Un grupo de hombres con bigotes y trajes formales se encuentran sentados en una sala de reuniones antigua con un fondo decorativo y un marco de color rosa y negro.
OPINIÓN

Frente al caciquismo y la corrupción, descentralización

La historia del Manifiesto del general Polavieja

Imagen del Blog de Joaquín Rivera Chamorro

Camilo de Polavieja había iniciado su andadura en la milicia curtiéndose bajo el inclemente sol africano durante la guerra de Marruecos de 1859-1860. Tras el fallecimiento de su padre, un comercial gaditano afincado en Madrid, su familia se arruinó y el joven Polavieja se vio imposibilitado a continuar pagando su plaza en la Escuela Superior de Guerra, donde se formaba como oficial de Estado Mayor.

Tal circunstancia no desmotivó su vocación y decidió entrar en el Ejército con el fusil al hombro y sin más galones que su determinación. Siendo Cabo tuvo ocasión de desplegar con su Regimiento, el Navarra 25, en la campaña que se había organizado contra el Sultán de Marruecos. Fue en la sierra de Bullones cuando, con apenas 20 años, recibió su bautismo de fuego.  

Un hombre de pie junto a una ventana con vista al campo, vestido con un traje oscuro y barba, apoyado en un escritorio con papeles y un libro abierto sobre una silla.

Ascendió a Sargento por un asalto a la bayoneta y poco después a sargento 1º al ser herido en la batalla de Wad Ras. Su carrera militar era rápida, pero se hacía a costa de su propia sangre. Como exalumno de Estado Mayor, su nivel cultural y sus conocimientos académicos excedían en mucho los de sus compañeros de tropa donde abundaba el analfabetismo.

Esto le permitió alcanzar el grado de oficial antes de desplegar en Cuba cuando la guerra de los 10 años dio comienzo. De nuevo fue herido, en este caso en una pierna, adoptando una leve cojera que caracterizaría su forma de andar de por vida. La herida, y la valentía demostrada, le otorgó un ascenso a capitán y poco después, por hechos similares, consiguió el de comandante.

En 1873, cuando regresó a la península a los 35 años, ya era teniente coronel. No pudo permitirse un descanso sosegado, ya que la revuelta cantonal volvió a requerir sus atenciones castrenses, siendo designado ayudante de campo del capitán general de Valencia, Arsenio Martínez Campos, con quien ya había compartido trinchera en Cuba. Participó en el sitio de Cartagena, viviendo uno de los episodios más rocambolescos de la historia de España, cuando varios cantones se declararon independientes en un auténtico caos que acabó con la versión parlamentaria de la Primera República. 

Tras ello llegó a Cataluña por primera vez, siguiendo a su mentor, en lucha contra los carlistas de barretina. Siendo ya coronel, de nuevo por méritos de guerra, luchó en el norte contra los últimos reductos de los seguidores del autoproclamado Carlos VII.

Tras varias acciones al mando de un regimiento como coronel, ascendió a brigadier, alcanzando el generalato. En 6 años Polavieja pasó de ser teniente a ascender a general gracias al impulso de las recompensas obtenidas en las campañas. 

Con Martínez Campos regresó a Cuba y combatió al mando de una brigada hasta que se consiguió la paz de Zanjón en 1878. Sus acciones, una vez más, le valieron el ascenso a mariscal de Campo ese mismo año y a partir de entonces asoció su condición de militar a la de político, ya que esa era la función que cumplían los generales que tenían responsabilidades en las provincias de Ultramar.

Retrato de un hombre con uniforme militar adornado con medallas y una banda roja.

Así fue nombrado comandante general y gobernador civil de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, en la isla de Cuba. Durante ese periodo llegó la conocida como Guerra Chiquita, que apenas duró unos meses, pero que, de nuevo, le sirvió para conseguir su ascenso a teniente general. 

Tras un largo periodo en la Península, en 1890 fue nombrado capitán general y gobernador general de Cuba, un puesto que otorgaba todo el poder sobre la Isla.

Su mando en Cuba, que vivía bajo una tensa paz, no estuvo exento de problemas. Su gestión, como había hecho en el pasado, se apoyó sobre una red de espionaje para intentar evitar levantamientos de los separatistas. El día que fue cesado, advirtió al Gobierno de las injerencias de Estados Unidos que, a la postre, acabarían en una intervención en el conflicto posterior a su marcha.

Cuando empezaron las rebeliones de Cuba y Filipinas de 1895, Polavieja fue destinado como máximo responsable de las islas asiáticas. Su gestión inicial fue muy eficaz, a pesar de la sombra del absurdo fusilamiento del poeta José Rizal, que era de todo menos enemigo de España. A decir verdad, y en defensa de nuestro protagonista, la condena a muerte fue anterior a su llegada a las islas.

Polavieja volvió a España antes de que se produjera la entrada de Estados Unidos, como él mismo había vaticinado un lustro antes, en la guerra y la rápida derrota española que asumió al país en una profunda depresión.

