Margaret Thatcher y Ronald Reagan con fondo rosa y elementos gráficos negros.
OPINIÓN

Defender lo indefendible: el capitalismo

Hay que combatir el discurso anticapitalista, construir hegemonía basándonos en unos precedentes históricos

Una de las mayores contradicciones del sistema económico es que no se ha sabido vender correctamente, a pesar de ser el inventor y el motor del marketing. Josiah Wedgwood, un emprendedor alfarero inglés del s. XVIII, es conocido como el padre de esta disciplina. Fue pionero en la garantía de la devolución del dinero, del “direct mail”, del 2x1, de los catálogos con ilustraciones y del envío gratuito. De ahí que el historiador Tristam Hunt lo haya bautizado como “el alfarero radical” llegando a considerarlo el Steve Jobs del s. XVIII. Es necesario un Wedgwood contemporáneo que sepa vender ideas.

En cualquier caso, la pregunta es: ¿cómo puede ser que el capitalismo disponga de tan mala prensa? Nadie es profeta en su tierra, pero de ahí a tener una intelligentsia dispuesta a atacarle sistemáticamente hay un buen trecho. Pensando en ello, los que defendemos la economía de mercado (característica del capitalismo), nos encontramos con una carencia de símbolos. Necesitamos nuestro “Che”, una narrativa económica —idea desarrollada profusamente por R. Shiller— que nos ayude a crear un esquema mental para venderlo, un hito histórico potente que, bien podría ser la Revolución Americana, con su animadversión fiscal plasmada en el “motín del té”, y construir un discurso acorde con una serie de héroes y mártires (jugando con los galimatías de aquellos que se oponen).

Retrato de Josiah Wedgwood en un círculo rojo sobre un fondo de gráficos financieros y datos bursátiles.

Animo al lector a hacer un ejercicio para entender que esto que escribo no es en vano: busque en Google “héroes de la izquierda” y no le será demasiado difícil encontrar pósteres, tazas, camisetas, bustos y otros elementos análogos. Pueden intentarlo en Amazon con Marx y le saldrán elementos de este tipo de debajo de las piedras. Toda esta amalgama de oferta de merchandising anticapitalista contrasta con la dificultad de encontrar un busto de Adam Smtih, por ejemplo. O pruebe comparando los resultados de la búsqueda de “símbolos comunistas” con “símbolos capitalistas”. Esto plasma que, los greedy capitalists no demandamos estos objetos, quizá sea porque no construimos nuestra identidad sobre ideas políticas, algo positivo, pero también plasma una suerte de incapacidad manifiesta para erigir grandes relatos, hecho negativo.

Personalmente, uno de los actores (nunca mejor dicho) que podría encajar en ese rol de héroe-símbolo del capitalismo es Ronald Reagan. Muchos, obsesionados con los datos macroeconómicos y tributarios, pueden reprocharme que fue nefasta su gestión económica derivando en un aumento del déficit y cuestiones por el estilo, e incluso, que la “Curva de Laffer” no tiene evidencia científica o que no sabes en qué punto de la gráfica encontramos la “T”. Sin entrar en el contexto babélico que le tocó vivir, Reagan se convirtió en fundamental a escala cultural para galvanizar el espectro derechista del Diagrama de Venn e influir en la sociedad estadounidense.

Ejemplo de ello fue la campaña de 1964 donde, el futuro presidente de EE. UU., apoyó a B. Goldwater pronunciando uno de sus discursos más célebres A time for choosing[un tiempo para escoger], allí decía que “los Padres Fundadores sabían que un gobierno no puede controlar la economía sin controlar a la gente. Y sabían que cuando un gobierno se propone hacer esto, debe utilizar la fuerza y ​​la coacción para conseguir su propósito. Así pues, hemos llegado a un momento de elegir”. Ciertamente, su alocución perspicaz no tuvo el impacto esperado y, una semana después, Goldwater fue destruido políticamente por L. Johnson. Sin embargo, Reagan salió victorioso en las elecciones de California por casi un millón de votos de diferencia respecto a su rival demócrata, Pat Brown. El discurso empezaba a tomar impulso.

Una bandera de Estados Unidos ondea en un asta frente a un edificio, con un retrato en blanco y negro de Barry Goldwater en un círculo rojo superpuesto en la esquina superior izquierda.

Habría, pues, que reivindicar más a Reagan (y Thatcher), ya que la izquierda siempre le despreció, fue sistemáticamente caricaturizado como un actor mediocre sin ninguna brizna de intelectualidad. Clark Clifford describiendo a ‘Dutch’ (apodo con el que era conocido el presidente) lo consideró un “bobo simpático”, mientras que otros, como el referente en la historiografía del conservadurismo, George Nash, en su libro The Conservative Intellectual Movement in America Since 1945 (1976), lo excluyó por considerarlo un activista político (después de ocho años gobernando California). No hace falta que mencione cómo trataron su figura historiadores del prestigio de Hobsbawn o Fontana.

Sin embargo, su influencia es palpable hasta el día de hoy. En 2016, Donald Trump, presentó su candidatura presidencial con el motto de la campaña de Reagan make America great again. Uno de los agravios que la derecha política no ha sabido abordar es que, una vez caído el Muro (1989), se pensaba que la superioridad del modelo económico hacia el otro era suficiente para enterrar a los socialistas —o dicho en otros términos: muerto el perro, muerta la rabia—, y, muchos de estos (en Cataluña serían los cachorros del PSUC), encontraron cobijo parasitando a las instituciones públicas, la educación y las universidades. Podría afirmarse que la Guerra Fría coronó al modelo económico, pero cedió definitivamente la cultura a quienes se han encargado de atacar ad nauseam el sistema, y ​​por supuesto, la región que lo creó: Occidente.

A modo de síntesis: hay que combatir el discurso anticapitalista, construir hegemonía basándonos en unos precedentes históricos y filosóficos, responder desde la cultura a todos aquellos que abrazan el colectivismo de izquierdas y abogan por un intervencionismo estatal que ahoga a la ciudadanía y beneficia a una nueva clase social: el funcionariado. Es imperativo defender que el lucro no es malo, una idea que, desgraciadamente, queda muy arraigada en Occidente, seguramente debido a la influencia del Cristianismo —recuerden lo del séptimo mandamiento: no robarás—.

Durante la edad media, la posesión de riquezas era considerada un mal en sí mismo, con la llegada de la edad moderna (superándose esta concepción) se sostuvo el planteamiento de que, la disipación improductiva de la riqueza era un pecado y un robo condenable a través de leyes humanas y divinas. El sacerdote Roberto Belarmino propugna que, las riquezas injustas no eran solo las que se adquirirían por medios injustos (fraude o hurtos), sino las que no se empleaban para beneficiar a la comunidad.

Sea como fuere, la herencia cristiana nos ha aportado muchos puntos clave en el desarrollo de Occidente, pero la Iglesia también fue quien imbuyó de ideas antimercado a sus contemporáneos y “creó —en palabras de Prodi— la primera gran red burocrática” estructural en todas las regiones europeas” incluyendo nuevas técnicas para obtener ingresos, desarrollando la deuda pública, etc. Así pues, los catalanes actuales (insisto en el hecho de la catalanidad: que se busque en el IEC, la RAE y el Oxford Dictionary la palabra capitalismo y encuentre los matices en las definiciones) debemos deshacernos de la herencia cultural arrastrada desde hace siglos y que no ha cesado en inmiscuirse en nuestra cosmovisión del mundo. Hoy, como ayer, los herejes somos nosotros.

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