Una profesora con expresión de preocupación y un grupo de estudiantes sentados en un aula, con un diseño gráfico en tonos rosados y negros.
OPINIÓN

9.000 alumnos nuevos cada mes

La saturación en las aulas catalanas refleja problemas estructurales y sociales que ponen en riesgo el futuro de la educación pública

Imagen del Blog de Octavio Cortés

Hemos sabido esta semana que, según datos oficiales, las escuelas catalanas han de absorber 9000 alumnos nuevos cada mes. Para hacernos una idea del problema que esto representa, basta considerar que según la propia Generalitat en el curso 24/25 había 1.610.346 alumnos inscritos en el sistema educativo de Cataluña.  Dividiendo el total de alumnos entre el número aproximado de centros (unos 5.500 según el Idescat) se obtiene un promedio general de alrededor de 290 a 300 alumnos por colegio. Es decir, cada más se necesitarían abrir cada mes 30 colegios nuevos para absorber a los recién llegados. Retenga el lector este dato para hacerse cargo de la magnitud de la tragedia.

Se argumentará que el sistema actual tiene capacidad de integrar a los recién llegados ajustando su funcionamiento. El problema es que dichos ajustes consisten en subida de las ratios de alumnos por profesor, aumento exponencial de la burocracia que ahoga al docente y, por supuesto, un incremento constante de la minorización del catalán en el ambiente escolar. En una palabra: se puede asumir ese incremento de alumnos, pero a costa de la calidad del sistema educativo, que ya lleva años deteriorándose de manera acelerada.

Pocos gremios hay tan desmoralizados como el gremio docente. Todo se conjura en su contra: la sucesión de leyes educativas estúpidas, la sucesión de ministros y consellers estúpidos, el implantamiento a la fuerza de innovaciones pedagógicas estúpidas, la penetración de todo tipo de iniciativas woke estúpidas, el empeño estúpido en acabar con pilares básicos como la autoridad, la memorización, el esfuerzo, estableciendo que un alumno pueda pasar curso con el 100% de asignaturas suspendidas. En las escuelas catalanas ha llegado un punto en que se cantan villancicos “laicos” para festejar el “solsticio de invierno”, pero se celebra el Ramadán porque, como nos recordó el insigne Manuel Delgado, el Ramadán es cultura catalana.

La escuela no está sirviendo ni de ascensor social, ni de pilar formativo, ni de bastión de defensa de la lengua propia. Quienes tienen la suerte de poder pagarse una educación privada, ponen a sus hijos, hasta cierto punto, a salvo del tsunami, pero la red pública no resistirá. 

Un grupo de estudiantes en un aula escuchando a un profesor frente a una pizarra.

Uno desearía que los responsables de turno se quitaran de una vez las máscaras y dijeran a las claras su propósito: “señores, nuestro modelo educativo es el de las calles de Marrakech; nuestra idea es que los alumnos coman con las manos, defequen en la vía pública y alaben cinco veces al día al Profeta, bendito sea”. Entonces podríamos entender que dichos responsables no están fracasando en su cometido, sino cumpliendo de manera ejemplar con su misión, que no es más que instaurar la degradación, la islamización y el caos generalizado.

Respecto de la defensa del catalán, solo indicar que existen indicios (leves indicios, mínimos indicios) de que toda esta turba de africanos y asiáticos no vienen al país movidos por el amor a Pompeu Fabra. No dejan sus países para venir a aprender los pronoms febles ni para leer a Rodoreda. Si le sumamos el contingente de sudamericanos que, por pura inercia natural, tienden a hacer su vida usando el castellano, podemos concluir que el punto de no retorno ya se ha cruzado hace tiempo. Ninguna civilización jamás, en ningún lugar o época, ha sobrevivido a la apertura irrestricta de sus fronteras. Es algo que sencillamente no ha sucedido. Pero para darse cuenta de esto, se necesita haber estudiado historia y no ecofeminismos resilientes. Así nos va.

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