Ampliación de retrato de Maquiavelo pintado por Santi di Tito con luz en a parte superior izquierda

OPINIÓN

Ese invento llamado España

Existe una moderna corriente que cuestiona a España como Estado, y que sitúa el inicio de este en 1714, tras la finalización de la Guerra de Sucesión

Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

Este fin de semana tuve la oportunidad de entrevistar a la doctora en Historia del Arte, Emma Cahill Marrón. Nacida de padre irlandés y madre española, tiene el preciado don del bilingüismo nativo, ese que permite comprender las diferencias culturales entre el mundo anglosajón y el hispano, pues también tiene ascendientes en el Reino Unido. Además, ahora vive en Mineápolis, ciudad del Estado de Minnesota, lo que aún incrementa más su bagaje internacional.

Vivir fuera de España, y lo digo también sobre la base de mis propias experiencias vitales, nos abre una ventana desde la que asomarnos y comprobar cómo nos perciben fuera de nuestro entorno. 

Los tópicos más extendidos suelen desmoronarse en cuanto se comparten horas de trabajo con quienes no vienen del mismo sitio que tú. Sin embargo, es cierto que las diferencias culturales, aun siendo pequeñas entre occidentales, son inevitables en el día a día. La forma de entender el humor, las preferencias culinarias o la tolerancia al ruido son algunas de ellas.

Emma es experta en Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos que llegó a ser reina de Inglaterra por matrimonio con Enrique VIII. Su popularidad entre el pueblo inglés está recogida en multitud de fuentes y muestra la importancia de Catalina a lo largo de su reinado.

Aprovechando que ha estudiado en profundidad las fuentes inglesas de la época, no me resistí en preguntar como conocían los ingleses a Isabel y Fernando, a lo que ella no dudó en contestar: Los veían como los reyes de España.

Retrato de Francisco de Quevedo pintado por Juan Van der Hamen

Siento luego existo 

Existe una moderna corriente que cuestiona a España como Estado, y que sitúa el inicio de este en 1714, tras la finalización de la Guerra de Sucesión, o, incluso, en 1812, con la Constitución Liberal de Cádiz. 

El objetivo de este dogma tiene una misión de carácter más político que científico y se apoya sobre la teoría de que convivían una suerte de estados que únicamente compartían monarca. La finalidad es la de eliminar cualquier posibilidad de que España fuera una realidad histórica y, por tanto, que no pueda interpretarse como una nación. 

La nación, la raza, las nacionalidades o el Estado-Nación son conceptos que se interpretan en función de los atributos que los definan y como casi todo en las ciencias sociales, no deja de tener cierto grado de ambigüedad. 

Cualquiera que haya estudiado más de diez minutos sobre la historia de las relaciones internacionales situará Westfalia como el nacimiento de las naciones-estado soberanas y de las interacciones entre ellas, en lo que se ha dado en llamar sistema interestatal.

Aparte de esto, habrá quien defienda que España, vocablo en castellano de la palabra Hispania, tiene una historia milenaria. Es cierto que, en sentido geográfico, como sucede con Italia, España existe y es fácil de definir porque es una península con un istmo muy montañoso y de difícil tránsito. La Hispania que surgió tras la caída del Imperio fue la unificación política mediante la conversión al catolicismo de la aristocracia arriana y la integración de la población hispanorromana. Tras la invasión musulmana de la península, algunos reyes de León se autotitularon “emperadores de toda España”, en una suerte de recuperación del antiguo reino visigodo que casi desapareció en un periodo extremadamente corto de la historia. 

Las teorías románticas españolas del siglo XIX, cuando surgen también los regionalismos en Cataluña y Galicia, miran en la unión matrimonial de los reyes Fernando e Isabel como el nacimiento de una suerte de Estado unificado. Es innegable que eran las tropas castellanas las que defendían los intereses del reino de Aragón en Nápoles, lo que muestra que ambos reyes vinculaban y asociaban intereses y esfuerzos comunes. Lo mismo sucedió en la Guerra de Granada y, posteriormente, en la conquista del reino de Navarra, donde las tropas aragonesas combatieron junto a las castellanas, una vez más, como un solo ejército.

Retrato a color de Fernando II de Aragón pintado por Michel Sittow

La nación

La mediocridad se alimenta de la polarización y esta, en todos los ámbitos, no hace más que dificultar el debate sereno y propiciar posiciones cerradas e irreconciliables, también en la interpretación del pasado. El romanticismo fue el primer paso para maquillar hechos que sucedieron siglos atrás y de esa corriente decimonónica surgieron los nacionalismos, ya fueran estos irredentistas o centrífugos. 

