Aragonès en el Senado: una exégesis
“El referéndum será inevitable” parece ser el nuevo estribillo para la temporada de primavera / verano
Contaba Agustín de Foxà, para ilustrar la diferencia entre derecha e izquierda, que alguien había acudido al Ministro de Transportes con la queja de que la Ley de Ferrocarriles “no se adaptaba a la realidad”, a lo que el ministro había respondido, con la mayor tranquilidad, que hacer política consistía en pensar el asunto justo al revés: la tarea era que la realidad se adaptara a la Ley de Ferrocarriles.
La política catalana se ha regido, al menos desde 2016, por este principio: no gestionar la realidad, sino gestionar un discurso (con la ayuda de los medios apesebrados, que han venido funcionando más o menos como el Orfeón Donostiarra) para luego acusar a la realidad de no encajar en él. El problema es que la realidad es tozuda y no tiene la menor intención de dejarse domesticar: el gran río sigue fluyendo, con majestuosa indiferencia respecto de nuestras magias proyectivas ideológicas.
Viene todo esto a cuento de la cómica comparecencia del MHP en el Senado, donde ha desarrollado una de esas performances suyas de delegado de curso de 4º de ESO. La verdad que el pobre Aragonés lo tiene difícil. Si intenta posar como hombre de Estado, sensato y magnánimo, le acusan de vendido y botifler; si, por el contrario, saca la vena reivindicativa, produce una melancolía devastadora no demasiado alejada de la compasión, porque su capacidad de agitación callejera está más o menos a la altura de la añorada Mª Pau Huguet.
Aragonés solo puede presentar un relato mil veces remendado y una gestión calamitosa, de auténtica plaga bíblica, que ha venido convirtiendo Catalunya en el retrete político de Occidente. Sus intentos de esbozar algún tipo de confrontación con las tropas de Ábalos, Koldo y el tito Berni, su posibilismo soporífero, su gestualidad de hormiguita prescindible, su autosuficiencia impostada: todo ello compone la perfecta estampa del Farsante de Verbena, que solo pasaba por allí a recoger las propinas y saludar a las quinceañeras.
El Senado es la más venerable e inútil de nuestras instituciones, un varadero de ballenas lumbálgicas diseñado para la siesta y el gin-tonic de media tarde. Ir a dar mítines al Senado es como predicar la revolución a un grupo de señoras que hacen ganchillo. Nada se gana, pero tampoco se pierde demasiado.
En realidad es el tipo de tarea para la que resulta ideal una figura bobalicona como la de Aragonés, con su diminuta cualidad de corcho enroscable y sus indignaciones de bolsillo. “El referéndum será inevitable” parece ser el nuevo estribillo para la temporada de primavera / verano, pero también hubieran podido probar con “el referéndum será ecologista o no será” o “el referéndum y una dieta equilibrada previenen el colesterol temprano”.
A estas alturas todos sabemos que la estrategia de ERC pasa por asumir con un sentimentalismo ustrelliano los resultados electorales (que compondrán un puzzle imposible) para volver a convocar elecciones en otoño y poder presentar a Oriol Junqueras, que se ha pasado los últimos meses haciendo unos extrañísimos videos de tono rural, adoctrinando a pastores y carboneros desde debajo de un algarrobo, paseando caballos deprimidos y diciendo tonterías sobre el paisaje.
Lo mejor para el país sería ampliar el Senado, ampliarlo de manera monstruosa, eminentemente práctica, para poder mandarlos a todos allí y que se entretengan dándose discursos entre ellos y nos dejen por fin en paz
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