno eran Gayo Antonio Híbrida, quien había coqueteado con Catilina, y el brillante Marco Tulio Cicerón, del partido Conciliador.

Otros célebres populares, conocedores de las conspiraciones de su compañero de facción, desistieron de seguirle. Dos de ellos acabarían formando triunvirato años más tarde: Cayo Julio César y Marco Licinio Craso.

LA PIRMER CATILINARIA. DE CESARE MACCARI, 1889

Cicerón denunció ante el senado los planes de Catilina con una brillantez que hizo de aquellas acusaciones los cuatro discursos más famosos de la historia antigua:

«¿Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia? ¿Hasta cuándo esta locura tuya seguirá riéndose de nosotros? ¿Cuándo acabará esta desenfrenada osadía tuya?»

Catilina perdió el favor de la historia y tampoco es el protagonista de esta, solo un simple ejemplo de lo que la ambición desmedida puede llegar a intentar sin tener en cuenta el pueblo al que se dice defender ni más razón que el lograr el objetivo personal al precio que sea.

En quien nos vamos a fijar es en su compañero de partido, Julio César. No hablaremos de su relato sobre la guerra de las Galias, en el que encumbró a sus enemigos para otorgarse más mérito en sus victorias, tampoco de su dictadura y menos aún de su triste final, aunque a uno le resulta imposible pensar en que dio su último aliento a los pies de la estatua de su enemigo Pompeyo el Magno. Hoy día, y perdónenme el presentismo, nadie muere a la estatua de su rival porque si tiene el poder que ostentaba César, la habría derribado mucho antes.

César era un hombre tremendamente ambicioso que superó múltiples obstáculos para conseguir lo que se proponía, dejando también por el camino lo que fuera menester. Un patricio romano con aspiraciones políticas, que quería vestir la cándida túnica (de ahí viene lo de candidato) por el foro y cautivar a los ciudadanos con su oratoria, precisaba ir ocupando puestos de la administración y el Ejército romano para escalar hasta llegar a lo más alto. Como orador consiguió, a través de sus conocidas defensas haciendo de abogado, popularidad entre los que le escuchaban. 

Suertonio lo describe físicamente en los 12 césares, pero, habida cuenta que el historiador vivió un siglo después de la muerte del político romano, es mucho más fiable la que no hace referencia directa a sus características físicas, sino a detalles que sus contemporáneos  destacaron:  «Concedía mucha importancia al cuidado de su cuerpo y no contento con que le cortasen el pelo y afeitasen con frecuencia, hacíase arrancar el vello, por lo que fue censurado, y no soportaba con paciencia la calvicie, que le expuso más de una vez a las burlas de sus enemigos. Por este motivo, atraíase sobre la frente el escaso cabello de la parte posterior».

ASESINATO DE CÉSAR., CARL THEODOR VON PILOTY, 1865

César se depilaba y empleaba mucho tiempo en el cuidado de su cuerpo, lo que muestra que era un hombre vanidoso que prestaba atención a su aspecto físico. También era escrupuloso con su vestimenta, empleando lacticlavia (la túnica reservada a la orden senatorial) guarnecida de franjas que llegaban hasta las manos, poniéndose siempre sobre esa prenda un cinturón muy flojo. Esto le generó sospechas de homosexualidad que le molestaban sobremanera. Con veinte años fue enviado como embajador a la corte de Nicomedes, el rey de Bitnia, en la lejana Asia. Los rumores de un romance con el monarca llegaron a Roma y cuanto más influencia ganaba César, más se extendía la sorna sobre su posible condición. De él dijeron que era rival de la reina y plancha interior del lecho real. 

Era un hombre aficionado al lujo y no escatimaba grandes sumas, de las que no disponía, en hacer de su casa un espejo de su grandilocuencia. 

Siendo uno de los cuarenta cuestores de la República, un puesto con más vocación recaudatoria que política, tenía asignada la Hispania Ulterior y recaló en la ciudad de Cádiz. En el templo de Hércules se quedó fijo frente a una estatua de Alejandro el Magno y pensó que, con 32 años, la edad que César tenía en ese momento, el macedonio lo había conseguido todo y el romano apenas nada. 

Su primera esposa, Cornelia, falleció al dar a luz a su primer hijo varón, que también nació muerto. Tras ello se casó con Pompeya, una patricia hija de un líder de la facción de los populares, que podía ayudar a consolidar su posición. 

Existía una fiesta que celebraban solo mujeres, pues no era lícita la presencia de varones en ella, por lo que los hombres salían de la casa. Pompeya celebraba esta fiesta y un jovencísimo muchacho, aún imberbe y vestido de cantora, se infiltró en la casa con ayuda de una criada que avisó a Pompeya. El muchacho fue descubierto y el rumor se extendió por toda la ciudad. La sospecha de que Clodio y Pompeya eran amantes comenzó a generarse como una verdad por el mero hecho de repetirse más y más. 

Vercingétorix arroja sus armas a los pies de Julio César

César no tuvo en cuenta la posible inocencia de su esposa y la repudió, acuñando la frase: «porque quiero que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha». El dicho, extraído directamente de las “Vidas paralelas” de Plutarco, se ha ido transformando con los años hasta derivar en un: “La mujer del César no debe ser honrada, sino que también debe parecerlo”, esta modificación suena mucho mejor en redes sociales y evita tener que leer a Plutarco que aun siendo muy interesante no entretiene tanto como la prosa de Galdós. 

Así fue como el que llegaría a ser el hombre más poderoso del mundo conocido prefirió sacrificar a su esposa que a su prometedora carrera política, porque las esposas o los esposos se pueden cambiar, pero el poder se ambiciona para uno solo.

La vida de César fue mucho más interesante que sus posibles romances con un rey asiático y su mancillado honor de marido aficionado a la tauromaquia. La guerra de las Galias, el cruce del Rubicón, las guerras civiles y la dictadura, hicieron que de su vida se hable más de dos mil años después de ser acuchillado a los pies del mármol de su rival. Quién sabe si repudiar a Pompeya ayudó a todo aquello, pero, esa es otra historia digna de ser contada… 

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