Una ilustración en tonos azul y rosa muestra a un grupo de soldados apuntando con rifles a varias personas con los ojos vendados.
OPINIÓN

La masacre de Balangiga

Tras independizarse de España, las Filipinas descubrieron que los norteamericanos tenían un afán mucho más colonialista

Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

La Guerra Filipino-estadounidense fue una extensión de la Guerra que se libró entre España y los Estados Unidos en el verano de 1898, que resultó en la derrota de España y la cesión de sus territorios de Ultramar, entre los que estaban inclusas las Islas Filipinas, Puerto Rico y Guam que pasarían a manos de los norteamericanos.

Inicialmente, los soldados de casaca marrón entraron en Filipinas con la promesa de liberar a sus habitantes nativos del dominio español, aunque muy pronto estos comprobaron con profunda desazón que el objetivo de sus “salvadores” era sustituir a los españoles, pero con un afán mucho más colonialista que los anteriores.

Después de la firma del Tratado de París, que formalizó la transferencia de Filipinas a los Estados Unidos, los líderes filipinos, encabezados por Emilio Aguinaldo, se percataron de la traición. Aguinaldo había combatido junto a los estadounidenses contra España con la esperanza de que Filipinas obtuviera la independencia. Cuando los norteamericanos tomaron el control del archipiélago, Aguinaldo proclamó una república independiente y lideró a sus compatriotas en una lucha contra la nueva potencia colonial. Así comenzó la Guerra Filipino-estadounidense en 1899.

Retrato de un hombre con bigote y uniforme militar mirando hacia la izquierda.

España, que había sido acusada por la prensa amarilla norteamericana de crueldad en su acción contra los rebeldes cubanos, entró en una depresión nacional que llevó al país a perder el interés por lo que sucedía en territorios que anteriormente habían sido suelo español. De ese modo, apenas se tenía información de la guerra posterior en Filipinas, que fue extremadamente costosa en términos de vidas humanas.

4,234 soldados estadounidenses murieron en el conflicto, se estima que entre 16,000 y 20,000 combatientes filipinos perdieron la vida. Además, fallecieron unos 300,000 civiles, muchos de ellos debido a las duras condiciones provocadas por la guerra, incluidas las hambrunas y las enfermedades. El conflicto duró hasta 1902, cuando las fuerzas estadounidenses lograron aplastar la resistencia filipina, pero la ocupación colonial de las islas continuaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

A machetazo limpio

La isla de Samar es una de las medianas del archipiélago filipino. Se encuentra en el perímetro oriental de la atomizada figura que presenta el entramado de islas e islotes, salpicando el Pacífico como si un plato acabara de romperse y cientos de pedazos se esparcieran por la superficie. Al sur de la isla de Samar, se encuentra el pequeño municipio de Balangiga.

El 28 de septiembre de 1901, en este pueblo, absolutamente desconocido, tuvo lugar un evento que desataría el terror y que pasaría a la historia como uno de los episodios más negros de las islas que deben su nombre al monarca Felipe II.

Los soldados de la Compañía Charlie del Noveno Regimiento de Infantería de los Estados Unidos estaban comenzando su rutina diaria cuando fueron sorprendidos por un ataque coordinado. Mientras los soldados se dirigían al comedor para recibir el desayuno, el jefe de la policía local, Valeriano Abanador, aprovechó el momento para poner en marcha un plan cuidadosamente orquestado. Se apoderó del fusil de uno de los soldados estadounidenses y, tras disparar, dio la señal para que un grupo de nativos con bolos (machetes tradicionales filipinos) atacaran a los soldados. Estos, desarmados y cogidos por sorpresa, no pudieron defenderse. Entre los muertos estaban el neoyorquino Capitán Thomas Connell y los otros dos oficiales de la Compañía C.

