Esperando a Mankiewicz
El Procés es una serie cuyo guionista no sabe cómo acabar y así, temporada a temporada, no hay quien viva
De todas las anécdotas del Procés, creo que mi favorita sucede en 2017. Cuando la Guardia Civil tenía ya pinchadas las comunicaciones de la Generalitat, quedó grabada una conversación entre un par de altos cargos de la Conselleria d’Economia. Algo nerviosos, comentaban que Elsa Artadi les había pedido que se dieran brío con las estructures d’Estat. Algo rezagados con la construcción nacional, uno le preguntaba a otro: “Escucha, ¿crees que para el viernes tendremos acabado un Banco Central?”
Un buen amigo mío, con más talento para el humor cáustico que yo, suele decir que el Procés es una serie cuyo guionista no sabe cómo acabar y así, temporada a temporada, no hay quien viva con personajes quemados, tramas aburridas, audiencias cautivas y tropos desgastados.
Lo cierto es que, en 2012, quien tenía conciencia política tenía una opinión respecto del movimiento independentista. Es más, tenía opinión, trinchera y ganas de militar. Vivimos las ocurrencias del presidente Mas y participamos en los estériles debates acerca del sintagma de turno: al pacto fiscal le siguió el fantaseo con devenir Estado libre asociado; a las elecciones llamadas plebiscitarias le sucedió el imposible empate en la asamblea de la CUP; del miedo del corralito pasamos a los ocho segundos “constituyentes”.
Padecimos los lazos, las vías, las cadenas, los lemas, los tractores. Nos sabíamos el elenco de la opereta, los ahora retractados. Tuvimos que tragar con el silencio modernito de la burguesía que, por no pasar por carca, prefirió reírle las gracias al Estat Major. Europa nos miraba y ellos se miraban el ombligo.
Hay que agradecer al hato de superfluos que dirigieron la política y el discurso catalanes la última década, el legado que nos dejan: estancamiento económico, asfixia fiscal, agobio hídrico, perplejidad educativa, torpeza energética, fragmentación política y vacío estratégico. Creo que solo un cargo de confianza de ERC podría decir que hoy estamos mejor que ayer.
Ahora bien, la anterior descripción podría llevarnos a diagnosticar que la sociedad catalana “está harta”. De todas las lecturas que se hacen en política, es la que menos me suele gustar porque es perezosa y encamina mal las decisiones de la comunidad.
Estas elecciones, que podrían suponer un volantazo radical —o no, soy un pésimo predictor— verán sublimar una pulsión muy catalana: la referencia de poder. La mayoría decisiva catalana, más allá de sus suelos políticos, suele buscar al líder que vista bien el mando y que pueda garantizar una correspondencia doble: que cumpla lo prometido en casa; que en Madrid no le tomen el pelo.
Uno de los éxitos del PSC es tener personalidad propia, no de sucursal: el baile al son nacionalista es el mejor ejemplo. Fuerzas nuevas y viejas buscan al nuevo Pujol no tanto por fervor patrio, sino por seguridad ejecutiva y el error Berenguer de Aragonés ha sido no adoptar nunca la pompa de presidente. ERC no ha sabido aprovechar la excepción histórica que ha supuesto ostentar la Generalitat, y ahora, deglutido en el San Jerónimo por la “mayoría progresista” y empequeñecido en Ciutadella, rescata éxitos de ayer, como el referéndum.
Así, las elecciones que tenemos por delante no tratarán ni de la gestión, ni de la independencia. Tratarán, en lo fundamental, sobre el poder. Cuando Junts saquea a Sánchez y consigue una promesa competencial y una amnistía, consigue conjugar la dialéctica del poder. Cuando Aragonés acude al Senado a rogar el derecho de autodeterminación, no pasa de un exótico entretenimiento de provincias.
El poder, en este sentido, requiere de algo más que de aritmética parlamentaria. Exige proyecto, autonomía, voz y convicción. La derecha constitucionalista no debe caer en la tentación de plantear un “proyecto para el encaje de Cataluña”, sino en diseñar un proyecto de poder.
El votante premiará al guion porque se ha empachado de refritos.
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