
La campaña de Somorrostro y la resistencia carlista
La campaña de Somorrostro quedó en la memoria colectiva carlista como un símbolo de valor absoluto y de fidelidad

En el pasado, la historia la escribían los vencedores. La España decimonónica, desde la muerte de Fernando VII, se caracterizó por ser testigo de tres cruentas guerras que dirimían una cuestión de herencia dinástica, pero que, en realidad, llevaban al campo de batalla las dos visiones contrapuestas del modelo de Estado.
La visión de la patria de ciudadanos libres e iguales, inspirada en la Revolución Francesa y refrendada por las Cortes gaditanas en 1812, ofrecía un planteamiento de eliminación de los vestigios del antiguo régimen. La división territorial no tenía vocación de distinciones entre los diferentes territorios, relegando las fronteras de los antiguos reinos peninsulares a una mera cuestión de toponimia topográfica y refundando la división administrativa en provincias con dependencia directa del Estado.
Una lengua común, una visión común, un proyecto común con soberanía compartida entre la reina y los que tenían derecho a voto, que debían reunir una serie de condiciones para poder ejercerlo. La revolución de 1868, que expulsó de España a Isabel II, fue un paso más allá en sus pretensiones liberales, con el sufragio universal masculino y una Constitución más progresista que las anteriores.

La llegada de un rey electo, sin derechos dinásticos sobre España, supuso un escándalo para los defensores de la causa tradicionalista. La vocación secular de los nuevos gobiernos era considerada por los defensores del viejo orden como un ataque a la Iglesia y todo lo que significaba.
Pronto, el carlismo, adormecido tras dos importantes derrotas y enmascarado en la monarquía isabelina, reaccionó ante un torrente de acontecimientos que derivaron en la proclamación de la Primera República Española.
Los carlistas lanzaron su tercera apuesta para sentar en el trono de Madrid a un descendiente del hermano menor de Fernando VII, el pretendiente Carlos VII. Muchos militares de profesión, que habían combatido años antes en la guerra de África y que habían formado parte del Ejército regular, abandonaron voluntariamente las filas castrenses tras la revolución Gloriosa.
Los carlistas consiguieron, en un primer envite, cercar la ciudad de Bilbao e impedir que fuera reabastecida por mar, situando ingeniosos obstáculos en la ría.
Sobre las tierras quebradas de Vizcaya, en los valles humeantes por la pólvora de mosquetones y cañones, y en las verdes montañas erigidas como perfectos obstáculos naturales, sobrevivía el espíritu carlista, apoyado en una firme devoción religiosa que insuflaba valor a los que portaban las boinas encarnadas.
No se trataba solo de un enfrentamiento militar, era el choque de dos visiones del mundo. Por un lado, el orden tradicional, el Dios, Patria y Rey, anclado en una fe inquebrantable; por otro, el avance implacable de un liberalismo que pretendía refundar España a espaldas de una herencia profundamente religiosa.
La campaña de Somorrostro no fue una batalla cualquiera: se interpretó por los carlistas como el grito desesperado de un pueblo que, rodeado de enemigos y desbordado en número y recursos, se obstinaba en defender su derecho a existir. Fue, como escribió el general Antonio Brea, una epopeya de abnegación y coraje, de fidelidad hasta la muerte.
El sitio de Bilbao
La historia de Somorrostro comenzó realmente con el sitio de Bilbao. A finales de 1873, los batallones carlistas, nutridos de hombres endurecidos por quien se sabe en inferioridad, pero con sobrada determinación y fe religiosa, cercaron la villa vizcaína, impidiendo el auxilio por mar gracias a los ingenios desplegados en la ría.
Las fuerzas gubernamentales, identificados por los carlistas como “los liberales”, incapaces de abastecer la ciudad, se vieron obligados a planear su liberación a toda costa.
El gobierno de la República puso su confianza en el general Domingo Moriones, un veterano de mil campañas, para romper el cerco carlista.
Enfrente, las fuerzas tradicionalistas: mezcla de vizcaínos, navarros, guipuzcoanos, alaveses, castellanos y cántabros; se reorganizaban bajo el mando de comandantes como Dorregaray, Ollo, Mendiry y el valiente Andéchaga.
El 14 de febrero de 1874, la vanguardia liberal, dirigida por los generales Blanco y Primo de Rivera, que gobernarían Cuba y Filipinas en la etapa previa al desastre, desembarcó en Castro-Urdiales y, tras intensos combates, forzó el paso de Salta Caballo, empujando a las fuerzas carlistas hacia Somorrostro.