Titular de periódico que dice:

Aunque algunos soldados consiguieron llegar a sus fusiles y hacer fuego sobre los atacantes, el número de estos y la violencia que se había desatado hicieron que el encuentro fuera devastador. Solo unos pocos lograron huir con vida y huir hacia Basey, una localidad próxima, que no cercana, donde estaba acantonada otra compañía del Regimiento.

Únicamente habían sobrevivido 25 hombres y 22 de ellos estaban heridos. Las imágenes de los machetes amputando y degollando a sus compañeros no se borró de sus mentes. En el camino a Basey, dos de los que habían conseguido escapar, murieron por la gravedad de sus heridas. Llegaron al destacamento a las 4 de la mañana del día siguiente, tras una penosa marcha. Allí se encontraba al capitán Bookmiller y la compañía Golf. Bookmiller, al contrario que su desafortunado compañero Connell, despreciaba a los filipinos y no confiaba en ninguno de ellos. A las 9 de la mañana, cincuenta y cinco voluntarios de la Compañía G, con su jefe a la cabeza, partieron hacia Balangiga con ocho supervivientes de la Compañía C.

Al llegar al pueblo, Bookmiller ordenó a los hombres reunir a todos los filipinos de la zona. Los supervivientes de la Compañía C los cosieron a balazos, mientras el resto quemaba todo lo quemable en Balangiga. Viendo la humilde población en llamas, Bookmiller declaró: "Han sembrado el viento y cosecharán la tempestad".

La represalia por los cincuenta estadounidenses asesinados sembró el odio y ese día murieron centenares de filipinos. Decenas de miles lo harían en los meses siguientes.

Un hombre con bigote y uniforme militar de color marrón claro con hombreras azules y una estrella blanca.

Samar, la masacre real

Aunque el ataque inicial de los filipinos se recuerda en el imaginario norteamericano como la “Masacre de Balangiga”, la verdadera matanza vino después. Bajo las órdenes del General Jacob Hurd Smith, las tropas estadounidenses llevaron a cabo una brutal campaña de venganza en la toda la isla de Samar. Smith, enfurecido por la muerte de los hombres de la compañía Charlie, ordenó que no se hicieran prisioneros y que se eliminara a todos los varones filipinos mayores de diez años. Esta orden, conocida como la política de “Kill every one over ten” convirtió a Samar en un charco de sangre. Los soldados estadounidenses quemaron aldeas, asesinaron a civiles y destruyeron los cultivos, dejando a la isla completamente devastada condenando a los supervivientes a la hambruna.

Una ilustración de un periódico antiguo muestra a soldados apuntando con rifles a un grupo de personas con los ojos vendados, con una bandera estadounidense y un águila en el fondo.

La campaña de Samar duró aproximadamente un año. Se estima que decenas de miles de filipinos sucumbieron, muchos de ellos no combatientes, y gran parte de la infraestructura de la isla fue destruida. Mientras que el ataque de Balangiga fue visto en los Estados Unidos como un acto de barbarie por parte de los filipinos, los nativos de las islas vieron la campaña de Samar como una respuesta absolutamente desproporcionada y brutal por parte de los estadounidenses, que no discriminaron entre combatientes y civiles.

Samar se había convertido en uno de los bastiones más importantes de la resistencia filipina. El general Vicente Lukban, se había proclamado gobernador de la isla bajo la república de Aguinaldo, la resistencia en la ínsula estaba bien organizada. Lukban, que conocía el terreno y contaba con una amplia red de informadores, logró resistir los intentos de las tropas estadounidenses de someter todo el territorio. Los norteamericanos se concentraron en las zonas costeras, por lo que Lukban y sus seguidores se retiraron a las densas selvas del interior, desde donde continuaron sus operaciones de guerra irregular.

