La integración desde un punto de vista sublunar
Más que una acogida, lo que hay es una recogida: la identidad catalana será la primera víctima
Según los griegos y las griegas, el mundo se dividía en dos: el mundo supralunar y el mundo sublunar.
En el primero, el supralunar, abunda la armonía, la continuidad y la ausencia de contrariedades; es el mundo en el que, por ejemplo, reside el expresidente Zapatero. En el mundo sublunar, en cambio, hay desconcierto, desorden y corrupción, empezando - o terminando - por la muerte.
El planeta Tierra forma parte de este último.
Según cómo te pille, el mundo sublunar es una putada. Esto lo advertimos cuando nuestros intereses están comprometidos o la arbitrariedad de los acontecimientos se ceba con nosotros. Y es que, aquí abajo, lidiamos con el aparatoso tedio de que nuestras acciones sean secuenciales y múltiples, o sea, impredecibles. Dícese de un Cristo.
A la luz de esta distinción, observamos que todas nuestras acciones presuponen un coeficiente de decepción. Es decir, que todo lo que hacemos es más bien una aproximación. Por ello, las actividades prácticas resultan más provechosas si aspiran por sistema a los éxitos parciales.
La política es un ejemplo de actividad práctica ¿Quién lo iba a pensar, eh? Con lo fácil que parecía decir que queda abolida la prostitución, no a las fronteras y solo hace falta más pedagogía.
¿Quién dijo realidad?
El caso es que a la izquierda, como a todo el mundo, le tienta el mundo supralunar. Es normal. La sola posibilidad de abandonar este mundo se muestra dulcísima. Sería como mudarse a un Corte Inglés elevado a categoría de universo.
El problema, pero, es que a la izquierda (actual) no le tienta el mundo supralunar, sino que se ha mudado a él. Esto obedece a la abrumadora prosperidad acumulada de Occidente y al simplismo militante de la izquierda.
Porque, según también los griegos y las griegas, el mundo supralunar es deliciosamente estable porque no es variado; simplemente, no hay variedad de cosas. Solo hay lo que ellos y ellas llamaban “éter”. En el mundo supralunar, por el contrario, hay de todo: fuego, aire, tierra, agua y todas sus combinaciones.
Esta capacidad de la izquierda para obviar el matiz, la variedad y sus posibilidades combinatorias responde a una actitud reduccionista, concretamente, a un reduccionismo moral. Tocado por la gracia de ser una buena persona, el izquierdista presenta la obligación de enmendar el mundo, aunque sea a pesar del mundo. Sus proyectos no aspiran solo a ser éxitos parciales.
El asunto de la integración de los inmigrantes es un buen ejemplo.
La integración, una idea simpática
La característica fundamental de la idea de integración es que es una idea amable.
Indultada de cualquier responsabilidad práctica, la idea de integración opera en una abstracción de proporciones coincidentes con la responsabilidad humanitaria que se ha autoimpuesto la izquierda (actual, insistimos).
Mullida, la integración resuelve de manera no traumática un déficit de realismo que pasa su factura a posteriori, cuando la urgencia del problema diluye la responsabilidad original. Se trata, en fin, de una idea muy conveniente para la mentalidad progresista. Y más que una idea falsa, es una idea tendente a la falsedad.
El motivo es que no presupone la variedad y los roces que esta implica. Por el contrario, los inmigrantes son personas. Nótese que la categoría de “persona” está al nivel exacto en el que coinciden la abstracción y el deber moral. Porque que los inmigrantes también sean mamíferos ya no daría tanto de sí.
Esto lleva a pensar que es lo mismo un chino de la China, un magrebí, un hispanoamericano, un ucraniano o un holandés. No hay variedad. Tomos somos personas. Es más, todos somos personas que surfeamos el éter moral. Pero se conoce que su Majestad, el Rey Hassan II de Marruecos, nunca salió del mundo sublunar, no viajó:
El roce hace el cariño
El mundo sublunar se encarga de absorber todo esto e imponer su resultado. Este resultado es, en resumen, una acumulación de gente.
Más que una acogida, la integración realmente existente es una recogida, hecha a escala de la situación económica y cultural del país receptor. Cataluña es buen ejemplo porque presenta varias de estas dinámicas y de manera simultánea.
Primero, la inmigración sustituye al proletariado autóctono. Segundo, se acumula en ciudades y zonas urbanas. Tercero, la acumulación de gente se apoya sobre el estrato cultural más indefinido y con mayor alcance, o sea, la lengua española. Orriols, lo llevas claro.
Porque si algo es evidente es que la identidad cultural catalana desaparece. Y eso no puede ser una buena noticia para un español. El otro día, Villaverde decía en El Confidencial que en 2080 el catalán lo hablarán cuatro gatos. “Con una Cataluña en España y con el nivel de inmigración actual, el catalán está sentenciado de muerte”, dijo para mayor gloria de la angustia.
Así mismo, esta recogida masiva de personal (dicho en el sentido laboral del término) es compensada por los propios inmigrantes a través de lazos comunitarios muy fuertes. Pero entre sí.
Para ellos, su identidad y cultura desempeña funciones de verdadera supervivencia y bienestar. Además, la escala numérica de la inmigración les permite desarrollar proxys de su país.
De fondo, nadie parece caer en la cuenta de que integrar es integrar en algo. De hecho, la palabra viene del latín integrare y significa “dejarlo como antes de haber sido tocado, completar, incorporar, formar parte de un todo”.
La realidad, esa mezcla entre una hormigonera y una luz atrapa mosquitos.
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