Se ejecutó un repliegue táctico. El general Andéchaga, ante la previsible derrota, prefirió ceder terreno antes que sacrificar a sus hombres en una posición insostenible. Los carlistas se atrincheraron en el corazón de las montañas, donde eran mucho más eficaces: entre riscos, trincheras improvisadas y trabajados parapetos que multiplicaban el valor defensivo de las empinadas laderas vizcaínas.
El campo de batalla en Somorrostro se extendía como un océano de colinas rotas:
- Montes de Cotarro y Triano al sur
- Monte Janeo al este
- Montaño y San Pedro Abanto en el centro.
Allí, bajo la dirección de Nicolás Ollo, los carlistas construyeron una red de defensas tan tenaz que parecía imposible de vencer. Cada trinchera se conformaba como un altar improvisado donde los hombres, rezando el Acto de Contrición, se preparaban para morir antes que rendirse.
Las órdenes eran claras:
- No disparar hasta que el enemigo estuviera a menos de cien metros.
- Guardar munición.
- Preferir la bayoneta antes que ceder.
El Maestre, Don Carlos, estaba entre ellos, compartiendo su hambre, su miedo y su esperanza.
El 25 de febrero de 1874, tras días de cañoneo incesante, comenzó el asalto de las tropas gubernamentales. Los republicanos, con más de 30.000 hombres, chocaron contra las defensas de apenas 15.000 carlistas. Aun así, la proporción de 2 a 1 era favorable para los defensores, ya que se precisa de tres hombres por cada uno que ha podido preparar la fortificación y los obstáculos pertinentes.
Los combates se desarrollaron en tres jornadas infernales:
- El 25, el avance gubernamental fue lento, aunque consiguieron ganar algunos metros que costaron millares de vidas.
- El 26, el cañoneo y los asaltos se redoblaron, pero las trincheras carlistas se mantenían.
- El 27, la lucha a bayoneta calada convirtió San Pedro Abanto y Santa Juliana en un matadero. Los fusiles, alargados por el frío acero de los cuchillos encastrados, iban firmemente asidos por quienes subían dando lo último de sus fuerzas, a la carrera y gritando, tratando de amedrentar a quienes les esperaban dispuestos a ensartar a quienes osaran llegar a su posición.
La bravura de ambas facciones rayó lo sobrehumano. Un absoluto derroche de sangre, valor y juventud en una absurda contienda que los políticos habían sido incapaces de resolver con las plumas y los discursos y que se había delegado en pólvora, sudor y mucha sangre.
Una compañía navarra, bajo fuego de ocho cañones Krupp, rezó en voz alta antes de cargar a la bayoneta contra un enemigo muy superior, en una acción desesperada que era una demostración de la intención de inmolarse antes de capitular.
El mismo general Serrano, Duque de la Torre, admitiría: "Los carlistas se defendieron con tenacidad comparable solo a la bravura de nuestras tropas."
Las pérdidas fueron enormes:
- Más de 2.200 bajas liberales (incluyendo generales heridos y coroneles muertos).
- Alrededor de 2.000 bajas carlistas, una pérdida que su exiguo ejército difícilmente podía soportar.
No obstante, los carlistas consideraron la campaña como una victoria moral, como una demostración de que eran capaces de enfrentarse en batalla al superior Ejército gubernamental. El sitio de Bilbao no se rompió y Don Carlos concedió a Nicolás Ollo el título de Conde de Somorrostro.
Sin embargo, la tragedia golpeó pronto: El 29 de marzo, una granada alcanzó el puesto de mando carlista, matando al ilustre general Nicolás Ollo y Viuduarreta, que sobrevivió solo unas horas para darle las gracias a Don Carlos por la visita a su lecho de muerte. En la misma acción, el brigadier Teodoro Rada corrió la misma suerte que su superior.

Fue un golpe devastador, como si el corazón mismo del ejército tradicionalista hubiera sido desgarrado.
El final inevitable
Tras la llegada de nuevos refuerzos liberales y el cambio de estrategia, optando por rodear en vez de atacar frontalmente, los carlistas se vieron obligados, tras heroica resistencia, a retirarse.
De nuevo, los carlistas no reconocieron haber sido derrotados, sino forzados a un repliegue inevitable. Su espíritu mantenía la cohesión y el valor de las tropas, aupados por una inquebrantable fe cristiana que seguía ardiendo bajo las cenizas de Somorrostro.
Aquella campaña quedaría en la memoria carlista como un símbolo de valor absoluto, de fidelidad sin límites a la que ellos consideraban la causa de Dios, de la Patria y del legítimo Rey.
La campaña de Somorrostro fue narrada con pasión romántica por el general Antonio Brea en una amplia monografía, en la que más que un capítulo militar, se expone es una parábola sobre la lucha entre principios y realidades, entre fe y poder. Entre las creencias sobrenaturales y las convicciones políticas.
Nunca está de más leer otras visiones, otros enfoques, otros valores, otras Españas.
Referencia principal.
- Antonio Brea (1896). La Campaña de Somorrostro. Barcelona: Biblioteca Popular Carlista.
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