Personas montando a caballo en un campo con edificios al fondo y un borde decorativo en tonos rosa y negro.
OPINIÓN

Medallistas y muertos sin épica

Siempre nos es más fácil conmovernos con historias de superación, por eso hoy se me ocurrió presentar algo distinto

Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

La historia de hoy les dejará con un sabor extraño, como cuando uno prueba un plato de esos que se sirven en los restaurantes de autor, donde te ponen en un trozo de pizarra una espuma de vieiras con un limón recortado como si fuera una flor, y un garabato hecho con una salsa especial y que parece la firma de un médico.

El primer instinto es coger el trozo de pizarra y lamer la salsa, porque tan minúscula cantidad no es digna de amortizar un mendrugo. La espuma es una cosa con la textura del gel de baño de un jacuzzi, pero con un sabor que sorprende porque, en realidad, es agradable. No obstante, el plato, más allá de la curiosidad, apenas alimenta y la sensación es de apreciar el sabor, pero sin dejar de sentir algo de vacío.

No me he puesto hoy frente a la pantalla, vestido con lo mínimo que el pudor exige si se quieren soportar los rigores del verano, para hablarles de comida, con los atracones que se estarán pegando estos días y el autoengaño de que ya lo solucionaremos a partir de septiembre, como si los milagros llegaran siempre en Otoño.

No, el objetivo es otro, es contarles hechos históricos y estos, como la vida misma, no siempre se apoyan en relatos de superación de personajes que vienen de la nada y se convierten en grandes estrellas futbolísticas y que se han puesto tan de moda, como si hubiéramos vuelto a aquella España de postguerra en la que un muchacho pobre podía convertirse en una figura del toreo y volver a su pueblo como un ricachón pavoneante.

Los personajes de hoy nacieron en la abundancia. Sus nombres y apellidos no caben en una línea y sus títulos nobiliarios recuerdan que eran herederos de las más importantes casas de la nobleza española. Estamos en agosto de 1920, en Amberes se celebraban los VII juegos olímpicos, que volvían tras el parón obligado de la Primera Guerra Mundial. No obstante, las sanciones impuestas a los imperios centrales, perdedores del conflicto, se hicieron notar y no se les permitió formar parte del evento.

Cuatro personas montando a caballo en un campo abierto con un edificio grande al fondo.

España participó en seis disciplinas deportivas (el break dance aún no era deporte olímpico) y conformó una delegación de 59 hombres, sin ninguna representante del género femenino.

Los equipos con más posibilidades de obtener alguna medalla eran el de Fútbol, el de Tiro y el de Polo, ese deporte que se practica a caballo y en el que juegan cuatro contra cuatro, siendo una actividad muy relacionada con la aristocracia y con gran tradición en el Reino Unido.

El equipo español de polo estaba compuesto por el duque de Alba, su hermano, dos hijos del conde de Romanones y Leopoldo Sainz de la Maza, conde de la Maza. El torneo comenzó con una aplastante victoria para los españoles que derrotaron a los Estados Unidos por un contundente 13-3. España pasó a la final, ya que solo había cuatro equipos participantes, y en ella se enfrentó a la todopoderosa Gran Bretaña. El papel de los hispanos fue más que digno, siendo derrotados por 13 goles a 11, lo que fue celebrado por los medios de la época. El equipo nacional consiguió, por ello, la primera medalla de plata del olimpismo español. Es cierto que hay un precedente de un vitoriano en los primeros juegos en una competición de pelota, pero no está del todo claro.

Dos hombres conversando mientras otros tres observan, con un caballo blanco de fondo.

Pero ¿quiénes eran en realidad los componentes del equipo? El más veterano de todos ellos, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, duque de Alba, contaba con 41 años en aquel momento. Senador y muy ligado a Gran Bretaña, compartía parentesco con el mismo Winston Churchill. Fue representante del bando nacional en Londres durante la Guerra Civil hasta que se convirtió en embajador tras la victoria de Franco. Partidario del retorno de la monarquía, renunció a su puesto en 1945 para ponerse a las órdenes del pretendiente al trono, Juan de Borbón. Falleció a finales de la década de los 50 heredando sus títulos su hija Cayetana, conocida por todos.

El segundo componente del equipo era el hermano del duque de Alba, Hernando Fitz-James Stuart, que repitió experiencia en las olimpiadas de 1924. Hernando fue una de las víctimas de la Guerra Civil, siendo asesinado en Paracuellos del Jarama el 7 de noviembre de 1936, víctima de la barbarie que dominó España durante el periódico más dramático de nuestra historia.

