El dilema Génova — Urgel
En la Cataluña de hoy, como hace Fernández, hay que hablar de los problemas de una región exhausta por los debates de la tertulia de marfil
En un arrojo del carisma que no ha exhibido en todo su mandato, el presidente Aragonés ha decidido ofrecernos unas elecciones anticipadas, en lo que es ya un prurito propio de la Generalitat. A pie cambiado, los partidos diseñan —o perpetran— sus estrategias electorales, ya que los comicios catalanes hacen eco en toda la política nacional. Hay voces más autorizadas que yo para tratar lo que se cuece en el independentismo o entre la izquierda, por lo que me centraré en mi negociado: el constitucionalismo de derechas.
Ahora, que la fruta está madura para los liberales-conservadores en Cataluña, debemos cuidarnos del tutelaje central que pretenderá reeditar recetas caducas. No quiero invocar el apotegma nefasto de los procesistas —el infame: “A Madrid no ens entenen”—, pero sí advertir que los provincianos podemos tener razones que la razón capitalina ignore.
La Central puede verse tentada a hablar de “la Cataluña real”, como si solo de pan y techumbre viviese el hombre; como si no fuese perfectamente real la Cataluña que se desvela por un referéndum.
La Capital podría buscar el mimo de la burguesía catalana, un par de semáforos verdes en la Vanguardia, como si esta supiese hacer algo que no fuese contemporizar por hacerse la moderna.
La Nacional podría intentar flirtear con el votante catalanista moderado, sin acabar de entender qué rayos es un catalanista; confundiendo la moderación con la claudicación.
Al Ombligo podría seducirle, recuperar nombres quemados para un último golpe, como si de una película de atracos perfectos se tratase, sin reparar en que la Cataluña de hoy no está para los clásicos de ayer.
En fin, la Sede podría verse tentada, con la mejor intención, a buscar enderezar Cataluña por la senda de la libertad y la prosperidad, sin ocuparse mucho por quienes deben liberarse y prosperar, homenajeando a Massimo d’Azeglio y su: “Hemos hecho Italia, ahora hemos de hacer a los italianos”.
La campaña electoral podría ser un atropello solipsista, si pretendemos pergeñar cualquiera de las anteriores ideas. O quizás, solo quizás, podríamos dar la voz y la batuta a quien, a fuerza de trinchera y esfuerzo, se ha convertido en una voz autorizada. Estoy pensando en Ana Losada, en Teresa Freixes o José María Castellà. Estoy pensando, ya en la arena política, en Alejandro Fernández.
En la Cataluña de hoy, como hace Fernández, hay que hablar de los problemas de una región exhausta por los debates de la tertulia de marfil. En la Cataluña de hoy, hay que hablar de sequía, campo, industria y energía. De economía, vivienda, educación y competitividad. Es cierto que en todos esos frentes renqueamos por culpa de quince años de empanada indepe y hay que denunciarlo, pero la denuncia no es proyecto político (acaso su inicio).
Una voz sin tutelas, una voz catalana y lealmente española. Una voz de un Fernández que suene a un Maragall: “Espanyols? I tant! Ho som més que els castellans".
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