Ha ganado la democracia en Venezuela ¿Y ahora qué?
Como era previsible, el régimen dictatorial de Nicolás Maduro no iba a dejarse vencer tan fácilmente
Durante el último mes, muchos hemos estado pendientes de lo que ocurría en Venezuela, un país hispanoaméricano con el que nos unen, entre otras cosas, importantes lazos lingüísticos y culturales. Han transcurrido ya varias semanas desde que se celebraron en dicho país las elecciones presidenciales, las cuales habían llenado de esperanza a millones de venezolanos por vislumbrarse en el horizonte un posible cambio de rumbo en el país caribeño. No obstante, nada más lejos de la realidad.
Como era previsible, el régimen dictatorial de Nicolás Maduro no iba a dejarse vencer tan fácilmente y optó por robar unas elecciones en las que se vieron claramente sobrepasados en términos electorales.
A diferencia de las elecciones de 2018, a las cuales la oposición decidió no presentarse por la evidente falta de imparcialidad y transparencia de las que adolecían, en estas últimas sí hubo candidatura opositora. Sin embargo, y como era de esperar, el régimen no se lo ha puesto fácil a la oposición para concurrir a los comicios, llegando incluso a inhabilitar a la candidata opositora inicial, María Corina Machado, y a su sustituta, Corina Yoris, para finalmente permitir presentarse al último candidato propuesto por la Plataforma Unitaria Democrática (PUD), Edmundo González Urrutia.
Dicho lo anterior, no crean ustedes que el juego sucio perpetrado por el régimen chavista de Nicolás Maduro se ha limitado a lo expuesto. Sumadas a las muchas dificultades para, simplemente, comparecer a las elecciones, debemos hacer referencia también a los innumerables obstáculos dirigidos a torpedear el buen desarrollo de la campaña electoral e incluso las propias votaciones.
Como digo, en el camino, la candidatura opositora se ha encontrado todo tipo de trabas: violencia, persecuciones, amenazas, sabotajes… La lista es larga cuando se trata de enumerar las acciones del todo ilegítimas perpetradas por Maduro y su aparato represivo para aferrarse al poder, aún a sabiendas de que ya no cuentan con el apoyo popular que le fue legado por Hugo Chávez.
Personalmente, siempre estuve convencido de que la convocatoria y celebración de unas elecciones —viciadas desde un inicio— en Venezuela, no iban a resultar suficientes por sí solas para echar al tirano de Maduro y a sus secuaces. Cuestión distinta es que fuera condición necesaria —en ningún caso suficiente— para que, eventualmente, terceros países estuviesen legitimados para intervenir de manera más directa, o simplemente posicionarse, con el objetivo de contribuir al restablecimiento de la democracia venezolana. Por lo pronto, ya ha servido para poner a Venezuela en el centro del tablero geopolítico, obligando a pronunciarse —en una u otra dirección— a una gran parte de los componentes que articulan la comunidad internacional.
Recalando de nuevo en la cuestión electoral, no vayan ustedes a pensar que la convocatoria de elecciones por parte del chavismo y, más importante aún, la permisividad del régimen para permitir a un candidato opositor presentarse a las elecciones, han sido fruto de la buena voluntad del gobierno venezolano. Lejos de esa hipótesis, lo que realmente se halla detrás de esta sorpresiva y sobrevenida benevolencia del régimen chavista, es la aplicación del Acuerdo de Barbados.
El mencionado pacto se llevó a cabo en el año 2023 entre el oficialismo y los representantes de la oposición —bajo el auspicio de los Estados Unidos de América—, para posibilitar una eventual transición democrática y pacífica en Venezuela tras la celebración de las elecciones. A la vista está que dichas aspiraciones —algo naive, todo sea dicho— por parte de la oposición, no han sido satisfechas.
Lo cierto es que, tras la celebración de elecciones en Venezuela, el régimen se ha negado a reconocer el verdadero resultado saliente de las urnas, resultando ello en un incumplimiento manifiesto del ya mencionado pacto de Barbados. En este sentido, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, tras el conteo de los votos, ha quedado patente que el resultado oficial, manifestado por el Consejo Nacional Electoral de Venezuela (CNE), no concuerda con el verdadero sentir de los venezolanos expresado en las urnas el pasado 28 de julio.