El estado liberal vino con una necesidad bajo el brazo. La justificación de las fronteras, basadas en los territorios de un señor, ya no tenía más motivación que la de un común sentimiento de pertenencia. La lengua como instrumento homogeneizador, la historia y él ensalce de la misma con un barniz glorioso, único y sin parangón; proporcionaba el orgullo de ser de una raza, de una estirpe, de una tierra, en definitiva, de una patria. Lo de la raza, antes de que alguien precise de desfibrilación, fue un término muy recurrente por nacionalistas de todo pelaje. Unos, como Valentí Almirall, lo hicieron desde un punto de vista cultural. Otros, como Josep Pella i Forgas, se descolgaron con teorías pseudocientíficas como la del cráneo sardo de los catalanes contra el redondo y básico de gallegos y asturianos. D. Josep aún tiene calles por Cataluña, por ejemplo, en Figueres.

Los que sostienen que España no existió o que es un invento del siglo XIX se olvidaron de avisar a Fray Bartolomé de las Casas quien, en 1552, cuando comienza “la Historia de las Indias” justifica la razón de la escritura “por librar mi nación española del error y engaño gravísimo y pernicioso en que vive y siempre hasta hoy ha vivido”. El obispo de Chiapas hizo unos tres centenares de referencias a la palabra España en sus cinco volúmenes. También fueron descorteses con Quevedo. Al “Anacreonte” español, no se le ocurrió más barbaridad que iniciar su inacabada “España defendida” con un:

“Cansado de ver el sufrimiento de España con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que, desvergonzados nuestros enemigos, lo que perdonamos modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos; cosa en que a verdad tiene hecho tanto, que sólo se me deberá la osadía de quererme mostrar más celoso de sus grandezas, siendo el de menos fuerzas entre los que pudieran hacerlo”. 

El rey a quien se dirige es Felipe III y el texto está escrito sobre 1609. 

La percepción exterior

Pero, independientemente del punto de inflexión en cuanto al inicio de las relaciones internacionales y Westfalia, o de lo que dejaran escrito tantos autores de los reinos hispanos; no hay nada mejor que indagar en la percepción de estas tierras allende las fronteras, porque no somos lo que creemos que somos, sino como nos ven los demás. 

Retrato de Nicolás de Maquiavelo pintado por Santi di Tito

Quien se cita como el primero en reflejar el estado moderno es a Nicolás de Maquiavelo. El italiano era contemporáneo de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla. En su libro “El Príncipe”, de 1513, Maquiavelo sitúa al rey de España como ejemplo paradigmático. No se refiere a él como rey de Aragón más que para manifestar su procedencia. Castilla ni se menciona. Es España la que aparece en las páginas escritas por el florentino.

España como realidad política, el rey de España como ejemplo del príncipe moderno, España como estado percibido por los pensadores de principios del siglo XVI. 

No hay que llegar a los Borbones para identificar un Estado Español. Las embajadas en Inglaterra o Francia lo eran del Rey de España. Los tratados se hacían con el reino de España y cualquier libro de historia escrito en el Reino Unido hablará, desde el matrimonio de Isabel y Fernando, de un Reino de España, independientemente de la media página de reinos titulares con los que se adornaban los monarcas hispanos.

Esa es una realidad empírica. Como lo es el famoso Tratado de Westfalia, en el que, por supuesto, se mencionan las disputas entre Francia y España. Solo hay que echar un vistazo al mapa resultante para darse cuenta de que pocos estados nación, que aún hoy perduran, estaban claramente acotados.

Mapa a color tras el tratado de Westfalia en el año 1648

Por supuesto que existían los antiguos reinos amparados en sus leyes, usos y costumbres, que, a su vez, pertenecían a un ente mayor, identificable fuera de sus fronteras y bajo la tutela de un único rey. El estado moderno de Fernando de Aragón se fue transformando con los siglos como lo hicieron otras sociedades. La unificación borbónica obedecía a la percepción de la necesidad de igualar los esfuerzos y las leyes principales de los diferentes territorios. El Estado Liberal nació con vocación centralista y unificadora porque se basaba en la igualdad, la libertad y la fraternidad. Y el regionalismo, surgido más de seis décadas después, era, en palabras de monseñor Torras i Bages, autor de La Tradició catalana; enemigo del liberalismo, porque la nación catalana había sido creada por Dios y no por los hombres. Obviamente, el Regionalismo de Valentí Almirall se parecía al de Torras como un plátano a una butifarra. 

El catalanismo tuvo varias corrientes, por supuesto. Como toda doctrina, tenía y tiene sus versiones más moderadas y radicales. Todas ellas, perfectamente legítimas. Cuando Cataluña era el motor económico, cultural e industrial de España, tuvo la oportunidad de liderar un proyecto común, de contagiar al resto de su modernidad y su riqueza. Sin embargo, para los catalanistas más radicales del siglo XIX y principios del XX, que consiguieron imponerse durante algún tiempo, Cataluña miraba al resto de España, como Próspero miraba a Calibán. Pero… Esa es otra historia digna de ser contada.