Una extravagancia
Según datos de la Agencia Tributaria de 2021, menos de un 5% de los españoles declara ingresos superiores a los 60.000 €
Según datos de la Agencia Tributaria de 2021, menos de un 5% de los españoles declara ingresos superiores a los 60.000 € anuales. En otras palabras, conseguir rendimientos, en este país, que rebasen los 60.000 € sitúa a uno en una idiosincrática torre de marfil, en un selecto grupo de menos de un millón de personas.
Aquí va otro dato: un asesor político hoy, en la Diputación de Barcelona (por decir una institución al azar), cobra, como mínimo, 4.072,13 € brutos (lo que son 48.864 € anuales). Atención: como mínimo. De las 133 personas que integran el personal eventual de esta Administración, 12 ingresan 5.819,95 €; 3 ingresan 6.222,87 €; 39 ingresan 5.393,15 €.
Nótese que el asesor político es un cargo de confianza, no uno al que se accede por mérito y capacidad reglados. El político designa al asesor, sin contrapeso, por las virtudes que le adornan o por lo virtuoso que puede ser alquilarle el culo.
No quiero que este discurso suene antipolítico, porque no lo es. Debemos tener políticos y debemos tenerlos que cobren bien porque trabajen bien. El voto de pobreza es loable, pero el estipendio suele atraer mejor talento.
Ahora bien, no deja de ser una extravagancia poder situarse, a golpe de un dedo, en el 5% fiscal de la población. Y es una extravagancia porque el sistema de incentivos, en política, es muy distinto al del sector privado. Los valores productivos que sí premia el mercado no tienen por qué encontrar acomodo en el sector público, digo más, en el sector político.
Si una empresa puede pagar a alguien 60.000 € es porque pretende que genere igual o más. La confianza que da acceso al cargo pueden componerla otros motivos —no digo peores—, más opacos.
Al fin y al cabo, en el carnicero ecosistema que es la política, incluso el mejor puede verse tentado a rodearse de solados, no de asesores. Y el soldado y el cadete pueden verse igualmente tentados a entregar su alma y su aplauso al que les ofrezca mejor sillón.
¿Debemos acabar con los políticos? No.
¿Con las instituciones? No.
¿Con la Diputación? Tampoco.
Sin embargo, el privilegio que confiere la élite debe estar justificado. Los ciudadanos, en las democracias liberales, decidimos confiar en la política, a quien entregamos amplias dádivas.
Y eso no está necesariamente mal: el gobierno y la cosa pública son frentes amargos y desagradecidos. Ahora bien, la justa reciprocidad no puede hallarse en el saqueo.
La transparencia, cuando es madura, debe ser lo que inspire el cargo de confianza. Véase el caso americano, en el que los ministros (secretarios, allí) pasan el duro examen de la cámara legislativa antes de tomar posesión. Hay algo desleal en una maquinaria que permite la existencia de, según estimaciones conservadoras, 400.000 cargos políticos con la facultad de modular sus propias prebendas.
Hace poco, a vuelapluma, a una buena amiga y mejor abogada, se le ocurrió una idea: retribuir al político según el crecimiento económico generado o la deuda reducida. Una suerte de bonus, un recordatorio al ladrillo público sobre cómo engrana el talento privado. ¿Es populista? Un poquito, pero los tiempos que vivimos lo son y la tentación autoritaria o tecnocrática cada vez más cautivadora.
Si creemos en el pacto que enlaza ciudadanos y gobernantes, gobernados y magistrados, este debe ser, al menos, recíproco. El ciudadano debe entregar parcelas de su libertad y colaborar en lo fiscal y lo regulatorio, interesarse en la comunidad y procurar su prosperidad material y espiritual, dentro de su predio. El poder, por su parte, debe estar a la altura de su propio privilegio.
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