Una aproximación a la evolución del voto en Cataluña
Estamos en un receso y en función de cómo se desarrollen los acontecimientos, sucederán muchas cosas
El pasado 20 de marzo se cumplieron 44 años de las primeras elecciones al Parlament, con la democracia recuperada. Los sondeos de la época auguraban una cómoda victoria al PSC, encabezado por Joan Reventós. Un mes antes de los comicios, los socialistas doblaban en intención de voto a CiU. Sin embargo, a medida que se acercaba el 20 M, la ventaja del PSC se fue esfumando. Al final, de forma muy ajustada, ganó Jordi Pujol. Hay quien dice que los socialistas tenían el cava preparado para celebrar la victoria, pero caducó en la nevera sin descorchar. Pujol fue hábil y, sin mayoría absoluta, pudo gobernar con apoyos tan heterogéneos como los que le prestaron UCD y la ERC de Heribert Barrera.
Para algunos aquella victoria fue un misterio. El PSC venía de ganar con holgura dos elecciones generales (en 1977 y 1979) y, también, las primeras municipales, en 1979. Aquella inesperada derrota y, poco después, el affaire Banca Catalana, marcaron el devenir del socialismo catalán durante mucho tiempo. Quizás, por eso, aquel patrón electoral, con pequeñas variantes, hasta la desaparición de CiU, se fue repitiendo en todos los comicios: en las autonómicas ganaban los nacionalistas sin piedad y en generales y municipales eran los socialistas los que imponían su ley.
En 1984, CiU alcanzaría la mayoría absoluta frente al PSC, que había sumado más de un millón y medio de votos en las generales de 1982 y había firmado una nueva victoria en las municipales de 1983, con 15 puntos de ventaja sobre la coalición nacionalista (el doble que en 1979). Sin duda, resulta difícil explicar de manera racional un escenario que permitía a un partido, CiU, ganar medio millón de votos entre las elecciones generales y las autonómicas y a otro, el PSC, perder setecientos mil en el mismo envite.
Miquel Roca, en 1980, hizo una aproximación bastante acertada cuando describió las elecciones autonómicas como un partido que CiU jugaba “en casa”. Y en ese escenario, la federación nacionalista era capaz de movilizar hasta el último voto del centro catalanista: un abanico ideológico que abarcaba desde el centroizquierda más templado al conservadurismo más cerrado, bajo el común denominador de un nacionalismo de tonalidades diversas. Es decir, un catalanismo tímido que levantaba cabeza tras la larga noche de la dictadura y que abarcaba desde el independentismo silenciado al autonomismo más pragmático.
CiU supo aglutinar las clases medias, tanto urbanas como rurales. Era una idea bastante compartida que aquel tándem político era el que mejor representaba una identidad, comprendía unas inquietudes y tejía una esperanza de futuro. Además, Jordi Pujol emergió como un líder indiscutible, capaz de aglutinar una importante cantidad de adhesiones a su proyecto.
Por el contrario, a los socialistas no les quedaba más remedio que considerar aquellas derrotas autonómicas como un mal menor; aunque unos de los principales objetivos que se había marcado el PSC desde su fundación era gobernar la Generalitat de Cataluña. Los socialistas paliaban su desconsuelo con algún que otro ministerio en el Gobierno de España y los cargos en el sottogoverno.
Este sistema, con pequeños altibajos, funcionó prácticamente una veintena de años, en 1.999, el PSC encabezado por Pasqual Maragall quebró ese status quo. Los socialistas ganaron las elecciones al Parlament en votos, pero no en escaños, y aunque CiU aguantó todavía una legislatura, su decadencia se hizo inevitable. Tras las elecciones de 2003 se constituyó el primer tripartito presidio por Pasqual Maragall, mientras Pujol se retiraba y cedía la vara de mando a su delfín Artur Mas.
Los dos tripartititos (entre 2003-2010) supusieron un paréntesis en los gobiernos nacionalistas. Después del segundo presidido por José Montilla, Artur Mas, al frente de Convergencia, volvió a ganar las elecciones por un amplio margen, aunque sin mayoría absoluta y tuvo que pactar los presupuestos con el PP de Cataluña encabezado por Alicia Sánchez Camacho. Sin embargo, no supo o no pudo continuar el pujolismo sin Pujol y acuciado por la crisis económica, los recortes (su Govern fue el más implacable de toda Europa a la hora de meter la tijera en las políticas sociales) y la corrupción en su partido hicieron que disolviera Convergencia y se echase en brazos del independentismo.
Desde entonces hemos vivido una docena de años en el que el nacionalismo moderado, reciclado al independentismo, ha vuelto a ser hegemónico y sus mayorías en el Parlament han sido incuestionables. No cabe duda qué ahí el señuelo de la independencia ha jugado un papel fundamental, sin pararse a pensar ¿y después qué? Los sentimientos han primado sobre la racionalidad política, las ideologías y el raciocinio. Como define perfectamente Raimon Obiols en su libro “El temps esquerp”, mucha gente pensó “i si ara sí? Y a nadie se le ocurrió pensar “i si ara no?
Pero todo se acaba, y las elecciones del 12 M no solo las ha ganado el PSC con una claridad meridiana, sino que el independentismo no ha logrado la anhelada mayoría absoluta. Eso no significa que las personas que votaban nacional-independentismo se hayan evaporado, ni mucho menos. En esta ocasión, hastiados por las falsedades del procés y, ante la imposibilidad de lograr lo que parecía que tenían en la punta de los dedos, decidieron votar otras opciones o quedarse en casa, pero esos votos se pueden reactivar por infinidad de cuestiones en cualquier momento.
Por lo tanto, hemos de ser conscientes de que aquí todavía no se ha terminado nada. Estamos en un receso y en función de cómo se desarrollen los acontecimientos, en una dirección u otra, sucederán muchas cosas.
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