La corrupción: un mal endémico de las democracias liberales
La corrupción no solo degrada la imagen de las instituciones, sino que también deteriora la confianza de los ciudadanos
En la actualidad, la corrupción —entendida como el abuso del poder institucional destinado a favorecer intereses privados— representa una de las mayores lacras a la que debe —o debería— hacerle frente cualquier democracia liberal que se precie. Sin embargo, lejos de eso, continuamente nos asaltan noticias que hacen referencia a nuevas tramas de corrupción, minando así la imagen de las instituciones del país en que ello sucede.
En este sentido, si nos retrotraemos a la base fundamental expresada por Frédéric Bastiat, quien afirmó que “el Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo,” encontramos que la corrupción lleva este axioma a su máxima expresión. La corrupción no solo explota los recursos públicos para beneficio individual, sino que transforma las instituciones en herramientas de privilegio personal y de abuso de poder, distorsionando completamente su propósito original. Así, en lugar de servir al “bien común”, el aparato estatal se convierte en un vehículo para satisfacer intereses particulares, minando la confianza ciudadana en las instituciones y erosionando los principios sobre los que se sustenta cualquier democracia sólida.
Resulta indignante para quienes contribuimos económicamente a la existencia y funcionamiento del Estado, comprobar que una parte considerable de nuestro dinero cae en manos de individuos despojados de todo atisbo de moralidad, que en algunos casos se unen para crear auténticas mafias dedicadas a lucrarse a nuestra costa. Lejos de gestionar de manera diligente y transparente los fondos públicos, en no pocas ocasiones se logran evadir los tímidos controles estatales destinados a prevenir la comisión de delitos acaecidos en el seno de las administraciones públicas.
Llámese como se llame el caso de corrupción e involucre a quien involucre, toda la clase política debería consagrarse para establecer de forma unitaria una política de tolerancia cero con la corrupción. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que lo habitual es que se evite asumir responsabilidades, no ya por parte del corrupto, sino por parte de la formación política en la que milita.
Ello se debe, entre otras cosas, al funcionamiento mismo del sistema democrático en el que se enmarca España. El fin último de un partido político es alcanzar y mantener el poder, para lo cual harán lo que sea menester —incluido evitar crear polémica con la persecución, y consiguiente repercusión mediática, de comportamientos ilícitos en el seno de la administración—.
Bajo mi punto de vista, en pro de la limpieza institucional y la transparencia, el mero hecho de ostentar el estatus de investigado en un proceso judicial debería ser más que suficiente para apartar a alguien de sus cargos de responsabilidad. Al decir esto, no pretendo en ningún caso violar el principio fundamental de la presunción de inocencia, básico en cualquier Estado de derecho, sino preservar la integridad de las instituciones del país, las cuales deben, en todo caso, situarse por encima de las aspiraciones e intereses individuales.
En lo que respecta a España, cabe mencionar que nuestro país se sitúa en el puesto número 60 del Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) de Transparencia Internacional. Dicho índice evalúa a 180 países y territorios para medir el nivel de corrupción en el sector público. El dato expuesto debería hacernos reflexionar acerca de las circunstancias que hacen que España esté situada en un puesto tan alejado de las primeras posiciones, cuyo lugar ocupan países como Dinamarca, Finlandia o Nueva Zelanda.
Durante estos días, estamos siendo testigos de lo que está ocurriendo con los casos que afectan al Gobierno de España, así como al círculo más cercano del presidente Sánchez. Siguiendo la dinámica habitual enunciada previamente en el presente artículo, el equipo de opinión sincronizada del Gobierno y sus medios satelitales, se han dedicado a desacreditar a los jueces —especialmente al juez Peinado, contra quien Sánchez y su mujer han presentado sendas querellas— y a exculpar ante judicium a una parte de los investigados que, a su forma de ver, merecen ser salvados.
En este sentido, lo mismo se podría decir del comportamiento que adoptaron los distintos partidos en corruptelas pretéritas que les afectasen. En España, la corrupción se ha convertido en un desafío estructural que parece estar profundamente arraigado en el sistema político y administrativo del país. Desde los múltiples casos que afectan a partidos de todos los colores, hasta los casos más recientes, las consecuencias de estos escándalos van mucho más allá del impacto económico.
La corrupción no solo degrada la imagen de las instituciones, como ya se ha dicho, sino que también deteriora la confianza de los ciudadanos en el sistema democrático, genera un clima de desilusión hacia la clase política y puede llegar a amenazar la cohesión social. La percepción de impunidad en algunos de estos casos, junto con la falta de mecanismos eficaces para evitar y sancionar estos delitos, refuerza el escepticismo de la ciudadanía, que ve cómo sus contribuciones económicas son malgastadas o desviadas.
Por tanto, la lucha contra la corrupción en España requiere no solo de reformas legales y políticas que garanticen la transparencia y la rendición de cuentas, sino también de un cambio de mentalidad tanto en las instituciones como en los ciudadanos. España tiene una oportunidad de mejorar su posición en índices de percepción de la corrupción y fortalecer su democracia, pero para ello es crucial un compromiso firme de todos los sectores sociales para fomentar una cultura de integridad y respeto a las normas. Solo mediante la unidad, el compromiso cívico y la reforma de los mecanismos de transparencia será posible restaurar la confianza en las instituciones y asegurar un estado que actúe verdaderamente al servicio del ciudadano.
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