Un hombre con bigote lleva un sombrero de paja y un traje marrón claro, con una corbata azul y una camisa blanca.

Leopoldo Sainz de la Maza y Gutiérrez-Solana, contaba 40 años cuando se celebraron los juegos y era capitán del Arma de Caballería, destinado en el Primer Regimiento de Reserva. Andaluz de gran fortuna, en 1909, tras el Desastre del Barranco del Lobo, decidió alistarse como soldado voluntario de Caballería y participó en la Guerra del Rif, destacando por su valor que fue recompensado con varias condecoraciones que lo certificaban. En 1910, el rey Alfonso XIII, de quien era amigo personal, le concedió el título de Conde de la Maza, convirtiéndose en el primero en ostentar dicha distinción. Llegó a coronel de Caballería y participó en la Guerra Civil como destacado oficial de Regulares.

Los otros dos componentes del equipo también eran hermanos e hijos del conde de Romanones. Su padre era archiconocido en la España de la época como político liberal. Fue ministro de casi todo y presidente del Gobierno en varias ocasiones. Los republicanos y socialistas habían criticado duramente su participación en negocios relacionados con las minas del Rif, próximas a Melilla. Un incidente con los trabajadores de las minas provocó el inicio de las campañas de África en 1909. En un periodo en el que, con la reducción a metálico se podía esquivar la obligación del servicio militar, las acusaciones al conde de ser moralmente responsable de la muerte de pobres muchachos en el Rif se extendieron como la pólvora y su señalamiento fue mucho mayor que la de otros inversores vascos o el conde Güell, pero claro, el conde estaba en política.

El menor de sus hijos, José, que había sido medalla de plata en la Olimpiada junto a sus otros distinguidos compañeros de equipo, marchó a África justo al terminar los juegos. José de Figueroa y Alonso-Martínez era teniente de Ingenieros, tenía 22 años y encontró la muerte en combate, en Tafersit, durante el avance de las tropas de la Comandancia General de Melilla, demostrando que los aristócratas también dejaban la vida en el empeño y que el conde de Romanones compartiría el dolor de otros centenares de padres españoles que habían perdido a sus hijos en el Protectorado Español en Marruecos.

Retrato de un hombre joven con uniforme militar azul y cuello rojo.

El último de los componentes del equipo, hermano mayor del anterior, fue más afortunado. De vocación política, como su padre, fue alcalde de Madrid durante varios meses entre 1921 y 1922. Llegó a ser diputado en 1936, en las últimas elecciones de la Segunda República, aunque abandonó cualquier vinculación política cuando finalizó la Guerra civil, muriendo en Madrid en 1959.

En las olimpiadas de 1920, las primeras en las que España participó con un Comité Olímpico nacional, los miembros del equipo de Polo se costearon el viaje y los gastos, dinero no les faltaba. Su medalla, pese a su importancia, no fue tan celebrada como la de la selección nacional de fútbol, que obtuvo el mismo metal durante los juegos. Evidentemente, para la gran masa de la población era complicado identificarse con tan ilustres competidores.

El dramático final de dos de ellos es lo que motiva el título de este artículo. Lógicamente, lo épico es un concepto muy relativo. Pero no me negarán, que es más difícil sentir empatía con quienes fueron tan afortunados de nacimiento y también cuesta más reconocer sus logros, sus acciones o sus sacrificios, aunque en la muerte no haya imposturas y en ser asesinado mucho menos.

Charlando hace unos días con un amigo venezolano sobre la situación de su país, este me contaba como en Hispanoamérica, durante años, se había idealizado, a través de los interminables seriales lacrimógenos, el ascenso de la criada mediante enamoramiento del señor de la casa, como un sueño para las desdichadas jóvenes que consumían este tipo de culebrones. En España, como mencionaba en los primeros párrafos, se visualizó el ascenso social mediante el desprecio a la muerte frente a violencia de un astado. El Cordobés o Palomo Linares fueron los últimos representantes de esa especie de sueño taurino que permitía pasar de pobre de libro a repartir billetes por la calle si tenías los bemoles y el arte para conseguirlo.

Siempre nos es más fácil conmovernos con historias de superación, por eso hoy se me ocurrió presentar algo distinto, aprovechando que acaban de terminar los juegos olímpicos. Es la asimetría en los sentimientos que hace que la gran mayoría se conmueva por el asesinato de un poeta y se muestre indiferente ante el del hermano de un duque, por muy medalla de plata olímpica que fuera.

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