Masificación turística: la asignatura pendiente
Las islas se enfrentan los límites del modelo de crecimiento
¿Cuánta gente cabe en una isla? Esta pregunta, para la que los gobernantes de un archipiélago deberían tener algún tipo de respuesta, ha sido sustituida desde hace años por una más práctica y directa: ¿cuántos ingleses borrachos pueden agolparse en una isla antes de que opten por devorarse unos a otros?
En el campo visual de los nativos, los turistas aparecen como incomprensibles criaturas de colores, ferozmente grupales, empeñadas en pagar el triple por cualquier cosa o en intentar caminatas apocalípticas, a pleno sol, por lugares absurdos (arcenes de la autopista, secarrales del sur, aparcamientos en los polígonos industriales), hordas de alquiladores con niños insolados, saltadores de balcones en pos de la eternidad.
A medida que los propios extranjeros han ido comprando negocios en todas partes, ha llegado un momento en que ya se atienden a sí mismos, se estafan a sí mismos, se sodomizan a sí mismos. Los indígenas padecemos el abuso espacial del floreciente Imperio After Sun y, en lugar de rebelarnos, retrocedemos hacia el interior.
Palma ya está perdida: el centro histórico está en manos de heladeros italianos y mâitres de hoteles, boutique, las afueras se rigen por el navajazo rifeño, el reggaetón quinqui, las Iglesias de Filadelfia y las timbas ilegales de los chinos de Pere Garau.
En los pueblos, de momento, aún es posible oír hablar catalán y beber cerveza fría, también en algunos reductos secretos de la costa, donde los restaurantes no tienen fotos de paellas de la época de la Administración Carter ni camareras con escotes bávaros.
Todo el poniente mallorquín es ahora mismo una Babilonia de adolescentes frenéticos, trepadores de fachadas y neones, violadores de Tinder, manteros senegaleses formidables, orgullosos de sus gorritos de luces, muchachas holandesas histéricas, manoseadas ad nauseam, con las vaginas escocidas de arena y fiebre, motos acuáticas que descuartizan bañistas por pura rutina, hamburgueserías infecciosas, puterío eslavo general y policías locales de baja por depresión.
El problema no es la masificación, sino el haber bajado el listón hasta tocar la animalidad primera, el rugido original de la especie. En los party boats es tanta la cocaína y tan poco el espacio, que a los pasajeros solo les queda la opción de fornicar maquinalmente con quien quiera que ocupe el asiento de al lado; de lo contrario saltarían todos al mar y acabarían con los corales a dentelladas.
Surgen barrios de caravanas, los profesores sustitutos duermen en hamacas en la playa, los médicos se hacinan en barracones hospitalarios de tono centroafricano. Los rent a car (que son a nuestra economía lo que la gonorrea, al erotismo) ponen en el mercado 80.000 vehículos cada verano en una isla que solo tiene 90 km de punta a punta. Los jubilados alemanes, suavemente infartados, flirtean con la camarera equivocada mientras eructan su chucrut con salchichas y compran tres casas más en Artà.
¿Quién podrá culpar a los turistas? La apretura produce locura y la locura desata las billeteras. Es un tema de ordeño, básicamente.
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