Entre las distintas evidencias que demuestran lo enunciado en el párrafo anterior, podemos mencionar las siguientes: la negativa del régimen a presentar las actas, que dura hasta el día de hoy, habiendo agotado incluso el plazo legal habilitado para ello; la burda presentación del primer boletín electoral por parte del CNE, en el que se reflejaban unos números del todo inverosímiles, dado que con el 80% de las papeletas escrutadas, Maduro obtenía el 51,20% y Edmundo González el 44,20%, siendo estos porcentajes exactos con tan solo un decimal, lo cual da muestra de la torpeza supina de quienes comandan el régimen chavista; y, por último, la puesta a disposición del mundo entero de las actas electorales por parte de la candidatura de Edmundo González y María Corina Machado, las cuales demuestran la derrota sin paliativos sufrida por el chavismo el 28 de julio.
A todo lo anterior cabe añadir que organismos tan prestigiosos como el Centro Carter o el Panel de Expertos Electorales de la ONU, entre muchos otros, han considerado que las elecciones no contaron con los más esenciales medios de transparencia, haciendo inviable el reconocimiento de los resultados. Aunque he mencionado a los dos anteriores organismos, debemos recordar también que ningún país con unos mínimos estándares democráticos ha reconocido aún la victoria de Nicolás Maduro. De hecho, no hay un solo país libre que, a día de hoy, haya reconocido plenamente la victoria del chavismo, lo cual no deja de ser indicativo del calibre del fraude electoral perpetrado en Venezuela.
Como dice, muy acertadamente, la nueva “libertadora” venezolana, María Corina Machado, “ha llegado el momento de cobrar”. La cuestión a resolver es de qué manera. Pues bien, llegados a este punto, solamente soy capaz de atisbar dos vías por las que la oposición —que, de facto, ya ha dejado de ser oposición, dado que fue Edmundo González Urrutia quien ganó las elecciones del 28 de julio— podría transitar para salir airosa de la encrucijada en que se encuentra Venezuela en estos momentos.
La primera es mantener una movilización permanente por parte de los ciudadanos en las calles de toda Venezuela, lo cual se presenta harto complicado, atendiendo a las medidas represivas que ha puesto en marcha el régimen chavista a lo largo de las últimas semanas. A lo anterior, se le debería añadir una creciente e incesante presión internacional al chavismo en términos económicos y diplomáticos, llegando al punto de ahogar al régimen financieramente.
Si bien esto no sería en absoluto suficiente, dado que el apoyo —en sus distintas variantes— ruso y chino del que siempre ha gozado el régimen lo evitaría, por lo que debería añadirse a la movilización permanente y a la presión internacional un componente revolucionario gestado en el seno de la sociedad venezolana, con el fin de sacar a Maduro y a su séquito del Palacio de Miraflores por las buenas o por las malas. Si se escoge esta opción, o no existe otra alternativa más que transitar por esta vía, lo más probable es que haya un baño de sangre —parafraseando a Maduro—, cuyo grado variará en base a cómo responda el estamento militar y policial.
La otra opción, menos probable si cabe, es la de la intervención militar extranjera, la cual se puede producir de forma más o menos directa. Una posibilidad es que Estados Unidos incremente el precio de recompensa por Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, de forma que alguna empresa privada —como podría ser el caso de Blackwater, quienes ya han mostrado cierto interés— se decida a derrocar al dictador venezolano con los ojos puestos en él, más que seductor, rédito económico. Más lejos queda la posibilidad de una entrada directa en el país por medio de ejércitos nacionales, lo cual representaría un riesgo considerable de escalada bélica en la región, con las repercusiones internacionales que ello supondría.
Dicha intervención directa por parte de distintos ejércitos nacionales del mundo libre, especialmente de Estados Unidos, podría desatar un conflicto prolongado, con consecuencias humanitarias devastadoras para el pueblo venezolano y una desestabilización aún mayor en América Latina si alguna potencia internacional se opusiera a dicha acción. Por todo ello, esta opción es, sin duda, la menos probable para resolver la crisis en Venezuela.
En definitiva, atendiendo a la coyuntura actual, pudiera parecer que no se vislumbra una salida al laberinto en el que se ha convertido la dictadura venezolana. Sin embargo, considero que no debemos perder la esperanza, puesto que me atrevo a anticipar que el cambio llegará más pronto que tarde. La historia ha demostrado que, aunque los regímenes autoritarios intenten perpetuarse en el poder mediante la manipulación y la represión, la verdad siempre termina por imponerse.
A este respecto, conviene recordar las palabras del filósofo Antonio Escohotado, quien siempre estuvo convencido de que “la verdad se impone sola. Solo las mentiras necesitan subvención del gobierno”. Con unidad y determinación, el pueblo venezolano puede recuperar su libertad y reconstruir su país.
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