El doble contenido del fango político
Esto es lo que más pervierte a la política porque la vacía de sinceridad, la tiñe de doblez, la deja sin fiabilidad
Hasta 49 entradas se han recopilado como insultos utilizados en el ámbito político —redes sociales aparte— con frecuencia en sedes parlamentarias. Pueden ser palabras polisémicas cuyo carácter insultante depende del destinatario, del contexto, del tono con que se pronuncien, o ser vocablos de significado propiamente denigrante: asesino, gánster, feminazi, verdugo, corrupto, bruja, ladrón, etc.
Hay quien justifica tal vocabulario aduciendo que “acerca la política a la calle”, como si toda la calle fuera o tuviera que ser barriobajera, como si hubiera que llevar la calle barriobajera al Parlamento para hacer el debate parlamentario “atractivo”, incluso “inteligible”, cuando lo que hace falta es llevar a la calle el arte de parlamentar, que es la función noble del parlamentario —aunque algunos no la practiquen— y, al mismo tiempo, un pilar de la democracia.
Pero, no es el insulto por medio de polisemia o epíteto directo el peor contenido del fango político que ensucia la vida pública, al fin y al cabo, el destinatario del insulto y la opinión ciudadana perciben la inexactitud, la falsedad, de llamar asesino, gánster o bruja a quien evidentemente no lo es.
Lo peor del fango es el uso de la tergiversación por medio de la hipérbole, la insidia, la manipulación de datos y acontecimientos con palabras corrientes y correctas en afirmaciones formalmente impecables, pero que son un juego retórico para dañar al adversario. Esto es lo que más pervierte a la política porque la vacía de sinceridad, la tiñe de doblez, la deja sin fiabilidad. Los debates entre candidatos en las campañas electorales abundan en tales recursos oratorios para, implícitamente, descalificar al candidato de enfrente.
Este elemento del fango será muy difícil de eliminar. El insulto tal vez se pueda “prohibir” en los reglamentos de los foros y en los libros de estilo, aunque también se llega a defender su uso por entender que, pese a la malsonancia, quedaría amparado por la libertad de expresión, reconocida en el artículo 20 de la Constitución.
Pero tergiversar, que es dar una interpretación forzada o sesgada de una situación entra en el dominio de lo opinable, del margen que envuelve todo juicio, por lo tanto, denunciar la tergiversación como un acto hostil resulta prácticamente imposible, pese a constituir la causa principal de la progresiva degradación de la política. El tergiversador siempre podrá enmascarar sus afirmaciones maléficas con ribetes verosímiles.
Repitiendo tergiversaciones sutiles, o no tan sutiles, se acaba afectando a la reputación política del adversario, o a la personal, que repercute en la política, lo que daña más que llamarlo hijoputa o rata preñada.
De Pedro Sánchez se ha dicho incontables veces y por distintos emisores que solo piensa en defender su puesto, de donde deducir que sus decisiones solo serían personales, interesadas, sin valor político, descalificado, pues, como gobernante.
Cítese un solo gobernante que no haga lo posible por continuar en su cargo y aplicar un programa, algunos con tenacidad realmente notable, como los casos, entre otros, de Pere Aragonès, que contaba con 33 diputados de 135, o Jaume Collboni, que cuenta con 10 concejales de 41.
Para emprender la regeneración no de la política, sino del ejercicio de la política, o sea, limpiarla de fango, hay que volver a la casilla de salida de la política, que es la propuesta. La política —“el gobierno de la ciudad”, de sus gentes y sus cosas— se asienta en la propuesta, en la respuesta al ¿qué hacer? La enorme complejidad de nuestras sociedades hace muy difícil aportar un qué hacer razonable, practicable y mayoritariamente aceptado, solo lo consiguen pocos gobernantes.
Confrontado a esta dificultad, el político mediocre, en el gobierno o en la oposición, en un intento de escapar de la dura realidad tenderá a recurrir a toda suerte de artes, sin excluir la de enfangar, para ocultar que no tiene propuesta o la que tiene es inviable «per se» o porque no cuenta con la fuerza política o con los recursos para implementarla.
Esta relativización de su responsabilidad no exonera al político de la obligación tanto de proponer como de respetar al político contrario, que en democracia tiene la misma legitimidad que él.
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