Las campanas de Balangiga

Las campanas de la iglesia de San Lorenzo de Balangiga, con sus inscripciones en lengua española, fueron tomadas por las tropas estadounidenses como trofeos de guerra después del ataque. Las piezas se enviaron a los Estados Unidos y permanecieron en la Base Aérea F.E. Warren en Wyoming durante más de un siglo. Para los filipinos, las campanas se convirtieron en un símbolo de su lucha por la independencia y la resistencia contra el colonialismo. La devolución de las campanas ha sido un punto clave en las relaciones diplomáticas entre Filipinas y los Estados Unidos durante décadas.

Un grupo de personas fallecidas yace en una zanja en un entorno natural.

Finalmente, en 2018, después de años de negociaciones diplomáticas y debate público, las campanas fueron devueltas a Filipinas. La devolución fue apreciada como un gesto de buena voluntad por parte de los Estados Unidos y un reconocimiento del sufrimiento infligido durante la guerra. Se recibieron con ceremonias solemnes en Filipinas, donde se reinstalaron en la iglesia de San Lorenzo de Balangiga, cerca del lugar donde se llevó a cabo el ataque.

Aguinaldo y España

En 1962, un joven reportero de ABC, Luis María Ansón, se presentó en Kawit para visitar y entrevistar a Emilio Aguinaldo, el hombre que llevó al pueblo filipino a la independencia y que sufrió la traición de sus supuestos salvadores. Entre las fotografías, diplomas y recuerdos que abarrotaban las paredes de la casa del líder filipino, Ansón reparó en una del general Primo Rivera que decía «Al general Aguinaldo, bravo y leal adversario en la guerra noble y fiel amigo en la paz». Las palabras de Primo, oficial destinado en Filipinas durante la guerra de finales del XIX, llenaban de orgullo al ya anciano mandatario.

Retrato de un hombre con cabello oscuro, vestido con un traje blanco y corbata de moño negra, sobre un fondo azul oscuro.

Ansón recogió los testimonios de Aguinaldo: «Después de Filipinas, yo amo a la madre España. Los americanos nos traicionaron». Aún era capaz de expresarse en lengua española, idioma que, por otra parte, fue erradicado de las islas durante la dominación estadounidense.

Ante la petición del joven periodista español, Aguinaldo leyó, con gran emoción, el decreto que dedicó en 1909 al medio centenar de españoles que al mando del teniente Saturnino Martín Cerezo, resistieron durante un año sin conocer que su nación había capitulado:

«Habiéndose hecho acreedoras a la admiración del mundo las fuerzas españolas que guarnecían el destacamento de Baler, por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanzas de auxilio alguno, ha defendido su Bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares, e interpretando los sentimientos del Ejército de esta República, que bizarramente les ha combatido; a propuesta de mi Secretario de Guerra, y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno. Vengo en disponer lo siguiente: Artículo único. Los individuos de que se componen las expresadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino por el contrario, como amigos; y en su consecuencia, se les proveerá, por la Capitanía General, de los pases necesarios para que puedan regresar a su país».

El respeto de un soldado a otros que habían demostrado valor, tesón y gallardía había quedado reflejado en el decreto del primer presidente de la República de las Islas Filipinas.

Imagen de un decreto de la República de Filipinas, fechado el 30 de junio de 1899, en el que se reconoce el valor y heroísmo de las fuerzas españolas que defendieron el destacamento de Baler, y se dispone que no sean considerados prisioneros sino amigos, proporcionándoles los medios necesarios para regresar a su país.

España cometió errores en el archipiélago durante los últimos años de su presencia. El más escandaloso fue el fusilamiento del poeta José Rizal al que se le acusó de traición y se le obligó a dar la espalda al pelotón que acabó con su vida. Pero los filipinos añoraron a los españoles cuando fueron sustituidos por los norteamericanos, mucho más violentos e inclementes, que martirizaron a la población y que dejaron una funesta huella de sangre y venganza. Nunca habían vivido algo semejante en los más de 400 años desde que Legazpi se convirtió en Adelantado de aquellos territorios.

Filipinas tardó casi cincuenta años en conseguir su independencia, pero esa es otra historia digna de ser contada.

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