El curioso Apartheid israelita
Es importante abordar la cuestión de Israel, aquella sobre la cual, curiosamente, todos parecen tener una opinión
Es importante abordar la cuestión de Israel, aquella sobre la cual, curiosamente, todos parecen tener una opinión y se consideran expertos, mientras que el consenso mediático y popular ya ha determinado quién es el culpable. Si después de la Segunda Guerra Mundial criticar a los judíos estaba mal visto, hoy en día, los antiguos acosadores de siempre pueden camuflar su antisemitismo bajo una capa dialéctica de la que Orwell podría escribir un par de monografías: el antisionismo y la negación del derecho a existir (y a protegerse) del Estado judío.
En el mundo, al menos, existen unos cincuenta conflictos armados activos, mencionaré algunos: en Siria hay una guerra civil abierta que involucra una plétora de identidades, religiones y actores muy diversos. Allí podemos encontrar al pueblo kurdo, al ISIS, las fuerzas de Bashar al-Asad, los rebeldes contra el régimen y los intereses de potencias como Rusia, Estados Unidos, Israel, Turquía, etc. Me adentré en el tema a través de documentales, artículos y alguna obra de referencia como “Syrian Civil War” de Robert Kerr, donde, en la página 23, menciona que es difícil identificar quién está de qué lado y con qué objetivos.
Se estima que han muerto más de 600,000 personas (según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos), lo menciono para que tengamos una idea de las dimensiones del conflicto. ¿Alguien se atrevería a posicionarse tajantemente en un conflicto tan enmarañado como este? ¿TV3 menciona qué está pasando? ¿Se habla de ello a menudo en Cataluña? La conclusión que saqué es que no entendía qué estaba ocurriendo.
Hay conflictos en Mozambique (mención especial al grupo Ansar al-Sunna), con desplazamientos masivos, en Myanmar tras el golpe de Estado de 2021, en Nigeria con Boko Haram, en Rusia y Ucrania, guerra civil en Sudán, en Yemen, en la República Centroafricana, en Libia (la segunda entre 2014 y 2020) y un largo etcétera.
La mayoría de los ciudadanos no se aventurarían a hacer afirmaciones sobre estos conflictos, probablemente ni sabrían cuáles son sus capitales, historia o protagonistas. Sin embargo, no tiene nada de malo no saber qué pasa en estos enfrentamientos, de hecho, es lo más normal del mundo. El problema surge cuando los actores son judíos y palestinos; es decir, cuando no saben nada de un conflicto perenne, pero sienten la necesidad de posicionarse, además con la vehemencia propia del creyente y la virulencia de quienes están convencidos de estar en el lado correcto de la Historia.
Sea como sea, el objetivo de este artículo es abordar la etiqueta de “Apartheid” que se ha impuesto a Israel. Todo esto es un legado de la Guerra Fría. A pesar de que Stalin fue clave para la creación del Estado judío (véase el discurso de Gromiko en la ONU defendiendo su establecimiento —dejaría a Ben Gvir como un moderado–), a partir de los años 50 comenzó un proceso feroz de desprestigio contra el sionismo.
Los medios de comunicación soviéticos presentaron a los judíos como conspiradores mundiales (solo veinte años antes, el propio Hitler sostenía esta misma premisa): “Cientos de artículos, en revistas y diarios de toda la Unión Soviética, presentaban a los sionistas (es decir, los judíos) y a los líderes israelíes como parte de una conspiración mundial, siguiendo la línea de los antiguos Protocolos de Sión” (citación literal del libro de Johnson, “A History of the Jews” (1988), pág. 575).
La ONU jugó un papel clave en todo esto, especialmente con la Resolución 3379 (no vinculante) donde se afirmaba que el sionismo era racismo y se equiparaba al régimen sudafricano. Paradojas de la vida, Sudáfrica no estaba presente en el hemiciclo en el momento de la votación.
El hecho provocó el aplauso de grandes democracias como: Afganistán, Arabia Saudí, Argelia, Bahréin, Catar, Cuba, la URSS, Egipto, etc. Finalmente, en 1991, la Resolución 4686, aprobada por 111 miembros, revocó aquella malintencionada pretensión que buscaba atacar deliberadamente a Israel.
Esta lacra perversa tiene una potencia discursiva exorbitante. Como dice el profesor Sabel, se trata de una calumnia. La premisa que subyace es desacreditar la legitimidad de Israel y el movimiento nacional judío.
Si lo presentan en términos dicotómicos es más fácil de entender. Es una acusación repetida hasta el cansancio, pero sin ningún fundamento jurídico: en Israel no existen leyes discriminatorias por razón de raza o religión.
El colmo de la estupidez es equipararlo con Sudáfrica. En ese régimen, los matrimonios entre personas blancas y negras estaban prohibidos, al igual que las relaciones extramatrimoniales; había separación física forzada (aquí te mencionan el muro en Cisjordania, creado debido a las infiltraciones de terroristas que, desde hace décadas, sufren), zonas residenciales para cada raza, trabajos específicos según el color de piel, inexistencia de sufragio universal, huelgas prohibidas y, además, se creó un Departamento de Educación para negros.
Verwoerd afirmó que su objetivo era evitar que los africanos recibieran educación que les permitiera ascender a altos cargos dentro de la sociedad. En definitiva, había discriminación por todas partes: en las universidades, restaurantes, piscinas, transporte público, etc. Ya saben lo que dicen: ¡embrolla que algo queda!
Finalmente, dada la anuencia que, supuestamente, existe en los medios catalanes sobre lo que es Israel o lo que está haciendo, es hora de responder, tanto a los desinformados como a los Joan Roures de turno. La mezcla de ignorancia y malicia en esta cuestión es peregrina y debe ser confrontada. Israel no es un paraíso y, como dice Sheffer, es un Estado en transición, como muchas otras democracias, pero no es un Apartheid.
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