El señalamiento y descarga de responsabilidades, como en cualquier riada que se precie, se produjo entre políticos y militares. Los primeros culpando a los segundos de ineficacia, los segundos a los primeros de mandarlos a luchar contra un gigante sin medios materiales. 

El Régimen, apoyado en el caciquismo y en profesionales de la política que tenían el intercambio de puestos, sillones y carteras como principal oficio, necesitaba una regeneración, como preconizaría el “León de Graus”, apodo por el que se conocía al jurista Joaquín Costa, pocos años después, llamando a la figura del «cirujano de hierro» como mesías salvador de todos los males. 

Los Regionalistas catalanes salieron políticamente beneficiados de la pérdida de las provincias ultramarinas, sobre porque se acusó al centralismo liberal de la catástrofe. Ya saben que a toda desgracia y desastre le salen “pancartistas” que aprovechan la ocasión para hacerse notar y ganar una partida que no les iba demasiado bien hasta ese momento.

Si salían Prat de la Riba o Cambò a decir, en plan solemne, que España necesitaba un puñetazo en la mesa y administrar sus miserias de forma menos centralizada, les habrían escupido a la cara por su horripilante separatismo; pero si el que lo hacía era un militar del prestigio de Camilo de Polavieja, lo mismo se apuntaban al regeneracionismo elementos de todas las habitaciones de la casa.

Un grupo de hombres con bigotes y trajes formales están sentados en una sala, algunos en sillas y otros de pie al fondo, frente a una mesa con documentos.

El 10 de septiembre de 1898, apenas unas semanas después de la consecución de la derrota y tres meses antes del bochornoso Tratado de París, Camilo de Polavieja publicó, en el Heraldo de Madrid, un manifiesto con propuestas revolucionarias que removieron las tripas del régimen en el momento más delicado de su existencia.

Polavieja quiso aclarar que no era su intención asumir cargo político alguno y se presentaba como un soldado. El manifiesto, que merece una lectura, era un repaso a todos los males del país y sus necesidades apremiantes, haciendo especial foco en la purificación de la administración, la lucha contra el caciquismo y la corrupción. Nada nuevo bajo el sol español de finales de siglo, que ya solo brillaba en un par de husos horarios. 

Lo que llama poderosamente la atención es la inferible influencia regionalista en sus propuestas de solución: «Necesidad imperiosa es que la vida económica del país se desenvuelva sin las trabas de una centralización que levanta ya entre nosotros alarmantes protestas. Ha de estar ciego el que no vea que casi todas las regiones de España, en particular las que se aventajan por su cultura, su laboriosidad y su riqueza, mirando quizá más a los efectos que a las causas, atribuyen a la índole misma y a la organización del poder central los malos resultados de la política seguida hasta aquí».

No cabe duda de que Polavieja lanzó un guiño específico a la alta burguesía catalana y bilbaína que componían el motor económico del país. El resto del manifiesto era una alegoría a la descentralización, proponiendo esta como ventaja administrativa, haciendo una crítica mordaz al afán de uniformidad nacional. Se llegaba a proponer un método experimental con un ensayo de concesiones descentralizadoras, que «en países cuya administración aventaja mucho a la nuestra, no han puesto veto de los poderes públicos», haciendo una clara alusión a la joven Alemania que se había creado tras la federación de estados independientes y no tras la descentralización de un estado unitario. 

Evidentemente. Polavieja, como militar de 1898, acusó al Gobierno del desastre ultramarino: «condenar enérgicamente el propósito harto visible de descargar sobre el Ejército y sobre el país la responsabilidad de desastres que solo son imputables a los que tuvieron en sus manos las riendas del Gobierno».

¿Por qué me animo a contarles esto hoy, con las habituales excursiones a los cerros jiennenses que me convierten en un pesado sin remedio y que castigan especialmente a Judith, encargada de la traducción al catalán de estos párrafos, a la que pido humildemente clemencia en sus pensamientos?

Porque es significativo el uso del estamento militar por parte del catalanismo, algo que sería mucho más recurrente de lo que se ha pretendido airear. La mano de los regionalistas se aprecia en muchas de las frases escritas por el prestigioso general. Hubo mano también en las Juntas de Defensa de 1917, en la elección del general Martínez Anido para luchar contra el terrorismo anarquista, en el apoyo a Primo de Rivera en su golpe de Estado o en sufragar parte de los gastos de guerra del bando nacional durante la Guerra Civil. 

El manifiesto tuvo sus panegiristas y sus detractores, pero lo cierto es que no llegó a prosperar y España continuó centralizada hasta, al menos, 1914, cuando la ley de mancomunidades permitió que las cuatro diputaciones se unieran en una entidad única bajo los cuatribarrados bigotes de Enric Prat de la Riba, pero esa es otra historia digna de ser contada…

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